La mente, los juegos y los números
El Cronista Comercial - enero de 2015
Es 2 de julio de 2010 en Johannesburgo,
Sudáfrica. La selección uruguaya viene de derrotar a Corea del Sur y se
enfrenta a los africanos de Ghana, que acaban de vencer a los Estados Unidos en
tiempo extra. No cabe un alma en el estadio. Los jugadores batallan durante
noventa minutos y lo siguen haciendo durante los treinta del alargue, pero la
pasión africana no puede evitar el empate en un tanto que condena la definición
al azar de los penales. Ahora bien, reflexionemos un momento. ¿Es efectivamente
una cuestión de azar la definición por penales? Si Von Neumann viviera,
contestaría que sí. Se trata de un juego estratégico entre el jugador que patea
y el arquero. El ejecutante debe decidir si pateará a la izquierda, a la
derecha o al medio. Puesto que la corta distancia que hay entre el arco y el
punto de penal hace imposible que el arquero pueda mirar hacia dónde se dirige
el disparo antes de tirarse, el portero debe adivinar, enfrentando por tanto un
dilema similar al del otro jugador: o se queda inmóvil en el centro del arco, o
vuela hacia la derecha o se lanza hacia la izquierda.
Obviamente, en un juego de estas
características lo mejor que puede hacer el jugador que patea es elegir
aleatoriamente el lugar adonde piensa colocar la pelota, pues si tuviera una
marcada predilección por alguna ubicación (supongamos que siempre pateara a la
derecha) esta sería rápidamente detectada por los arqueros, quienes en el
momento de decidir podrían anticipar la jugada, reduciendo de manera drástica
las chances de que el penal resulte en gol. La misma situación enfrenta el
arquero, pues si no alternara sus elecciones con suficiente frecuencia
(tirándose más veces hacia la izquierda, por ejemplo), los jugadores notarían
rápido la tendencia y aprovecharían esa información, maximizando así las
chances de convertir el gol.
Si en cambio, ambos jugadores eligieran
aleatoriamente la ubicación hacia la cual patear o lanzarse para atajar, según
el caso, dejando de lado los remates dirigidos por encima del travesaño o al
costado de los palos, una de cada tres veces el arquero debería acertar el palo
del ejecutante, dependiendo así la conversión del gol de la prestancia o fuerza
de la ejecución y de la habilidad del guardameta.
En un famoso trabajo, Steven Levitt y colegas
analizaron 459 penales ejecutados entre el año 1997 y el año 2000 en las ligas
italianas y francesas. De manera interesante, observaron que un 75 por ciento
de los penales fueron convertidos. Sin embargo, la ubicación elegida por los
encargados de patear no fue aleatoria: sistemáticamente (un 44% de las veces)
eligieron el palo contrario a la pierna con la cual patearon, mientras que un
38 por ciento de las veces eligieron el otro palo. Solo un 17% de los penales
se dirigieron al centro del arco.
Volvamos a Sudáfrica. Estamos en la definición
por penales y empieza pateando Uruguay. Los dos equipos convierten los dos
primeros tiros. Luego Scotti marca el tercer tanto para Uruguay pero Mensah
falla su tiro. Maxi Pereyra erra también para la celeste, y la misma suerte
corre el africano Adiyiah con el cuarto disparo para Ghana. La definición está
3 a 2. Sebastián Abreu, apodado "el loco", sale caminando desde la
mitad de la cancha con paso tranquilo en medio del ensordecedor ruido de las
vuvuzelas. Richard Kingson, el arquero, sabe que debe atajar sí o sí, porque si
"el loco" convierte, Uruguay habrá pasado a las semifinales de la
copa mundial y será el final para los ghaneses, quienes deberán regresar a su
tierra.
Lo que sigue rebasa la historia de las
definiciones importantes en un mundial y empequeñece la potencial fantasía del
más soñador de los realizadores cinematográficos de Hollywood: "el
loco" Abreu, con toda la responsabilidad del pasaje a semifinales sobre
sus hombros, con una nación completa conteniendo la respiración y todos sus
compañeros al borde de un infarto, toma una decisión en el centro de la cancha
que sellará su apodo a sangre y fuego: "pica" el penal y patea
despacito al centro del arco, casi como si estuviera jugando a errarlo. Nadie
podría haber imaginado tanta locura, tampoco el simpático arquero ghanés que se
arroja hacia su derecha y nada puede hacer para detener el agónico ingreso de
la pelota en la meta.
