Doroteo Miaja, el héroe desconocido
de la guerra de Cuba
El Confidencial - agosto de 2016
"Los problemas de Dios no me
preocupan. Me preocupan los problemas de los hombres que inventaron un Dios que
no hace más que darnos ratos malísimos. Quizás Dios exista - yo no lo creo-,
pero no tiene sentido que nos matemos en nombre de Dios"
-José Saramago.
Una pequeña poesía en medio del
apocalipsis, el dolor y la miseria del akelarre destructivo, era la andadura en
solitario de aquel soldado incapaz de entender tamaño despropósito. Su íntimo
rechazo al sufrimiento ajeno y propio, y el afán de redencion ante tanto
sinsentido le empujaron al suicidio. Aspiró fuertemente una bocanada de humo
del que sería su último cigarrillo, lo tiró al suelo, lo apagó con sus
destrozadas alpargatas, colocó su arma con la culata fuertemente apoyada en el
suelo, se sentó en el recorte de un tronco centenario, y tomando conciencia de
lo que iba a hacer, apretó el gatillo de su Mauser.
La detonación seca y suspendida
en el silencio hizo que de la linde del bosque salieran una miríada de pajaros
acompañando el alma del interfecto en dirección desconocida.
Doroteo Miaja era analfabeto. En
su pueblo, una pedanía insignificante cercana a Alhama de Aragón en la que
nunca pasaba nada mas allá de los ciclos de la naturaleza, se dedicaba al noble
oficio de cazador recolector, oficio tan secular que se remonta a la noche de
los tiempos y a los primeros pasos del Sapiens. Recogía setas, bayas, mataba serpientes
con ingeniosas trampas y era un tirador de primera, oficio heredado de su
padre, sargento en la última guerra carlista. Su carabina Remington Rolling
Block, el exhaustivo entrenamiento en sotobosque y alta montaña al que le habia
sometido su padre y dos docenas de cajas de munición que le habia dejado en
herencia junto con aquella maquina infernal eran todo su haber y poseer.
Colocaba masa de harina húmeda en
la bocacha del fusil para aminorar el ruido del disparo y en ocasiones en el
entorno del cierre. Así mitigaba los efectos del fogonazo y el ruido, a modo de
silenciador. Otras veces colocaba miga de pan o una patata cocida clavada en el
cañón con igual suerte. Todos los días se comían un guisado exquisito que su
compañera de fatigas se ocupaba de que fuera el más afamado de la comarca.
Pero la guerra de Cuba lo extrajo
súbitamente de aquel idilio de silencio y paz y Doroteo se fue a matar.
Fin de época
Doroteo Miaja, durante el asalto
al fuerte del Viso en la Batalla del Caney, en tan solo diez horas, habia dado
el visado para la eternidad a más de 24 soldados americanos con su precisa y
afamada punteria durante el trágico asalto a las posiciones españolas. En el
último instante, cuando se combatía cuerpo a cuerpo dentro del recinto, se
escabulló y desapareció oculto en un saco terrero bien camuflado de hojarasca
impregnada en barro, y a rastras y reptando, habia desaparecido entre los
campos de caña tan codiciada por los yankees y sus oscuros intereses
económicos. Tras recorrer cinco kilometros monte arriba evitando patrullas
enemigas, tomó su decisión. Estaba muy enfermo, y entre la malaria, las
diarreas constantes, la falta de hidratación conveniente -se bebia el agua
infectada de las charcas-, el hambre lacerante y la sarna cruel, había decidido
acabar con aquella mierda.
El general Vara del Rey y 550
hombres extenuados por el inmisericorde, monótono y cansino bombardeo de las
piezas de artillería del 88 aguantaron estoicamente el asalto de los siete mil
rangers y marines en una de las batallas más desequilibradas que se recuerdan en
los anales militares. Vara del Rey y 500 de los suyos perecerían ante aquella
imparable avalancha de rubicundos anglos, causándoles más de un millar de bajas
antes de pasar a mejor vida. Fin de ciclo.
"No retengas a quien se
aleja de ti, porque así no llegará quien desea acercarse", decía Carl
Gustav Jung. Había que haberse dejado de dar golpes de pecho y vender Cuba como
se propuso inicialmente. Además, los cubanos estaban hartos de jugar en segunda
división y pensaban que los liberadores los iban a ascender a la liga de honor.
