El Estado policíaco y la guerra contra el
efectivo
Forbes - lunes, 26 de enero de 2015
No basta con castigar por medio de la inflación
a los ahorradores que guardan su dinero “debajo del colchón”, sino que, además,
hay que obligarlos a que presten sus recursos al banco.
En el mundo se libra una verdadera guerra entre
la libertad y el sometimiento. Los defensores de la primera, por desgracia,
están en franca desventaja por una razón: enfrente no solo tienen a los poderes
que, tras bambalinas, pretenden dirigir los destinos de la humanidad hacia
donde les conviene, sino a sus agentes defensores: el Estado intervencionista.
En esta gran guerra se libran batallas en múltiples frentes que, justo por
estar ante nuestros ojos, para muchos pasan desapercibidas.
En el plano monetario, por ejemplo, el siglo
pasado fue un “round” ganado por los enemigos de la libertad y el dinero real
–el oro y la plata, a los que poco a poco lograron sacar de la escena para
empoderar a una terrible bestia: el fraudulento dinero fíat, de papel, basado
en la deuda. El rey de este esquema terminaría siendo nada menos que la divisa
de la máxima potencia de esa centuria: el dólar estadounidense. Por eso, para
quienes conocen tanto el trasfondo como los motivos de los titiriteros que
manejan –intelectual y materialmente– a los intervencionistas, no es ninguna
sorpresa que el resultado de sus malas acciones sea siempre el de crisis
globales recurrentes. Es la estrategia. Y es que al empeorar cada vez más, se
convierten en el pretexto perfecto, en una especie de ataque macroeconómico de
“falsa bandera”, para justificar las restricciones que pretenden imponer a las
libertades económicas de las personas. Sobra decir que todas las demás, en
automático, también son violentadas. La cantaleta siempre es la misma: esto es
culpa del mercado, urge la visible mano estatal. Por eso Ludwig von Mises
advirtió en muchas ocasiones que nos dirigíamos hacia un peligroso dominio
estatal sobre los habitantes de la Tierra.
Como si fuera poco el daño que le causa a la
humanidad ese sistema de dinero fíat, el Estado intervencionista –como arma del
gran poder detrás de la cortina, no se conforma, pues aspira a controlarlo
todo. En vez individuos libres, pensantes, demanda buenos soldados que hagan lo
que se les ordena y nada más. Es debido a ello que, como el “Gran Hermano” que
es, quiere saber e identificar los
movimientos de sus ciudadanos, por supuesto, muy en especial lo que tenga que
ver con su dinero. Cuánto ganan, cuánto tienen que pagar de tributo a su
derrochador “rey” y en qué lo gastan, se vuelve información que el Estado y sus
secuaces desean con avidez.
No es casualidad entonces que busque siempre
formas de lograrlo. La complicidad entre intervencionistas y banqueros, por
tanto, es fundamental. Los últimos, para allegarse en todo momento de recursos
frescos y evitar la bancarrota –inevitable desenlace por cierto dentro de todo
sistema de reserva fraccionaria como el actual, necesitan que por ellos, y solo
a través de ellos fluya la absoluta la mayoría de crédito y en general,
cualquier operación financiera. En otras palabras, no basta con castigar por
medio de la inflación a los ahorradores que guardan su dinero “debajo del
colchón”, sino que, además, hay que obligarlos a que presten sus recursos al
banco. Es un error grave considerar que el efectivo se “deposita” en dichas
instituciones, pues bajo el esquema universal al que hemos aludido, en realidad
lo que se hace es otorgar crédito a los banqueros, que nunca tienen suficiente
para liquidar la totalidad de sus pasivos.
Claro está que para aquella coacción, los
banqueros necesitan que sus cómplices en el Estado, vayan limitando cada día el
uso de instrumentos que doten de privacidad a los entes económicos, como el
efectivo. Es por esto que el uso de billetes está bajo ataque en todo el orbe,
y ha dado como resultado que en las economías más importantes, existan prohibiciones a su uso a partir de
determinadas cantidades.
El órgano internacional encargado de operar
estas acciones es el “Grupo de Acción Financiera contra el lavado de dinero”
(GAFI o FATF por sus siglas en inglés), cuyos objetivos según su portal de
internet son: “establecer estándares y promover la implementación efectiva de
medidas legales, regulatorias y operacionales para combatir el blanqueo de
capitales, el financiamiento del terrorismo y otras amenazas relacionadas con
la integridad del sistema financiero internacional” (énfasis agregado). La
actividad del GAFI inicia con sus propios miembros, incluido México, pero
monitorea también al resto de países para promover la adopción de sus
recomendaciones.
Es decir, llegamos al punto en el cual cargar
con “mucho” efectivo –a criterio de burócratas y/o legisladores que los
establecen, se ha vuelto motivo suficiente para presumir la comisión de un
delito al querer comprar, por ejemplo, joyas, autos o bienes raíces pagando con
efectivo. Así que quienes antes buscaban evitar los peligros de una quiebra
bancaria acumulando billetes o por mero deseo –gracias a que no desaparecen
como sí puede ocurrir con sus “depósitos”, pasan de la categoría de
disciplinados y conservadores ahorradores al de presunto delincuente. Bajo el
pretexto del combate al crimen pagan justos por pecadores, y quienes se dedican
a actividades ilícitas continúan trabajando de cualquier forma. Claro, lo
anterior sin mencionar que el mismo papel moneda no da más garantía que la que
reside en la confianza del público, respecto al banco central que los emite.
Ante la crisis de divisas que vendrá, confianza en ellos es lo que menos habrá.
De manera que la sola posesión de “altas
cantidades” de efectivo es sospechosa. Se presume pues nuestra culpabilidad en
la comisión de un delito financiero, no la inocencia como debería ser. Un
Estado policíaco. Esta situación es nuestra “nueva norma”, un abierto atentado
contra la libertad y dignidad de las personas. Un paso adelante en su proceso
de sometimiento que no debe pasar desapercibido, pues como parte de un todo, lo
que no contribuye a la garantía de propiedad privada y al libre desarrollo de las
capacidades empresariales, implica un retroceso en cuyo extremo, pone en riesgo
la existencia misma de nuestra civilización.
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