¿Por qué defender el capitalismo?
FORBES- miércoles, 7
de octubre de 2015
Aunque el hombre moderno ha
creído que la riqueza es el estado natural del ser humano, la verdad es que
nace pobre, y es a partir del odioso capitalismo competitivo que el PIB y la
expectativa de vida, por ejemplo, comienzan a crecer de manera imparable en el
mundo.
Defender el capitalismo en un
contexto caracterizado por la hegemonía populista no es cosa sencilla. En
efecto, si algo han hecho los populismos regionales, además de degenerar el
capitalismo competitivo hasta transfigurarlo en “capitalismo de amigos” o, en
términos más precisos, en “socialismo del siglo XXI”, eso fue inyectar en la
sociedad lo que el economista austriaco Ludwig von Mises llamara “la mentalidad
anticapitalista”.
Simplifiquemos un poco los
problemas de definición y llamemos “capitalismo” al modo de organizar el grueso
de la actividad económica por medio de los privados operando en un mercado
libre. La posibilidad de esta coordinación tiene su fundamento en el hecho de
que, en una transacción económica, ambas partes, cuando son libres de intercambiar
y están debidamente informadas, saldrán beneficiadas, pues de no haber previsto
dicho beneficio no hubieran concretado dicha transacción.
Cuando Adam Smith usó la imagen
de la “mano invisible” no estaba recurriendo a un argumento de tipo religioso,
sino que trataba de describir precisamente la existencia y factibilidad de un
orden que no es dirigido por nadie en particular, pero cuyo motor funciona
permanentemente en cada intercambio voluntario que cada uno de nosotros
realizamos con los otros.
En efecto, ese “monstruo”
conocido como “mercado”, del cual populistas y socialistas nos llaman a temer,
no es otra cosa que una abstracción de nosotros mismos y nuestras valoraciones;
el mercado es simplemente el modo de denominar al momento y el lugar en el que
nosotros, las personas de carne y hueso, podemos intercambiar libremente con
otros para nuestro propio beneficio, quedando sujeto nuestro éxito en el
intercambio a nuestra capacidad de beneficiar a los demás.
La propaganda anticapitalista nos
ha hecho perder de vista esto último: el mercado es el conjunto de personas que
compiten para cooperar. Y aquéllas lo hacen no porque sean necesariamente
altruistas o porque el capitalismo traiga a nuestras tierras el ansiado “hombre
nuevo” que variopintos dictadorzuelos totalitarios pretendieron crear a base de
sangre y fuego, sino sencillamente porque el sistema basado en la libertad
genera los incentivos para que nuestro éxito personal sea una función
directamente proporcional a la cantidad de personas que servimos en sus
múltiples y crecientes demandas.
De alguna manera, el capitalismo
es la entronación de una meritocracia cuya definición de “mérito” no es
estática ni está predefinida, sino que depende de lo que el grueso de nuestros
semejantes valoren como meritorio en un momento dado, así es que en este
demonizado sistema las personas sean impelidas a lograr sus propios objetivos
indagando sobre lo que otros necesitan e intentando ofrecérselo.
La alternativa a este modo de
coordinación social es el uso de la coerción por una autoridad central que
digite cómo, cuándo, cuánto, dónde y qué podemos o debemos intercambiar y
producir. Un problema epistemológico –descrito con precisión por Friedrich
Hayek− acecha a esta forma de coordinación: es imposible adquirir, procesar y
manipular la cantidad de información necesaria para lograr eficiencia económica
en un orden centralizado, como quedó comprobado, por lo demás, con el colapso
del sistema soviético y, más acá en tiempo y espacio, con las penurias del
sistema cubano y venezolano.
El extraordinario crecimiento
económico que han experimentado los países de Occidente a partir del siglo
XVIII (y muchos de los países asiáticos a partir de fines del siglo pasado) no
por nada tiene su punto de arranque con la introducción del capitalismo en esas
sociedades. Y no en vano, el capitalismo competitivo es hijo del movimiento
intelectual que se desarrolló a finales del siglo XVIII y principios del XIX,
que bajo el nombre de “liberalismo” –otra etiqueta demonizada hasta el hartazgo
por la hegemonía populista− ponía la libertad como totalidad en el centro de
los valores sociales, traducido en mercados libres, instituciones republicanas,
federalismo político y democracia representativa.
La tragedia del capitalismo es
que el hombre moderno ha naturalizado la abundancia que de aquél ha resultado
y, por añadidura, ha creído que la riqueza es el estado natural del ser humano
y la pobreza mera artificialidad creada por el sistema, cuando la verdad es
exactamente la opuesta: el hombre nace pobre, y la evidencia empírica nos
muestra que es a partir de la introducción del odioso capitalismo competitivo
en el mundo cuando el PIB y la expectativa de vida (por nombrar sólo dos
variables) comienzan a crecer de manera imparable en el mundo.
Difícil es imaginarnos que bienes
y servicios que hoy están al alcance de todos, gracias a este sistema basado en
la competencia para servir a las multitudes, hubieran sido la envidia de los
más ricos de antaño. Más difícil todavía es imaginarnos el hecho de que la
calidad de vida de los ciudadanos medios, e incluso de los más pobres de las
sociedades capitalistas actuales, supera con creces la calidad de vida de reyes
y príncipes que concentraron el poder de omnipotentes Estados hace apenas
algunos siglos.
El Índice 2015 de Libertad
Económica de la Heritage Foundation, que precisamente mide el capitalismo en el
mundo (con base en indicadores como “Derechos de propiedad”, “Libertad fiscal”,
“Gasto público”, “Libertad empresarial”, “Libertad laboral”, “Libertad
monetaria”, “Libertad comercial”, entre otros), llega a una conclusión que debe
ser difundida: los países con mayor libertad económica son los que registran
mayor crecimiento económico, mayor reducción de la pobreza, mejor atención
médica, mejores niveles educativos, mayor desarrollo democrático y mayor
protección al medio ambiente.
Los primeros puestos se lo llevan
países como Nueva Zelanda, Australia, Suiza, Canadá, Dinamarca, entre otros. Es
decir, países en los que ninguno de nosotros padecería vivir. Al contrario, los
últimos puestos son para países como Irán, Zimbabue, Venezuela, Cuba y Corea
del Norte.
El capitalismo competitivo no es
perfecto ni −a diferencia de muchas de las ideologías que se han puesto en sus
antípodas− pretende serlo. Pero es, por qué no decirlo, la mejor opción que
tenemos para volver a introducir a nuestra sociedad en la senda del desarrollo,
el mérito y la libertad.
Agustín Laje es director del
Centro de Estudios Libre.
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