Robson, pasión por el balón y la vida
El ex técnico del Barça, fallecido el viernes pasado, elevó el concepto 'loco por el fútbol' a una categoría desconocida
En julio de 1995, cuando entrenaba al Oporto, a Bobby Robson (Langley Park, Inglaterra; 1933) le diagnosticaron un tumor maligno en el cerebro. El especialista del hospital Royal Marsden, de Londres, le explicó todos los detalles de la compleja operación a la que se tendría que someter. Cortarían por encima del labio superior, alrededor de la nariz; abrirían un agujero en el paladar y, si todo iba bien, le extraerían un trozo de tejido canceroso del tamaño de una pelota de golf.
Su esposa, Elsie, me contó que la respuesta de Robson fue: "Vale. ¿Cuándo podré volver a trabajar?". El médico no dijo nada, recordó Elsie Robson. Le miró, boquiabierto. Había explicado el temible procedimiento a sus pacientes muchas veces, pero nadie había respondido con tan seca tranquilidad. El médico sabía además que, después de semejante operación, uno no se recupera lo suficiente para volver a hacer una vida normal. Pero Robson era un hombre fuera de lo común. Pasado un mes, ya estaba hablando por teléfono mañana y noche, planeando la temporada entrante. En noviembre volvió al trabajo, seis meses después conquistó el campeonato portugués y en la temporada siguiente, la de 1996-97, ganó tres trofeos con el Barcelona de Ronaldo: Recopa, Copa del Rey y Supercopa de España.
Bobby Robson, que murió el viernes pasado, a los 76 años, tras perder la última de sus cinco batallas contra el cáncer, elevó el concepto loco por el fútbol a una categoría desconocida. "Es mi droga, es mi vida", decía Robson, que ejerció como profesional durante 60 años, que jugó para la selección inglesa y después la entrenó, que ganó títulos en cuatro países. Vivía un partidillo de entrenamiento, seis contra seis en un campo reducido, con la misma intensidad que una final; veía todo el fútbol que podía en televisión, todas las Ligas de todos los países, y trataba a sus jugadores como si fueran sus hijos. Cuando estaba en el Barcelona, no se cansaba de hablar del talento puro de Ronaldo o de la tenacidad de Luis Enrique, en cuya dedicación al trabajo Robson veía un fiel reflejo de la suya. "I love Luis Enrique", me dijo una vez; "I love him!" ["¡adoro a Luis Enrique, le adoro!"].
Pero Robson no sólo amaba el fútbol. Amaba la vida. Vivía cada día, cada hora, cada minuto con el más puro entusiasmo, como un niño con un juguete nuevo, en un estado de permanente excitación. Estuve una mañana paseando con él en Sitges, el pueblo en el que vivió cuando entrenaba al Barcelona. Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que él trabajaba para una inmobiliaria y me quería vender una casa: "¡Mira las flores en esa terraza! ¡Qué preciosas!, ¿no? ¡Mira el paseo marítimo! ¡Qué grande! ¡Mira ese olivo! ¡Dos mil años! ¡Desde antes de Cristo!". Me acuerdo de que nos acercamos a una tienda en la que vendían cuadros. "Mira esos paisajes", me dijo; "esas mujeres vestidas de negro. ¡Qué belleza!".
A Robson le encantaba Sitges, y Barcelona también. "La catedral, las obras de Gaudí, el paseo de Gracia, Santa María del Mar: wow, wow, wow! ", exclamaba. Descubrí que sentía pasión por el teatro y que incluso de vez en cuando leía novelas. Y que le gustaban otros deportes. Veía rugby, jugaba al golf. Lo curioso es que le quedase energía para el fútbol, deporte del que vivía, pero que además amaba como el más apasionado forofo. Iba a ver partidos en campos ajenos por el puro disfrute de hacerlo, sin que hubiera ningún motivo profesional.
Una noche volvimos a su casa en Sitges a la 1.45 de la mañana. Estaba agotado. Había sido un día largo. El Barça jugaba contra el Madrid en menos de 48 horas. Pero se quedó despierto hasta las 2.25, hora en la que pasaban en televisión los resúmenes de un par de partidos (de poca trascendencia, recuerdo) que se habían disputado esa noche en Inglaterra.
Murió el viernes por la mañana. Desde el lunes había estado en la cama, agonizando. ¿Pero qué hizo el domingo? Fue a un partido. Un partido benéfico, en su honor, para recaudar fondos para la lucha contra el cáncer. Fue en Saint James Park, el estadio del Newcastle, el equipo que iba a ver jugar con su padre cuando era pequeño. La ovación con la que le recibió el público cuando entró en un campo de fútbol por última vez, en una silla de ruedas, combinó afecto, orgullo y admiración. Hay muchas ovaciones en el mundo del fútbol. Pocas han sido tan merecidas como ésa.
