El lado siniestro del efectivo
The wall
street journal- martes, 30 de agosto de 2016
Los billetes de alta denominación
alimentan la corrupción y la delincuencia
Cuando le digo a la gente que he
estado estudiando por qué el gobierno debería reducir drásticamente la
circulación de papel moneda, la reacción inicial más habitual es el
desconcierto. ¿Para qué ocuparse de esas nimiedades? Pero lo cierto es que el
dinero en efectivo está en el centro de algunos de los problemas monetarios y
de finanzas públicas más complejos de la actualidad. La eliminación de la mayor
parte del efectivo circulante —es decir, el avanzar hacia una sociedad donde el
dinero se use con menos frecuencia y principalmente pequeñas transacciones—
podría ser una gran ayuda.
Las fuerzas del orden tienen muy
pocas dudas de que el papel moneda (especialmente billetes de alta denominación
como el de cien dólares), facilita la delincuencia en la forma de chantaje,
extorsión, lavado de dinero, tráfico de drogas y de personas y corrupción de
los funcionarios públicos, por no hablar de terrorismo. Hay sustitutos del
efectivo, como las criptomonedas, los diamantes en bruto, las monedas de oro,
las tarjetas de prepago, pero para muchos tipos de transacciones criminales, el
dinero en efectivo sigue siendo el rey. Ofrece un anonimato absoluto,
portabilidad, liquidez y es casi universalmente aceptado. No es casualidad que
cada vez que hay un gran operativo policial antidrogas, las autoridades suelen
encontrar grandes fajos de billetes.
El efectivo también está
profundamente implicado en la evasión de impuestos, que le cuesta al gobierno
federal de EE.UU. unos US$500.000 millones al año en ingresos. De acuerdo con
el Servicio de Impuestos Internos, gran parte de la evasión se concentra en
pequeñas empresas, que usan el efectivo intensivamente, lo cual dificulta la
verificación de sus ventas y declaraciones de ingresos. Por el contrario, las
empresas que hacen la mayoría de sus pagos con cheques, tarjetas de crédito o
transferencias electrónicas saben que es mucho más fácil que las autoridades
fiscales detecten cualquier irregularidad. Aunque hay menos datos sobre los
gobiernos estatales y locales, es probable que estos pierdan hasta US$200.000
millones al año por este concepto en EE.UU.
Obviamente, reducir la cantidad
de efectivo no va a cambiar la naturaleza humana y hay otras maneras de evadir
impuestos y gestionar empresas ilegales. Pero es indudable que inundar la economía
informal con papel moneda alienta el comportamiento ilícito.
El efectivo también se encuentra
en el núcleo del problema de la inmigración ilegal. Si los empleadores
estadounidenses no pudieran pagarle tan fácilmente en efectivo a los
trabajadores indocumentados al margen de los libros, el atractivo del empleo
disminuiría y el flujo de inmigrantes ilegales se reduciría drásticamente. Es
obvio que la eliminación de la mayor parte del efectivo sería una forma mucho
más humana y sensata de desanimar la inmigración ilegal que construir un muro
gigantesco.
Para que quede claro, estoy
proponiendo una sociedad con “menos efectivo”, no una sin efectivo, al menos en
el futuro previsible. La primera etapa de la transición implicaría la
eliminación gradual de los billetes de alta denominación que constituyen el
grueso del circulante. De los más de US$4.200 en efectivo por cada persona que
circulan fuera de las instituciones financieras en EE.UU., casi 80% está
conformado por billetes de US$100. Los billetes de US$50 y US$20 también
deberían ser eliminados gradualmente, aunque los de US$10, US$5 y US$1, que
apenas constituyen el 3% del dinero circulante, deberían ser mantenidos
indefinidamente.