Supongamos ahora por un segundo que usted
piensa que las definiciones por penales no son una cuestión de suerte, o que,
como sostenía Louis Pasteur, el azar solo favorece a las mentes preparadas.
Puede ser que usted se llame Jens Lehmann, es decir, que usted sea el arquero
de la selección alemana de fútbol, haya estudiado las tendencias de los
pateadores argentinos, las haya escrito en un papel, las tenga guardadas bajo
una media, las consulte antes de cada ejecución y termine atajando dos penales
para asegurarse el pasaje a semifinales en el mundial de 2006.
O puede que usted sea "el loco"
Abreu, haya leído el paper de Levitt y haya descubierto que solo en el 2 por
ciento de los penales el arquero elige quedarse en el centro del arco sin moverse
ni jugársela hacia ninguno de los palos. Incluso, puede que todos piensen que
usted está loco y seguramente no le creerán si les dice que esa decisión no fue
una locura, sino el resultado obvio de un análisis basado en la teoría de los
juegos: un equilibrio de Nash.
La paradoja: Uruguay clasificó porque Abreu fue
el único cuerdo en un mundo de locos, repleto de sujetos que sistemáticamente
se apartan de las predicciones de la clásica teoría de los juegos. El motivo
por el cual la mayor parte de las personas se comportan de ese modo es que han
desarrollado reglas heurísticas para lidiar con los complejos cálculos que de
otro modo deberían hacer.
En lo que respecta a los penales, es posible
mencionar otro estudio que arroja resultados similares, pero utiliza otra base
de datos. En ese trabajo Michael Bar-Eli de la Universidad de Néguev, Israel,
muestra que los arqueros son presa del sesgo de acción y que por eso siempre
tienden a tirarse hacia alguno de los palos (...). Este sesgo se produce porque,
ante malos resultados, las personas se sienten peor si consideran que no han
hecho el máximo esfuerzo posible para evitarlos. En cambio, no se sienten tan
mal si creen que esos resultados se han producido aun a pesar de haber
intentado evitarlos.
Para la mente de un arquero resulta
imperdonable que la pelota ingrese por uno de los palos habiéndose quedado él
parado en mitad del arco, porque el razonamiento del portero es que podría
haber evitado ese desenlace lanzándose hacia uno de los lados. En cambio, si se
tira hacia uno de los lados y la pelota se dirige al centro del arco, al menos
le quedará el consuelo de pensar que él realizó el máximo esfuerzo posible, y
creerá que solo fue cuestión de mala suerte el no haber acertado.
En economía y en la vida en general, muchas
veces la mejor opción estratégica es, paradójicamente, no hacer nada, pero
quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones sienten sobre sus
espaldas el peso de tener que demostrarles al resto de las personas que para
algo se los ha elegido, y por lo tanto son más propensos a la acción, que lo
que los principios de racionalidad sugerirían.
Otro juego estructuralmente muy parecido al de
los penales es el famoso "piedra, papel o tijera", que todos hemos
jugado desde pequeños para zanjar disputas triviales y otras no tanto.
Nuevamente, aquí lo mejor que puede hacer cada uno de los participantes es
elegir de manera aleatoria su movimiento, pues cualquier secuencia que tenga
alguna lógica será fácilmente detectable por los adversarios, quienes podrán
adaptar sus respuestas para explotar la respuesta previsible de su oponente y
derrotarlo.
Sin embargo, como ya se imaginará el perspicaz
lector, las personas no juegan a "piedra, papel o tijera" de manera
aleatoria. A tal punto esto es así que incluso existe un campeonato mundial de
este pasatiempo, y hay personas que se dedican profesionalmente a jugar, como
el canadiense Mark Julien. Incluso, algunos jugadores debaten cuáles son las
mejores estrategias en You Tube.
Si bien no he podido acceder a datos
estadísticos fuertes, en los foros se comenta que las mujeres tienen una mayor
tendencia a optar por tijera en la primera ronda, mientras que los hombres
suelen comenzar eligiendo piedra. Es posible pensar que esto tiene que ver con
la mayor familiaridad que cada uno de los sexos tiene con esos objetos. Otra
estrategia habitual consiste en elegir piedra contra quienes van perdiendo en
las rondas finales del juego, pues se dice que quien va atrás en el tanteador
busca elementos agresivos (una roca o una tijera) y no pasivos (como un papel)
para descontar la ventaja de su rival.