A la luz de los acontecimientos fue un craso error.
La miseria a la que estaba
sometida la tropa por el bloqueo marítimo estadounidense que no permitía el
abastecimiento; el rechazo de una oferta de 300 millones de dólares por la isla
con que el presidente Mc Kinley - en negociaciones ultrasecretas -, intentó
jugar su última carta contra los levantiscos e incendiarios Pulitzer y Hearts
-patrones de la prensa amarilla local-; la erosiva guerrilla de los locales
Mambises y la grotesca chulería de la prensa española infravalorando al enemigo
(además del claro y sospechoso boicoteo al submarino de Isaac Peral unos años
antes, un arma decisoria en aquel contencioso), diseñarían un fin de época de
sabor claramente agridulce. Se combatió honorable y heroicamente, pero bien se
pudo evitar aquella carnicería anunciada.
A raíz de la batalla -o más bien
resistencia heroica-, del Caney, y aunque sus cuerpos ya estaban inertes, el
conjunto del batallón desaparecido recibió a título póstumo la laureada
colectiva de San Fernando, pero ya era tarde y sus viudas y huérfanos solo
conocerían la miseria.
El Caney fue el canto del cisne
de un imperio que se desangraba desde hacía tiempo.
La explosión fortuita o no del
crucero acorazado Maine, con su corolario de muertos, fue el pistoletazo de
salida para una guerra que se había cocido a fuego lento. A pesar de que el
barco tenía izado el pabellón de cortesía, su presencia era una clara provocación
en la ensenada; en teoría venía a defender los intereses de los norteamericanos
allá destacados por si el tema se ponía feo.
Se argumentó que el puerto estaba
minado, que había sido un acto deliberado de sabotaje, y finalmente la prensa
británica, mucho más objetiva que la norteamericana, y en particular 'The
Times', alegaron que era un autentico montaje. No les faltaba razón. Las
calderas estaban al lado de los pañoles de munición y la humedad y el calor
local, pudieron muy bien hacer el resto. A todo ello se le podría añadir la
nada desdeñable hipótesis de un atentado autoinfligido como cortina de humo
para abordar el inmenso mercado azucarero que guardaban los fértiles campos de
la isla y así, de una tacada, obtener el monopolio.
Amigo americano
Al final, y como sucede siempre,
los norteamericanos alegarían que era una intervención humanitaria, argumento
constante o algoritmo político que se ha reproducido hasta la saciedad en las
más de cien intervenciones o guerras abiertas en el extranjero que este enorme
país ha llevado a cabo a lo largo de su breve historia de 240 años de
existencia. Un record.
Como consecuencia de este
artificio, el cuerpo expedicionario norteamericano, muy subido y exultante por
el paseo militar tras su desembarco en Daiquiri y por las arengas de la prensa
amarilla local, se plantarían en El Caney, posición estategica que cubría la
entrada a Santiago.
Es sabido que se defendió hasta
el último hombre y que los cincuenta supervivientes lo fueron por heridas
extremas o falta de munición. Ya en las postrimerías del combate , en la
iglesia del pueblo de El Caney solo se oían los susurros de las plegarias de
los moribundos. La resistencia sería quebrada tras diez horas de cuerpo a
cuerpo hasta que la intervención de cuatro ametralladoras Gatling y su
indiscutible potencia de fuego en campo abierto, cerrarían aquel honroso
capitulo a la par que tragedia inenarrable.
El general Vara del Rey sería
arteramente asesinado cuando era transportado en camilla, la misma suerte que
corrieron los dos camilleros. Pasadas 48 horas, los norteamericanos le
rendirían honores militares conforme a su rango, siendo su cuerpo entregado a
las autoridades de Santiago.
Doroteo Miaja, un soldado
valiente, se volvería loco ante el horror insoportable de matar humanos en vez
de perdices y conejos. En el caso de Vara del Rey, sabía a qué jugaba mientras
se mantuvo de pie sin amparo ni protección alguna. Un militar clásico.
Esta es la historia de un soldado
anónimo al que la guerra centrifugó las entendederas, de un general valiente y
una tropa entregada, y cómo no, del "amigo americano".
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