El objetivo de deshacerse de los
grandes billetes es dificultar el transporte y almacenamiento de grandes montos
de dinero. Un millón de dólares en billetes de US$100 pesa poco menos de 10
kilos y puede caber cómodamente en una bolsa de compras. Hacer lo mismo con
billetes de US$10, no es tan fácil: piense en cargar un baúl de 100 kilos. Los
acaparadores y los evasores de impuestos encontrarían proporcionalmente más
costoso contar y almacenar billetes de baja denominación. El uso de dinero en
efectivo podría ser desalentado aún más poniendo restricciones al tamaño máximo
de los pagos en efectivo permitidos en las ventas al por menor.
El hecho de que los grandes
billetes se utilicen mucho más en las actividades ilegales que en las legales
ha penetrado desde hace mucho en la televisión, el cine y la cultura popular.
Los espectadores de “Breaking Bad”, la serie de TV sobre un profesor de química
de secundaria transformado en traficante de metanfetaminas, mostró una idea
bastante clara de cómo el dinero se gana, se gasta y se lava en las actividades
delictivas.
Los diseñadores de políticas han
sido mucho más lentos en reconocer esta realidad. Destacan la popularidad del
dólar en el exterior, especialmente en algunos países con gobiernos
problemáticos como Rusia, donde no es inusual pagar por un apartamento con un
maletín lleno de billetes de US$100. En un momento, la Fed y el Departamento
del Tesoro insistían en que la demanda externa explicaba hasta 70% de la
demanda de dólares estadounidenses, pero este argumento ha sido contrariado por
la evidencia que sugiere que al menos una gran proporción de dólares debe ser
mantenida en la economía informal de EE.UU. (como he mostrado en un trabajo de
investigación hace casi dos décadas). La propia Fed estima ahora que menos de
la mitad de todos los dólares en efectivo circula fuera de EE.UU.
Si el dinero en efectivo es tan
nocivo, ¿por qué quedarse con los billetes de US$10 y menos? Por un lado, el
efectivo sigue representando más de la mitad de las compras minoristas
inferiores a US$10. Este porcentaje cae abruptamente a medida que crecen los
montos de las transacciones y el uso de tarjetas de débito, de crédito,
transferencias electrónicas y cheques. Estos medios de pago exceden al efectivo
para los compromisos superiores a los US$100, que son además legales y pagan
impuestos.
Muchas personas de escasos
ingresos todavía dependen en gran medida del efectivo, aunque por supuesto no
son los que cargan fajos de US$100. No costaría mucho que el gobierno o las
instituciones financieras les proporcionaran tarjetas de débito. Esto también
haría más sencillo, más seguro y menos costoso para el gobierno hacer
transferencias a los más necesitados. Varios países escandinavos ya han dado
este paso.
Retener los billetes de baja
denominación alivia una serie de problemas que podrían surgir si el efectivo fuera
eliminado por completo. Por ejemplo, el efectivo sigue siendo útil cuando un
huracán u otro desastre natural deja fuera de servicio la red eléctrica. La
mayoría de los manuales de preparación de desastres piden a la gente que
conserve un poco de dinero a mano, advirtiendo que los cajeros automáticos
podrían estar paralizados.
Pero los tiempos están cambiando.
Hoy, las torres de celulares y las grandes tiendas minoristas normalmente
tienen generadores de respaldo, lo que les permite procesar tarjetas bancarias
durante un apagón. Y siempre hay cheques. A su debido tiempo, es probable que
la tecnología de teléfonos inteligentes supere al resto de los demás medios de
comunicación, y uno siempre pueda mantener un repuesto de recarga en caso de
emergencia.
Tal vez la objeción más difícil y
fundamental para deshacerse del dinero en efectivo tiene que ver con la
privacidad, nuestra capacidad para gastar de forma anónima. Pero, ¿dónde trazar
la línea entre el derecho individual y la necesidad del gobierno de gravar,
regular y hacer cumplir la ley? La mayoría de nosotros no quiere socavar al
derecho de una persona para hacer una compra ocasional de US$200 con total
privacidad. Sin embargo, ¿qué pasa con un auto de US$50.000 o un apartamento de
US$1.000.000? Deberíamos ser capaces de limitar los problemas que he descrito
aquí, garantizando al mismo tiempo que la gente común pueda seguir utilizando
billetes pequeños para mayor comodidad en sus transacciones cotidianas.