Lo que sí ha sido suficientemente probado en
varias investigaciones (por ejemplo, los trabajos de Rapoport y Budescu, y el
estudio de Falk y Konold) es que somos particularmente malos para producir o
generar secuencias aleatorias.
Por ejemplo, mientras que una ruleta de un
casino puede arrojar diez veces seguidas números de la segunda docena y no es
raro que las docenas salgan en secuencias repetidas, la mayoría de los seres
humanos cree que para que un fenómeno sea aleatorio las alternativas deben
estar intercaladas prácticamente sin repeticiones. Así, es muy poco probable
que quien comenzó el juego con tijeras, por ejemplo, vuelva a elegirlas en la
segunda ronda, por lo que cualquier jugador más o menos experimentado podría
explotar esa tendencia y ganar simplemente eligiendo papel en la siguiente
ronda.
Los sesgos en el comportamiento estratégico no
se reducen al campo de los juegos que técnicamente se denominan "no
cooperativos con equilibrios de estrategias mixtas", como los penales o el
"piedra, papel o tijera", sino que emergen una y otra vez en todos
los juegos. El artículo seminal al respecto es el que escribió Colin Camerer
para el Journal of Economics Perspectives. Allí se exploran varios efectos del
framing (encuadre) que tienen que ver con el modo en que el juego se presenta a
los participantes, y con las palabras que se eligen para explicitar las
posibles estrategias y las pérdidas o ganancias asociadas a cada elección.
Por ejemplo, en el juego del ultimátum se llega
a resultados muy diferentes si al jugador que reparte inicialmente el dinero se
le plantea que debe elegir cuánto le ofrecerá al otro participante (el que
tiene el poder de veto) o si se le dice que debe decidir cuánto le quitará al
otro. En este último caso los repartos suelen ser mucho más equitativos, porque
parece ser que el framing del primer escenario lo ubica a quien reparte en una
posición de generosidad (elige cuánto da) mientras que el del segundo escenario
lo coloca en una situación de "robo" (cuánto le quita).
De manera interesante, cuando las personas
interaccionan estratégicamente en la vida real también tienden a responder en
forma diferente según el marco de la situación, aun cuando las consecuencias de
sus acciones bajo uno u otro encuadre sean equivalentes. En un famoso
experimento, Dan Ariely, experto en Economía del Comportamiento, dejaba un pack
de seis latas de Coca Cola en las heladeras comunitarias de distintos campus
universitarios durante una semana, y en otras oportunidades dejaba un plato con
seis monedas de u$s 1 (el costo aproximado de cada lata) sobre el refrigerador.
Sistemáticamente desaparecían las latas de gaseosa, pero nada les sucedía a las
monedas, que nadie se atrevía a tocar. Parece que en nuestra mente robar está
asociado con tomar dinero que no nos pertenece, pero nos permitimos más
licencias cuando se trata de tomar objetos materiales no monetarios.
Así, los experimentos de Ariely nos enseñan que
cuando tenemos que interactuar con otras personas en la vida real no computamos
las consecuencias esperadas de nuestros actos de manera neutral, sino que
hacemos una traducción mediada por una escala de significados de nuestras
acciones. De este modo, tomar una gaseosa de la heladera o útiles de la oficina
no se considera un robo, y quedarse en el medio del arco cuando hay que atajar
un penal o mantenerse callado en una discusión son elecciones que en las
representaciones mentales de los sujetos no presentan el mismo estatus que
lanzarse hacia uno de los palos o esgrimir un argumento. También en la
interacción estratégica con otros aparece el sesgo de confianza ya mencionado.
Un juego que ejemplifica bien este sesgo es el denominado chicken game, en el
cual los participantes buscan determinar quién tiene más agallas.
En la famosa película de James Dean, ''Rebelde
sin causa'', Jim (el personaje de Dean) y Buzz (su rival en la escuela
secundaria) se retan a duelo para dirimir quién es cobarde. El reto consiste en
encarar un precipicio con un auto y ver quién logra resistir más tiempo dentro
del vehículo antes de saltar para no caer al abismo. En una versión diferente
del mismo desafío, que puede verse en muchas películas, dos jóvenes colocan sus
autos enfrentados en una carretera y aceleran al máximo, uno frente al otro.
Pierde aquel que demuestra tener menos agallas al torcer el rumbo del rodado
para evitar la colisión.
