Sobre la imbecilidad
César Hildebrandt
César Hildebrandt
Hace poco apareció en una página web inglesa un aviso que decía: “Bronceado gratis, por radiación UV, para que luzcas envidiablemente tropical en tu trabajo. Sin aparatos: lo hacemos a través de la pantalla de tu PC o laptop”.
El aviso, que entusiasmó a millones, remitía a un rectángulo brillante que titilaba lanzando los UV que darían el tono caribe necesario para que te miraran de reojo en la oficina. De inmediato, sin embargo, aparecía un letrero vergonzoso que decía:
“No crea en tonterías: los rayos UV pueden matar”.
Se trataba de una campaña en contra del cáncer de piel, que en el Reino Unido mata a cinco personas por día según cifras oficiales.
Los millones de internautas UK que cayeron en la trampa, ¿eran, además de ignorantes, idiotas? ¿No les bastaba con no saber que UV es ultravioleta sino que, además, creyeron que de sus pantallas de computadora podían salir ondas de calor suficientes para broncearse?
Quienes piensan que la estupidez tiene bandera, himno, denominación de origen y hasta patriotismo, se equivocan: la estupidez es universal. Y, por lo tanto, también puede ser británica.
Basta recordar a la señora Thatcher hablando del nuevo mundo que estaba creando para comprobarlo. Y si eso no bastara, deberíamos asistir al espectáculo de sir Alex Ferguson, entrenador del Manchester United, masticando el mismo chicle de toda la vida mientras dirige a sus pupilos.
¿No están en esa cara de mandíbulas férreas la mirada de Jack el destripador, la crueldad del marqués de Queensberry y la tartamudez del todo ágrafa del príncipe Carlos?
Yo me convencí de que en Inglaterra también había imbéciles el día en que un guía turístico, perfectamente inglés, empezó a decir tonterías sin término en torno al fantasma más rentable del reino: el inexistente Rey Arturo.
Estábamos en un viaje por un extremo de la isla y el guía pretendía hacernos creer que esos muñones de piedra que apenas se asomaban entre la maleza había sido uno de los castillos en la ruta de los caballeros de la mesa redonda, con el dueño de la Excalibur a la cabeza.
Claro, dirán ustedes, no es que el guía fuese un imbécil: es que el guía creía que sus oyentes eran imbéciles de capirote y cirio. Y eso es cierto. Pero es que la primera característica de un imbécil es suponer que los demás se le parecen.
Y uno se pregunta: si en la supuestamente educada Inglaterra puede haber millones de burros que se ponen frente a su pantalla para tostarse, ¿qué se puede esperar de aquellas masas que no pasaron por la escuela y que creen que Dios habla cuando el cura murmura?
A veces tengo ganas de inscribirme en el Club de los Pesimistas Sin Remedio, que, como se sabe, no existe pero que preside, para todos los efectos, don Marco Aurelio Denegri.
Denegri es uno de los más firmes convencidos de que el mundo no tiene arreglo, de que la inteligencia es un don de poquísimos y de que la estupidez es la única pandemia que no está en los registros de la Organización Mundial de la Salud.
Lo que sí es seguro es que la estupidez se administra por los medios de comunicación y se contrae por contagio. Hagan la prueba: escuchen ciertas radios domésticas más de dos horas consecutivas y empezarán a sentir una falla de San Andrés en su cerebro, un colapso sináptico en el lóbulo frontal, un holocausto en la zona occipital vinculada al lenguaje.
En ese estado, “El Comercio” les parecerá un gran periódico, la selección peruana de fútbol “un equipo que conserva esperanzas matemáticas de clasificarse” y Alfredo Bryce el más original de los columnistas.
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