En busca de la eternidad digital
FORBES, 10 de Septiembre del 2015
Hoy, la tecnología nos da la
oportunidad de dejar nuestra huella y formar parte de la sociedad de los bits y
los bytes, regresándonos del olvido con un simple tecleo para no andar vagando
por la red como verdaderos fantasmas digitales.
Es muy difícil que los
temerarios, los que aceptan su destino con devota resignación y aquellos que
más confían en su suerte lleguen a tener pensamientos fatalistas cuando abordan
un avión, aunque seguramente la gran mayoría hemos sentido cierto temor al
momento de encontrarnos en medio del océano y a varias horas de nuestro
destino, y más todavía si algún accidente aéreo se registró en días próximos
con respecto a nuestro viaje.
Durante mi último vuelo llegué a
sentir ese escalofrío, pero en verdad no supe distinguir la causa principal de
ello; pudo deberse a que por esos días, el 24 de marzo, para ser exactos, el
copiloto alemán Andreas Lubitz estrelló contra los Alpes franceses un jet A320
de Lufthansa proveniente de Barcelona y operado bajo la marca Germanwings,
tragedia que causó la muerte de 150 personas, lo que al final se tipificó como
“homicidio premeditado”, y no como un acto suicida, según se especuló al
inicio.
Las estadísticas no engañan y,
conforme a los más recientes estudios del sitio Airline Ratings, es muy remota
la probabilidad de que sucedan eventos como el anterior o que se registren
catástrofes aéreas, pues –en promedio– suceder sólo un accidente por cada 1.3
millones de vuelos. Mi sentir, sin embargo, no nada más provenía del riesgo de
ser protagonista de un evento trágico; pudo ser también producto de dos
inquietantes preguntas que de forma repetida se hacen quienes viajan a menudo:
“¿Qué pasaría si…?” o “¿Qué haría si me quedaran unas cuantas horas de vida?”
Siempre he dicho que tener el control de lo que pueda pasar nos llena de cierta
calma, mesura o sosiego, aunque debo reconocer que el segundo cuestionamiento
me mantuvo inquieto hasta que volví a pisar tierra.
Recordé en aquellos momentos que
había dejado pendientes algunas tareas para actualizar mi página web, así como
varios posts o mensajes que debía incluir en mis redes sociales (donde trato
asuntos de familia, en particular); también pensé que sólo yo conocía la clave
de acceso a mis cuentas y –entonces sí– no hubo manera de evitar un
escalofriante vacío y un sentimiento incontenible de preocupación.
Ya entrados en aquello de los
asuntos inconclusos, vino a mi memoria el caso de una mujer que intentó entrar
a la cuenta de Facebook de su hijo fallecido en un accidente de motocicleta,
allá por el 2005. Siete años más tarde, ella encontró la contraseña de dicha
cuenta y contactó a los administradores de la red social para pedirles que la
mantuvieran activa, pues tenía la esperanza de conocer más sobre su hijo al
examinar los mensajes y comentarios de sus amigos o contactos, pero la compañía
había cambiado las claves apenas dos horas después de confirmarse el deceso.
La madre presentó una demanda y
entabló una batalla legal que duró dos años; finalmente recuperó la cuenta, aunque
Facebook nada más le concedió 10 meses de acceso a la página de su ser querido
antes de eliminarla de forma definitiva.
Este caso en particular propició
que en varios países se comenzaran a analizar propuestas para que Facebook y
otras redes sociales permitieran el acceso a las cuentas de familiares muertos,
reconociendo, de alguna manera, que la información almacenada o compartida en
estos espacios es parte de la propiedad de las personas que los utilizan, y no
del sitio.
Una situación similar se dio
recientemente con Google, pues una mujer, bajo el argumento de que su hija nada
le ocultaba y le tenía mucha confianza, solicitó a la empresa la contraseña de
su hija, quien falleció a causa de una enfermedad terminal.
En definitiva, nadie planea irse “de
botepronto”, pero los accidentes simplemente suceden y hay que estar
preparados, lo cual obligaría a la creación de una base legal en la que se
contemple el cumplimiento de voluntades, en especial si se trata de permitir el
acceso a nuestra información cuando dejemos de existir.
Hay opciones
Por lo pronto, según la política
actual de Facebook, las muertes pueden ser informadas mediante un formulario en
línea, y cuando el sitio se entera de un fallecimiento pone la cuenta de la
persona en una especie de “estado conmemorativo”, eliminando ciertos datos y
limitando la privacidad únicamente a los amigos o familiares, mientras que el
perfil y el muro se mantienen para que seres queridos puedan, incluso, dejar
mensajes de despedida.