El juego puede parecer artificial, pero la vida
real está repleta de situaciones en que se producen disputas que ponen en
riesgo a ambos contendientes, las cuales se dirimen mediante el abandono de uno
de ellos. Esto ocurre cuando un gremio poderoso persiste en sostener una huelga
y la patronal se niega a hacer concesiones, o cuando dos empresas oligopólicas
compiten ferozmente por un mercado a tal punto que, a riesgo de quebrar,
deciden vender a valores menores al costo. Los ejemplos anteriores remiten a
casos con relevancia nacional, pero también es posible mencionar otros más cotidianos
y triviales: la misma situación se repite cuando dos autos se encuentran en una
entrada de calle y ambos conductores intentan pasar primero.
En el programa de televisión emitido por la
Televisión Independiente de Inglaterra, los productores han recreado un juego
que tiene las mismas características, pero en este caso se juega por dinero de
verdad. En Divided, los participantes trabajan mancomunadamente contestando
preguntas y sorteando diversas instancias para engrosar un pozo común y llegar
a la final, en que deben repartírselo. El problema es que el pozo no se reparte
en partes iguales, sino que la producción separa las porciones y los
participantes deben pujar para determinar quién se quedará con cada una de
ellas. En uno de los programas del ciclo, los participantes debían dividirse
aproximadamente £ 115.000 (unos u$s 200.000). La producción propuso la
siguiente repartija: £ 69.400 para el participante que se llevara la mayor
parte, £ 11.655 para el participante que se llevara la menor parte, y £ 34.700
para el que obtuviera el premio intermedio.
Obviamente, todos querían llevarse a casa las £
69.400 y ninguno quería aceptar el monto menor. Para hacer las cosas más
interesantes aún, la producción les da cien segundos a los participantes para que
negocien entre ellos y acuerden quién se quedará con cada una de las porciones.
El truco es que, mientras los jugadores deciden, el pozo común se va achicando
como un reloj de arena a medida que pasan los segundos, de suerte que si
transcurren más de cincuenta segundos sin que los participantes hayan arribado
a un acuerdo, como efectivamente sucedió en el programa citado, la mitad del
dinero a repartir se evapora. La realidad es que en la mayoría de los episodios
del programa más de la mitad del dinero se termina perdiendo antes de que los
participantes hayan logrado arribar a un acuerdo (...)
En casi todos los casos ocurre lo siguiente:
cuando finalmente se arriba a un acuerdo ya se ha perdido tanto dinero durante
la discusión que quien recibe la porción más grande termina quedándose con
menos plata de la que habría obtenido en caso de haber aceptado el segundo
premio en el primer instante de la negociación (...)
Ahora bien, desde el punto de vista teórico el
mejor modo de ganar en el ''chicken game'' es convencer al otro de que uno no
dará el brazo a torcer de ninguna manera. En el caso de los autos que se
enfrentan, uno puede lograrlo simplemente atándose las manos, o arrancando el
volante de su lugar. En el juego televisivo Divided, la mejor estrategia es
anunciar rápidamente que uno solamente aceptará el premio mayor y luego taparse
los ojos y los oídos, a fin de pasar la presión al resto de los contendientes,
quienes comprenderán que no tiene sentido dilatar el debate mientras el botín
se achica cuando no existe ninguna posibilidad de hacer cambiar de opinión a un
participante que ha decidido no ver ni escuchar, aislándose así de la discusión
(...)
El problema del juego se produce cuando por
efecto de los mencionados sesgos cognitivos cada una de las partes tiene más
confianza en su propia capacidad para persistir en la posición inicial que la
que ha sido capaz de transmitirle a su contrincante en la negociación, y
también cuando las partes subestiman la capacidad de perseverar del otro. En estos
casos se incrementa la posibilidad de que los autos choquen, o de que un
conflicto se prolongue indefinidamente (...)
Obviamente, el choque entre los dos autos (o el
dinero que se evapora en el concurso) no representa el equilibrio de Nash
predijo teóricamente, por lo cual si el conductor de uno de los dos vehículos
se dirige indefectiblemente al choque, el otro siempre tendrá una estrategia
mejor que consistirá en desviar el curso y evitar la colisión para salvarse.
En la realidad, estos errores de cálculo por
exceso de confianza (o por fallas de comunicación) harán que el juego no
alcance en la práctica el equilibrio de Nash que postula la teoría, sino que
derive en una situación de no cooperación. El desafío de un buen negociador
consiste en averiguar cuánto es lo máximo que estaría dispuesta a ceder su
contraparte, hacerle esa oferta y generar una tecnología de compromiso tal que
no exista margen para torcer el rumbo que uno mismo ha establecido una vez que
la propuesta está sobre la mesa.
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