¿No encontrará el sector privado
nuevas maneras de hacer transferencias anónimas que eludan las restricciones
del gobierno? Ciertamente. Pero mientras el gobierno evite que estos vehículos
alternativos sean utilizados fácilmente por las tiendas al por menor o por los
bancos, no podrán desempeñar el papel que hoy tiene el efectivo. Obligar a
delincuentes y evasores de impuestos a recurrir a alternativas más arriesgadas
y costosas complicará sus vidas y mermará la rentabilidad de sus negocios.
Algunos podrían sostener que la
menor circulación de dólares estadounidenses sólo funcionará si existe una
coordinación entre todas las grandes economías, ya que los delincuentes y
evasores de impuestos estadounidenses podrían sencillamente convertir sus
dólares a euros. Esto es muy improbable. Pocos puntos de venta de Estados
Unidos aceptan euros, los bancos tienen que presentar informes sobre grandes
depósitos en efectivo, y hay un tope de US$10.000 para la cantidad de dinero
que se puede traer a o sacar de EE.UU. sin presentar un formulario de aduanas.
Es cierto que el gobierno
estadounidense ahorra costos de financiamiento al imprimir una gran cantidad de
dinero en lugar de, por ejemplo, emitir bonos del Tesoro que pagan intereses.
Pero esa inundación de fondos en efectivo facilita la vida de los oligarcas
rusos, los narcotraficantes mexicanos y los responsables del tráfico de
personas a nivel mundial. El mayor ingreso que el gobierno conseguiría al
eliminar el efectivo (y por lo tanto, reducir mucha evasión de impuestos)
probablemente excederá los ingresos que el Tesoro de EE.UU. obtiene actualmente
de engrasar las ruedas de la delincuencia mundial, sin tomar en cuenta los
enormes beneficios directos e indirectos de tasas de delincuencia más bajas. En
cualquier caso, si EE.UU. toma la delantera, otras economías avanzadas
acabarían haciendo lo mismo por vergüenza.
El ángulo fiscal y la
delincuencia son razones suficientes para destrozar las montañas de papel
moneda del mundo. Hay, sin embargo, un motivo muy diferente y quizás
sorprendente, que tiene que ver con la capacidad de los bancos centrales para
hacer frente a las crisis financieras y recesiones profundas. ¿Por qué? Porque
pese a toda la polémica en torno a la política fiscal, la política monetaria
sigue siendo la primera línea preferida de defensa contra las recesiones.
La reducción de las tasas de
interés proporciona un estímulo rápido y eficaz dando a los consumidores y a
las empresas un incentivo para endeudarse. También eleva el precio de las
acciones y de las viviendas, lo que hace que las personas se sientan más
prosperas y quieran gastar más. La política monetaria anticíclica tiene un
largo historial, mientras que las discusiones políticas siempre van a
interferir con un estímulo fiscal oportuno y eficaz.
Desde 2008, sin embargo, la
política monetaria ha comenzado a lucir cada vez menos ágil. La mayoría de los
bancos centrales se ha encontrado que una vez que recortaron las tasas de
interés a alrededor de cero, sus opciones eran bastante limitadas. Esto ha
hecho que muchos bancos centrales deseen tener la capacidad de reducir las
tasas de interés por debajo de cero.
¿Qué significa eso? Cuando un
préstamo tiene una tasa de interés negativa, los pagos del deudor en realidad
suman menos que la deuda original. Varios bancos centrales (como el Banco
Central Europeo y el Banco de Japón) han experimentado con este tipo de
medidas. Para los ahorradores, tiene el efecto contrario: El dinero que queda
en un depósito bancario o en un fondo del mercado monetario sigue disminuyendo
debido a las tasas de interés negativas.