A principios del 2012, esta
empresa presentó también la aplicación If I Die, a la cual se registraron más
de 200,000 usuarios en menos de 7 meses; es gratuita, fácil de usar y muy
segura, según afirman sus creadores, quienes además recomiendan que las cartas
o mensajes a publicar consistan en secretos, fotografías y hasta videos que los
usuarios se guardaron por mucho tiempo y que tendrán como destino a tres
personas de su elección.
Por su parte, Google ofrece una
herramienta para que sus clientes digan qué quieren que se haga con sus cuentas
cuando fallezcan, incluyendo sus correos históricos y todos sus contenidos,
como testimonios, fotos y documentos. En el “Administrador de Cuentas
Inactivas” de esta popular plataforma podemos compartir nuestros datos con un
familiar o un amigo de confianza, o bien, decidir hasta cuándo nuestra cuenta
puede seguir activa y quién tendría la libertad de acceder a ella; también
podemos eliminarla por completo y especificar detalladamente lo que deseemos
que se haga con toda nuestra información.
Asimismo, Google maneja la opción
de borrar los datos después de un tiempo de inactividad (puede ser de 3, 6, 9 o
12 meses) o transmitirlos a cuentas de otras personas queridas (un máximo de 10
contactos), también con la alternativa de ofrecer que ciertos contactos se
reenvíen a otros servicios.
Cabe mencionar que Facebook y
Google no fueron las primeras compañías que intentaron resolver el problema de
cuentas y archivos de personas que fallecen, como tampoco son pocos los
usuarios que han decidido dejar abiertas sus cuentas para que amigos y familiares
las utilicen como una especie de “tanatorio virtual”.
Y si todo esto se quiere ver
desde la perspectiva del negocio, no podemos olvidar a aquellas empresas que
desde hace ya varios años comenzaron a ofrecer un servicio de envío de mensajes
post mortem a los seres queridos. La firma británica conocida como DeadSocial,
por citar sólo un caso, permite a las personas abrir una cuenta y escribir
mensajes que serán enviados una vez que éstas hayan fallecido. Dichos mensajes
pueden programarse por fechas para que, por ejemplo, coincidan con el
cumpleaños de la esposa (y futura viuda), en tanto que la red social se
compromete a garantizar el envío hasta en un plazo de cien años.
Hay en el mercado algunas páginas
similares pero cuyo servicio es gratuito, como Heavenote, del emprendedor
italiano Vincenzo Rusciano. Incluso existe una aplicación llamada LivesOn que
permite a los usuarios seguir tuiteando después de la muerte.
Cuestión de enfoques
Ante tales escenarios, cabría
preguntarse a quién le gustaría heredar sus claves o con qué propósito dejaría
su “patrimonio” de datos. Las redes sociales nacieron como alternativas
tecnológicas de comunicación y, paradójicamente, con el paso del tiempo se han
convertido en los receptáculos idóneos de la vida secreta; son sinónimo de
intimidad y de propiedad única, así que permitir el acceso a toda esta
información sensible podría ser un riesgo si no se calculan las consecuencias
o, por qué no, podría ser un excelente legado para conseguir “la inmortalidad
digital”.
Desde el punto de vista de los
sentimientos, considero que al dejar un testimonio de lo que fue nuestra vida o
nuestra muerte aletargaríamos el sufrimiento de familiares y allegados, lo cual
podría causarles impactos psicológicos irreversibles, más aún si se trata de
mensajes suicidas (lo cual rayaría en crueldad), pero a fin de cuentas eso es
sólo una opinión personal.
Seguramente en algo vamos a
coincidir: la gente genera cada vez más información y todos tenemos el derecho
de hacer lo que deseemos con ella; ahora toca el turno a las redes sociales
acercar a sus abonados las mejores opciones al respecto, en tanto que las
autoridades deberán hacer lo propio, agilizando los sustentos legales que
permitan resolver la creciente cantidad de conflictos como los señalados al
principio.
Muy oportuno sería rematar con
una contundente frase de Laurie Anderson, compositora, artista plástica y
violinista, famosa por sus teorías sobre la tecnocultura y por utilizar el
soporte multimedia para sus creaciones: “La tecnología es la hoguera alrededor
de la cual nos contamos nuestras historias.”
Y añadiría al respecto: prevenir
es la fórmula; estar convencidos de lo que queremos hacer es un buen recurso, y
aprovechar el inmenso potencial de “la red de redes” es quizás el mejor medio
para encontrar la eternidad digital. Hoy, la tecnología nos da la oportunidad
de dejar nuestra huella y formar parte de la sociedad de los bits y los bytes,
regresándonos del olvido con un simple tecleo para no andar vagando por la red
como verdaderos fantasmas electrónicos.
Fausto Escobar S. es Director
General de Habeas Data México y HD Latinoamérica.
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