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lunes, 25 de abril de 2016

el pecado original de Brasil

 El Estado, el pecado original de Brasil



The wall street journal- lunes, 25 de abril de 2016  
Cuando se inició la construcción de Brasilia en 1956, el proyecto de la nueva capital anunciaba en todos sus aspectos las ambiciones de Brasil de convertirse en una potencia mundial. Los palacios de líneas futuristas diseñados por el arquitecto Oscar Niemeyer encarnaban las esperanzas de una modernidad utópica. Levantada en apenas 41 meses, Brasilia tiene una planta en forma de avión, un aparente símbolo de la impaciencia del país por levantar vuelo.

Sin embargo, la brillante nueva capital era, en realidad, un monumento al pasado. A pesar de su atractivo modernista, Brasilia fue una expresión más del largo y problemático apego del país al concepto de un gigantesco estado paternalista, gestor de los asuntos de toda la sociedad, desde las empresas más grandes hasta los ciudadanos más pobres.

Fundada por monarcas portugueses que trasladaron su corte de Lisboa a Río de Janeiro en 1808, Brasil ha experimentado casi todo tipo de gobiernos, desde emperadores y dictadores a demócratas y ex marxistas. Independientemente de su ideología política, casi todos los líderes brasileños han compartido la idea de un Leviatán como motor del progreso.

“El problema es que, desde tiempo inmemorial, los líderes políticos de Brasil sólo han concebido una forma de hacer las cosas: el crecimiento del Estado”, dijo Fernando Henrique Cardoso, ex intelectual de izquierda que durante su presidencia de 1995 a 2002 trató de reducir el tamaño del gobierno. “Pero se necesita otra plataforma para el progreso, una que no excluya al Estado, pero que acepte a los mercados. Esto sencillamente no se entiende en Brasil”.

Hoy, el Leviatán está enfermo. Brasilia está envuelta en un escándalo de malversación de fondos en la compañía estatal Petróleo Brasileiro SA. Los investigadores acusan a políticos, ejecutivos del sector empresarial y otros empresarios de conspirar durante una década para desviar miles de millones de dólares de Petrobras a los fondos secretos de los principales partidos políticos y a cuentas en Suiza.

En el Congreso de Brasil, donde seis de cada 10 miembros enfrentan algún tipo de investigación penal, la cámara baja aprobó llevar a juicio político a la presidenta Dilma Rousseff, una economista de izquierda a quien muchos culpan de fomentar la corrupción y de arruinar la economía. Uno de los diputados que votaron a favor del juicio fue Tiririca, un payaso profesional que hizo campaña con el lema “peor de lo que está no queda”.

Pero si podría empeorar. Brasil sufre su peor recesión desde la década de los 30 y podría no haber tocado fondo. La deuda del país se triplicó a US$1 billón en nueve años, y algunos estados están quebrados. La insolvencia del gobierno es una posibilidad. Si Rousseff es destituida, el actual vicepresidente, Michel Temer, deberá depender del apoyo de legisladores implicados en el escándalo de Petrobras para tomar algunas decisiones impopulares, como recortes de gastos.

Aunque muchos observadores se han centrado en la corrupción, el problema de fondo de Brasil es el fracaso del Estado Leviatán, que ha intentado reiteradamente alcanzar las visiones utópicas que encarna Brasilia, pero ha producido ciclos recurrentes y dramáticos de auge y caída.

Una sensación de que la historia se repite se cierne sobre Brasilia en estos momentos. La crisis actual tiene lugar después de uno de los mayores auges de la economía. Hace apenas unos años, Brasil parecía encaminado a entrar al club de naciones desarrolladas. La economía se expandió 7,6% en 2010, coronando una década en la que millones de pobres ascendieron a la clase media. Brasil presionaba para tener un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. El país organizó la Copa del Mundo de 2014 y albergará los Juegos Olímpicos este año.

No es la primera vez que esto ocurre. La economía registró un crecimiento anual de 10% en los 70 y algunos hablaron del “milagro brasileño”, pero los años 80 fueron la “década perdida”. La inflación se disparó a cuatro dígitos y la gente se apuraba a gastar su salario el día que lo recibía, porque sabía que al día siguiente no tendría ningún valor.