El ex técnico del Barça, fallecido el viernes pasado, elevó el concepto 'loco por el fútbol' a una categoría desconocida
En julio de 1995, cuando entrenaba al Oporto, a Bobby Robson (Langley Park, Inglaterra; 1933) le diagnosticaron un tumor maligno en el cerebro. El especialista del hospital Royal Marsden, de Londres, le explicó todos los detalles de la compleja operación a la que se tendría que someter. Cortarían por encima del labio superior, alrededor de la nariz; abrirían un agujero en el paladar y, si todo iba bien, le extraerían un trozo de tejido canceroso del tamaño de una pelota de golf.
Su esposa, Elsie, me contó que la respuesta de Robson fue: "Vale. ¿Cuándo podré volver a trabajar?". El médico no dijo nada, recordó Elsie Robson. Le miró, boquiabierto. Había explicado el temible procedimiento a sus pacientes muchas veces, pero nadie había respondido con tan seca tranquilidad. El médico sabía además que, después de semejante operación, uno no se recupera lo suficiente para volver a hacer una vida normal. Pero Robson era un hombre fuera de lo común. Pasado un mes, ya estaba hablando por teléfono mañana y noche, planeando la temporada entrante. En noviembre volvió al trabajo, seis meses después conquistó el campeonato portugués y en la temporada siguiente, la de 1996-97, ganó tres trofeos con el Barcelona de Ronaldo: Recopa, Copa del Rey y Supercopa de España.
Bobby Robson, que murió el viernes pasado, a los 76 años, tras perder la última de sus cinco batallas contra el cáncer, elevó el concepto loco por el fútbol a una categoría desconocida. "Es mi droga, es mi vida", decía Robson, que ejerció como profesional durante 60 años, que jugó para la selección inglesa y después la entrenó, que ganó títulos en cuatro países. Vivía un partidillo de entrenamiento, seis contra seis en un campo reducido, con la misma intensidad que una final; veía todo el fútbol que podía en televisión, todas las Ligas de todos los países, y trataba a sus jugadores como si fueran sus hijos. Cuando estaba en el Barcelona, no se cansaba de hablar del talento puro de Ronaldo o de la tenacidad de Luis Enrique, en cuya dedicación al trabajo Robson veía un fiel reflejo de la suya. "I love Luis Enrique", me dijo una vez; "I love him!" ["¡adoro a Luis Enrique, le adoro!"].
Pero Robson no sólo amaba el fútbol. Amaba la vida. Vivía cada día, cada hora, cada minuto con el más puro entusiasmo, como un niño con un juguete nuevo, en un estado de permanente excitación. Estuve una mañana paseando con él en Sitges, el pueblo en el que vivió cuando entrenaba al Barcelona. Cualquiera que nos hubiera visto habría pensado que él trabajaba para una inmobiliaria y me quería vender una casa: "¡Mira las flores en esa terraza! ¡Qué preciosas!, ¿no? ¡Mira el paseo marítimo! ¡Qué grande! ¡Mira ese olivo! ¡Dos mil años! ¡Desde antes de Cristo!". Me acuerdo de que nos acercamos a una tienda en la que vendían cuadros. "Mira esos paisajes", me dijo; "esas mujeres vestidas de negro. ¡Qué belleza!".
A Robson le encantaba Sitges, y Barcelona también. "La catedral, las obras de Gaudí, el paseo de Gracia, Santa María del Mar: wow, wow, wow! ", exclamaba. Descubrí que sentía pasión por el teatro y que incluso de vez en cuando leía novelas. Y que le gustaban otros deportes. Veía rugby, jugaba al golf. Lo curioso es que le quedase energía para el fútbol, deporte del que vivía, pero que además amaba como el más apasionado forofo. Iba a ver partidos en campos ajenos por el puro disfrute de hacerlo, sin que hubiera ningún motivo profesional.
Una noche volvimos a su casa en Sitges a la 1.45 de la mañana. Estaba agotado. Había sido un día largo. El Barça jugaba contra el Madrid en menos de 48 horas. Pero se quedó despierto hasta las 2.25, hora en la que pasaban en televisión los resúmenes de un par de partidos (de poca trascendencia, recuerdo) que se habían disputado esa noche en Inglaterra.
Murió el viernes por la mañana. Desde el lunes había estado en la cama, agonizando. ¿Pero qué hizo el domingo? Fue a un partido. Un partido benéfico, en su honor, para recaudar fondos para la lucha contra el cáncer. Fue en Saint James Park, el estadio del Newcastle, el equipo que iba a ver jugar con su padre cuando era pequeño. La ovación con la que le recibió el público cuando entró en un campo de fútbol por última vez, en una silla de ruedas, combinó afecto, orgullo y admiración. Hay muchas ovaciones en el mundo del fútbol. Pocas han sido tan merecidas como ésa.
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