Opinión: Los
modelos latinoamericanos de Donald Trump
The wall street journal- marzo de 2016
Los partidarios
de Donald Trump creen que es un candidato innovador cuyas ideas nunca han sido
implementadas. Se decepcionarían al saber que el manual político de Trump es
sacado directamente de la América Latina del siglo XX. Si llega a ser
presidente, Estados Unidos será probablemente tan exitoso como lo fue la región
bajo este tipo de liderazgo.
América Latina
aprendió a las malas durante los últimos 100 años que el capital va, y se
queda, donde hay un estado de derecho que lo trata bien. Es la razón por la que
EE.UU. se ha desarrollado y la mayoría del resto de América se ha quedado
rezagada.
Trump cree que
el estado de derecho es para los débiles. Sus simpatizantes lo adoran porque
promete superar la inercia institucional y simplemente decretar lo que le venga
en gana, como un caudillo. Esto no va a terminar bien.
De ser elegido,
Trump heredará un país en el que el estado de derecho ya se encuentra bajo
asedio por parte del presidente Barack Obama. Con mucha palabrería y gobernando
por decreto cuando el Congreso —la rama constitucionalmente equivalente del
gobierno— no accede a sus peticiones, Obama es un clásico demagogo
latinoamericano.
Los
conservadores de EE.UU. detestan la renuencia del actual mandatario a reconocer
las tradiciones pluralistas de la república y las limitaciones sobre el poder
ejecutivo. Sin embargo, hubo una época en la que una oposición leal consideraba
este abuso de poder como una anomalía, una interrupción temporal en lo que
normalmente es un país con una institucionalidad robusta.
Ahora, el
Partido Republicano alberga otra facción y está pidiendo su propia “mano dura”.
Lejos de restaurar el respeto por la Constitución, Trump promete ser más Obama
que Obama. A sus seguidores les parece bien. Es su turno. Lo que quiere decir
que nos estamos convirtiendo en Bananalandia.
El eje de la
campaña de Trump es su compromiso de violar la ley de implementación del
Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en
inglés), que fue aprobado por la Cámara de Representantes y el Senado y
promulgado por Bill Clinton en diciembre de 1993. Trump dice que impondrá
aranceles de 35% sobre los autos y las autopartes provenientes de plantas de
México como una forma de atraer empleos manufactureros a EE.UU.
Para destruir
el Nafta de manera legal, un presidente Trump tendría que convencer al Congreso
de derogar la ley que lo implementó. Eso sería una enorme tarea, dado que la
economía norteamericana está altamente integrada luego de dos décadas y miles
de millones de dólares de inversión que interconectan a las tres economías.
Cientos de miles de empleos dependen ahora de los flujos continentales de
comercio.
Trump no puede
pensar que el Congreso hará explotar la economía estadounidense para perjudicar
a México. Así que está fanfarroneando para ser electo o planea eludir la
legislación estadounidense emitiendo un decreto unilateral imponiendo los
aranceles.
Los defensores
de Trump respaldan esta promesa de un uso inconstitucional del poder ejecutivo
porque buscan erradicar el “establishment”. Pero este es un juego peligroso.
A menudo, es
fácil encontrar una excusa, una indignación moral, para permitir los actos
inconstitucionales de un hombre fuerte. Venezuela, que hasta que Hugo Chávez
llegó al poder en 1999 era una las democracias más longevas de América Latina,
es un ejemplo. En 1998 los precios del petróleo estaban en un nivel bajo, la economía
iba a la deriva, la corrupción era rampante y Chávez, que no pertenecía a la
clase política tradicional, prometió derrumbarlo todo. Cumplió. Una vez que la
ley fue destruida, no hubo forma de controlarlo.
Medio siglo
antes, otro populista autoritario, Juan Domingo Perón, recogió las banderas del
italiano Benito Mussolini y se convirtió en defensor de los “descamisados”
argentinos. Perón socavó el estado de derecho tan profundamente que el rico
país de inmigrantes aún no se recupera.
Los candidatos
republicanos en EE.UU. coinciden en el diagnóstico de los problemas económicos
del gobierno de Obama. Pero hay una enorme división sobre cómo resolverlos.
Trump, que irónicamente dice que es un buen negociador, tiene un plan que
depende profundamente de la violación de los compromisos asumidos por EE.UU.
bajo el derecho del comercio internacional.
EE.UU. es
firmante de numerosos acuerdos de la Organización Mundial del Comercio, que
están diseñados para impedir que sus miembros regresen al proteccionismo de los
años 30. Si Trump decreta unilateralmente un nuevo arancel sobre los bienes
fabricados en el exterior, debemos suponer que los socios comerciales de EE.UU.
se quedarán de brazos cruzados. Es más probable que cuestionen estas acciones
extralegales ante los tribunales y ahí EE.UU. perderá. Mientras tanto, los
estadounidenses pueden esperar guerras comerciales que golpearán a los
consumidores y a los exportadores.
Trump promete
que su disposición para abusar del poder de la presidencia no termina con los
temas económicos. El jueves por la anoche reiteró (antes de retractarse) que
los militares estarían obligados a obedecer órdenes ilegales si él las diera.
Otra similitud
entre el candidato y cada generalísimo que haya existido es su plan de
encontrar una forma para demandar a quienes lo critican públicamente. Tal vez
esté escuchando los consejos del hombre fuerte de Ecuador, Rafael Correa.
Es poco
probable que los inversionistas cooperen con un volátil presidente Trump. Hay
otros destinos para su capital.
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