“La pregunta es obligatoria: ¿es todo esto algo cíclico, es nuestra economía y nuestra política como un pollo tratando de levantar vuelo, elevándose unos pocos metros para volver a caer al piso?”, dice Marcos Troyjo, ex diplomático brasileño que ahora enseña en la Universidad de Columbia. “Parece que hemos vuelto a un punto del pasado en el que la inflación es una amenaza real, la deuda aumenta de manera exponencial, en que la presidenta debe actuar para que la situación no se siga deteriorando”.

Brasil inspira optimismo, y por buenas razones. Tiene rasgos en común con EE.UU. Es un país de tamaño continental con una tierra fértil, abundantes recursos naturales y un sentido profundamente arraigado del destino nacional. Sus 200 millones de habitantes son racialmente mezclados, con una gran población negra descendiente del pasado de esclavitud a la que se sumaron olas migratorias de Europa y Japón. Sin embargo, Brasil permaneció en el subdesarrollo, mientras EE.UU. es en una superpotencia.

“Brasil todavía tiene que encontrar la manera de combinar un enorme potencial económico con el liderazgo político necesario para sostener las reformas” que permitan desplegar ese potencial, dijo Mohamed El-Erian, asesor económico jefe de Allianz. “Como tal, la economía termina comportándose como un pura sangre que puede correr muy rápido en terreno plano, pero que se tropieza y cae cuando vienen los baches”.

Una explicación del ciclo de auge y caída del país es su dependencia de las materias primas. Su propio nombre deriva de una: el palo de Brasil, que en el siglo XVI se usaba para hacer tintura roja. La historia brasileña se puede contar a través de los ciclos de los commodities, empezando por el azúcar a mediados del siglo XIV y siguiendo con el café y el caucho en el siglo XIX. En la década de 2000, la demanda china de hierro, petróleo y soya hizo crecer al país.


Aunque las exportaciones de materias primas representan una pequeña parte de la economía en gran parte cerrada de Brasil, ningún otro país de América Latina tiene una correlación tan estrecha entre los precios de los commodities y el crecimiento, según un estudio de Morgan Stanley.

Los líderes brasileños pasaron buena parte del siglo XX tratando de diversificar la economía más allá de los recursos naturales, pero su enfoque casi siempre se basó en bancos estatales y empresas estatales que fracasaron una y otra vez. Juscelino Kubitschek, el presidente que construyó Brasilia, prometió “50 años de progreso en cinco”. Formó una empresa estatal para construir la capital, llamada Novacap, y puso al frente del proyecto a un partido político rival para garantizar la estabilidad. El costo de la ciudad sigue siendo un tema de debate en Brasil, pero el banco central debió imprimir tanto papel moneda para pagarlo que la inflación se disparó.

Como militante de izquierda en los años 60, Rousseff fue torturada por la dictadura militar, que a su vez trató de impulsar el crecimiento mediante la creación de fábricas estatales y proyectos faraónicos como represas hidroeléctricas. Como ministra de Energía y más tarde presidenta, Rousseff ayudó a implementar el mismo tipo de estrategias industriales.

¿Por qué sobrevive el Leviatán brasileño? Una de las razones es el fuerte nacionalismo. Otra es que el Estado ha dado lo justo y suficiente para conquistar la lealtad de segmentos clave de la población.

Brasil se ha modernizado significativamente desde la Segunda Guerra Mundial, cuando la mitad de la población era analfabeta y gran parte pasaba hambre. El gobierno también creó sistemas educativos y de salud pública que, a pesar de su mala calidad, llegan incluso a los enclaves remotos en la selva amazónica.

La investigación de Embrapa, el instituto agrícola respaldado por el gobierno, ayudó a expandir el cultivo de la soya y la cría de ganado en los suelos duros del oeste de la nación, ayudando a Brasil a convertirse en una potencia agrícola. La iniciativa estatal también convirtió al país en un líder en la producción de etanol, mientras que, antes de ser abrumada por el escándalo de corrupción, Petrobras era conocida como una pionera en la perforación petrolera en aguas profundas.

En 2002, cuando Luiz Inácio Lula da Silva fue elegido presidente, puso en marcha el Leviatán para sacar a la gente de la pobreza. La expansión masiva del programa de asistencia social denominado Bolsa Familia distribuyó alimentos a miles de hogares mientras incentivaba a los padres a enviar a sus hijos a la escuela. En el empobrecido noreste, el peso de los recién nacidos aumentó. Otros programas ampliaron la red eléctrica y proporcionaron agua potable en muchas áreas que no la tenían. Los créditos hipotecarios subvencionados por el Estado convirtieron a grandes sectores de la clase obrera en propietarios.

