La narrativa antisistema alrededor del mundo
FORBES- 11 de octubre de 2018
Discursos antisistema ganan más
fuerza y más allá de ser una estrategia para ganar elecciones, refleja una
profunda crisis de representatividad política y de desencanto con la
democracia.
¿Ser un político antisistema es
una estrategia de campaña, una moda, una crisis del sistema de partidos o todas
las anteriores? Alrededor del mundo vemos ejemplos de que presentarse como un
político antisistema o un antipolítico es la forma de abrirte camino en el
campo político. Vaya contradicción. Los sorpresivos resultados de algunos
referéndums, como el tantas veces mencionado Brexit, o de algunas elecciones
como la apenas tenida en nuestro país, tejen el contexto en el cual se dan las
narrativas antisistemas en este siglo XXI.
Son numerosos los ejemplos de
discursos antiestablishment que están ganando el apoyo o el voto de los
ciudadanos, casi en igual proporción que acérrimos detractores. Habrá quienes
señalen que esos discursos ya han sido pregonados desde hace tiempo y que son
inherentes a la política. Alberto Fujimori llegó al poder en 1990 sin
experiencia política previa pero sólo dos años después impulsaría un autogolpe
de Estado, con la bandera de sentar las bases de un Nuevo Perú y romper con la
partidicrocia. Un discurso semejante al de Hugo Chávez, quien en 1998 ganó por
primera vez las elecciones, con la promesa de romper con el duopolio partidista
que dominó Venezuela por cuarenta años.
Sin embargo, a diferencia de
estos ejemplos, parece que la narrativa antisistema se ha propagado en todo el
mundo, sin distingo si son países desarrollados o democracias consolidadas. En
Europa tenemos a Jeremy Corbyn, líder del partido laborista, quien ha mantenido
un discurso anti-Unión Europea desde la década de los 70s. También tenemos a
Emmanuel Macron, prácticamente un desconocido hasta hace poco, pero que, en las
elecciones presidenciales francesas de 2017, logró hacerse de la victoria como
candidato de su movimiento “En Marche!”.
En Estados Unidos está Bernie
Sanders, el Senador por Vermont que le disputó la candidatura demócrata a
Hillary Clinton, con un discurso autodenominado “socialismo democrático” y que
logró ganar gran popularidad entre los jóvenes. Y desde luego, tenemos el caso
de Donald Trump, quien probablemente mejor representa esta disrupción de la
política tradicional, con un discurso abiertamente racista, sexista y xenófobo
no solo como candidato sino ahora como mandatario.
Recientemente en las elecciones
presidenciales de Colombia, Gustavo Petro irrumpió la escena política con una
serie de propuestas de gobierno contrarias al establishment tradicional y tras
la segunda vuelta, puso a los electores en la encrucijada de elegir entre dos
opciones políticamente opuestas. Y recientemente, Jair Bolsonaro se habría
llevado la victoria de la elección presidencial de Brasil, si no hubiera segunda
vuelta electoral en aquel país, a pesar de su retórica abiertamente homofóbica,
racista y misógina.
¿Es correcto meter en la misma
categoría a los políticos mencionados, separados por posturas ideológicas
opuestas e intereses políticos y económicos concretos, en realidades tan
diferentes como las de Estados Unidos, Inglaterra, Francia o América Latina? Es
precisamente este carácter “transversal” del discurso antisistema que lo hace
particularmente útil para entender lo que está pasando en diversas democracias.
Por un lado, su maleabilidad permite que políticos de distintos orígenes y
tradiciones puedan enarbolar tal narrativa mientras que, por el lado de los
ciudadanos, se trata de un discurso generalmente sencillo y directo que habla
de las cosas que les preocupan y a las que atribuyen el detrimento de su
calidad de vida.
El tema es desde luego más
complejo de lo que parece. Mirarlo únicamente como una estrategia en campañas
para ver quién es capaz de capitalizar de mejor manera el descontento popular,
cuenta solo una parte del fenómeno. Detrás del discurso antisistema hay una
profunda crisis de representatividad política y un desencanto de amplios
sectores de la población con las democracias, incluso las que pensábamos
consolidadas. Vale preguntarnos en todo esto, ¿dónde queda la viabilidad de la
democracia como la mejor forma de gobierno?
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