En teoría, recortar las tasas de
interés por debajo de cero debería estimular el consumo y la inversión de la
misma forma en que lo hace la política monetaria normal, al fomentar el
endeudamiento. Por desgracia, la existencia de dinero en efectivo entorpece
este mecanismo. Si usted es un ahorrador, simplemente retirará sus fondos del
banco y los convertirá en efectivo en lugar de ver que se reduzcan con rapidez.
Enormes sumas pueden ser retiradas para evitar tales pérdidas, lo que podría
hacer que sea difícil para los bancos hacer préstamos, anulando por lo tanto el
propósito de la política.
Eliminar el efectivo o hacer que
el costo de acapararlo se vuelva suficientemente alto, sin embargo, allanaría
el camino para que los bancos recorten las tasas a territorio negativo tanto
como sea necesario en una recesión severa. Las personas podrían acaparar
billetes pequeños, pero los costos probablemente serían prohibitivos para
cualquier tasa de interés negativa realista. Si es necesario, los bancos
centrales también podrían fijar cuotas temporales para los grandes retiros y
depósitos de papel moneda.
A los economistas en general les
gusta la idea de agregar las tasas de interés negativas al arsenal de
herramientas de los bancos centrales. John Maynard Keynes la consideró en su
gran obra “La teoría general del empleo, el interés y el dinero” (1936). Pero
Keynes escribía en una era anterior a la banca electrónica, por lo que veía las
tasas negativas como una idea totalmente poco práctica.
No todos son partidarios de las
tasas negativas. La resistencia es particularmente fuerte en el sector
financiero, al que le preocupa la dificultad de traspasarlas a los pequeños
depositantes. Sin embargo, estas preocupaciones pueden ser aliviadas
significativamente. Los bancos podrían ser compensados por permitir depósitos
de tasa de interés cero de hasta, digamos, US$2.000 por persona.
A otros les preocupa que las
tasas negativas lleven a los bancos y a todo el sector financiero a asumir
riesgos imprudentes, lo cual ya es suficiente amenaza con tasas de interés en
cero. Pero si una fuerte dosis de tasas negativas puede sacar a una economía de
una recesión, debería poder hacer subir la inflación y las tasas de interés a
niveles positivos con relativa rapidez, reduciendo posiblemente la
vulnerabilidad a las burbujas en vez de aumentarla.
En resumen, hay numerosos temas a
tener en cuenta, pero si se hace de forma gradual y adecuadamente, el balance
de los argumentos se inclina claramente a favor de que pasemos a ser una
sociedad que dependa mucho menos del dinero en efectivo.
¿Será alguna vez realidad? Creo
que ha llegado el momento. Los ministerios de Hacienda están desesperados por
recaudar más ingresos fiscales sin subir los impuestos, las agencias de
seguridad interna están preocupadas por la forma en la que el dinero facilita
la financiación del terrorismo, los ministerios de Justicia están más
preocupados que nunca sobre el papel del efectivo en la delincuencia. Para las
autoridades de inmigración, mientras tanto, reducir el efectivo seguramente es
mucho mejor que la idea de erigir muros.
El efectivo es algo que conocemos
íntimamente: forma parte de la trama de nuestras vidas y de nuestras
experiencias como consumidores y empresarios. Pero los gobiernos han dejado que
los suministros de dinero en efectivo se descontrolen, en beneficio de los
delincuentes y los evasores de impuestos en todas partes. Es hora, por fin, de
deshacerse de todos los billetes de US$100.
— Kenneth Rogoff es el profesor
de Políticas Públicas Thomas D. Cabot de la Universidad de Harvard y ex
economista jefe del Fondo Monetario Internacional. Este ensayo es una
adaptación de su nuevo libro, ‘The Curse of Cash’, algo así como ‘La maldición
del efectivo’, que será publicado en EE.UU. en septiembre por Princeton
University Press.
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