“Hay grandes partes de nuestro país que son pobres y carecen de seguridad o educación. El Estado tiene que llegar a estas personas. La historia de Brasil ha demostrado que el libre mercado simplemente no lo hará”, manifestó Luiz Torelly, un funcionario del Instituto de Patrimonio Nacional y Artístico en Brasilia, un organismo estatal.

Al mismo tiempo, hay pocas voces en la vida pública brasileña que desafíen las ideas de personas como Torelly. Ningún partido político importante aboga por un gobierno limitado. Los políticos que lo hacen corren el riesgo de ser tachados por los nacionalistas como vendidos al capitalismo yanqui.

A diferencia de otros países del Nuevo Mundo, Brasil nunca tuvo una revolución que lo enfrentara contra un Estado intruso. Cuando la monarquía portuguesa se trasladó a Brasil, trajo un barco lleno de archivos y documentos reales. El Estado brasileño comenzó como una corte real, y los sucesivos gobiernos añadieron nuevas capas de regulaciones. El gobierno militar trató en 1979 de reducir la burocracia creando un Ministerio de Desburocratización.


Casi cuarenta años después, esa burocracia absorbe el 41% del Producto Interno Bruto, casi el doble que en EE.UU. La calidad de los servicios brindados a cambio de los impuestos es cuestionable: carreteras, puertos y puentes en mal estado y una educación y servicios de salud de segunda clase. Una frase común entre los viajeros es que Brasil cobra tantos impuestos como Escandinavia, pero tiene una infraestructura de nivel africano. Enormes y violentas protestas estallaron en todo el país en 2013: los manifestantes estaban indignados de que el gobierno gastara miles de millones en estadios para el Mundial de fútbol, mientras que los pacientes morían en los pasillos de las salas de espera de los hospitales.

El sector público emplea a millones de personas, la mayoría de las cuales son casi imposibles de despedir debido a protecciones incorporadas en la constitución. La enorme extensión de la burocracia y el papeleo ahoga la creación de empleo. Brasil ocupa el puesto 174 en la clasificación del Banco Mundial de la facilidad para crear una empresa en un país, detrás de Uganda y Yibuti.

Durante la “década perdida” de hiperinflación de los 80, el Estado se descarriló. Los bancos estatales que habían hecho préstamos incobrables a empresas públicas acumularon enormes pérdidas, obligando al banco central a imprimir dinero para apoyarlos, lo cual produjo la hiperinflación. La moneda cambió de valor e incluso de nombre tan seguido que los viejos billetes empezaron a circular con sellos con las nuevas denominaciones.

Tal vez el legado más insidioso del Estado Leviatán es la corrupción endémica. Los burócratas con amplios poderes son tentados con sobornos para que autoricen permisos, licencias y contratos, y los empresarios son tentados a pagar.

El Leviatán creció hasta el extremo que dio lugar a una teoría popular en los años 60 de que la corrupción podía ser positiva porque aceitaba los engranajes de una burocracia que de otra forma se habría paralizado. La idea fue presentada en un trabajo publicado en 1964 por el economista estadounidense Nathaniel Leff, que trabajó extensamente en Brasil.

Ese punto de vista fue cuestionado en los 90 por economistas como Paulo Mauro, para quien la corrupción inhibe el desarrollo: los gobernantes deciden las inversiones no en función del mejor interés del país, sino del tamaño de los sobornos que reciben.

El problema se agrava durante los ciclos de auge de las materias primas, porque la inundación de dinero facilita la corrupción. Esta “se convierte en un sistema, y mientras mayor sea el sistema, más difícil es romperlo”, dice Mauro.

La principal prueba es el escándalo de Petrobras. Después de que Brasil descubriera enormes yacimientos de petróleo frente a las costas de Río de Janeiro, los planificadores trataron de hacer que Petrobras fuera un motor de desarrollo. Por ejemplo: con el objetivo de crear una industria de astilleros, se exigió que la empresa contratara las plataformas de perforación en el mercado interno. Los investigadores ahora dicen que ejecutivos de la petrolera, hombres de negocios y políticos conspiraron para inflar los contratos de Petrobras y canalizar dinero al Partido de los Trabajadores de Rousseff y sus aliados, incluido el partido de Temer, el vicepresidente que asumirá la presidencia si Rousseff es sometida a juicio político. Tanto Rousseff como Temer —que no han sido acusados en este caso— niegan haber cometido irregularidad alguna.

El escándalo de Petrobras también sirve como un caso de estudio de las oportunidades desperdiciadas por el Estado Leviatán. Las enormes inversiones en refinerías y otros proyectos que están en el centro del escándalo fueron en vano, en gran medida como Mauro había predicho. En 2006, Petrobras compró una vieja refinería en Texas por US$1.200 millones, 30 veces más del valor por el que ésta se había vendido un año antes. Otra refinería de Petrobras, Abreu e Lima, ha costado US$18.500 millones, ocho veces más de lo presupuestado, y todavía no se termina. Ambas están bajo investigación y los analistas estiman que es probable que nunca sean rentables.

El escándalo de Petrobras supuestamente muestra también cómo los políticos utilizan la corrupción para aferrarse al poder. Brasil tiene 35 partidos políticos inscritos, de los cuales 27 están representados en la Cámara de Diputados. La variedad es tan amplia que raya en lo cómico. Aparte del Partido de los Trabajadores, se encuentra el Partido Democrático Laborista, el Partido Laborista Brasileño, el Partido Laborista Cristiano, el Partido Laborista de Brasil, el Partido del Trabajo de Brasil y el Partido Renovador Laborista Brasileño.

Muchas de estas colectividades no tienen ideología alguna: existen para captar fondos federales destinados por mandato constitucional a los partidos políticos. Según los politólogos, la lealtad de estos partidos está en venta, sobre todo durante la negociación en el Congreso de los votos necesarios para confirmar puestos en el gabinete y otros nombramientos políticos. Unos 20.000 puestos de alto nivel en la burocracia de Brasil —incluyendo los de Petrobras— son designaciones políticas.

El Partido de los Trabajadores llegó al poder prometiendo erradicar la corrupción, pero terminó siendo arrastrado hacia ella, dicen algunos antiguos miembros de la agrupación. En 2005, el partido y su fundador, Lula da Silva, fueron sacudidos por el “Mensalão”, un escándalo de compra de votos. El jefe de gabinete del presidente tuvo que renunciar y más tarde fue encarcelado. Pero la economía estaba en auge, y Lula da Silva fue reelegido.

Las 84 detenciones en el escándalo de Petrobras —entre ellos las de un senador y ejecutivos de alto nivel de grandes empresas constructoras— muestran que el gigantesco Estado brasileño ha podido al menos formar un poder judicial con la fuerza e independencia necesarias para ir tras las élites. Parte del mérito es de la constitución de 1988, que garantiza el empleo de por vida a jueces y fiscales y protege sus presupuestos de las injerencias políticas.


En los últimos años, los fiscales también pudieron ofrecer sentencias reducidas a los testigos que cooperen con la investigación. Y los sospechosos ya no podrán evitar la cárcel apelando incesantemente los veredictos de culpabilidad en los lentos tribunales del país, como solían hacer.

“La cultura del conformismo se está hundiendo rápido. Las empresas están convencidas de que tienen que cambiar”, dijo Rubens Ricupero, ex ministro de Hacienda de Brasil.

Lo que no está claro aún es si las investigaciones de Petrobras representan un hito para Brasil o no son más que una cruzada aislada emprendida por unos pocos fiscales dispuestos a ejercer su poder. La independencia del poder judicial no fue tanto resultado de alguna idea superior de la separación de poderes, “sino un subproducto feliz de la presión de los jueces y los fiscales por la seguridad de su empleo”, dice Ivar Hartmann, profesor de la escuela de derecho de la Fundación Getulio Vargas.

Reducir el Estado no es una tarea fácil. Al menos 85% del presupuesto federal de Brasil está asignado a gastos garantizados por ley, desde los aumentos en las jubilaciones al gasto en vivienda. Los cambios requerirán enmiendas constitucionales.


“El problema es que la única manera de arreglar la política es a través de los políticos”, dice Ricupero. “¿Realmente van a votar en contra de sus propios intereses?”.

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