Cuando EE.UU. admiraba las revoluciones de
América Latina
The wall street journal - lunes, 4 de julio de
2016
El 4 de julio de 1822, el sol
brillaba sobre el desfile patriótico tradicional de la ciudad costera de
Norfolk, Virginia, pero a la tarde el clima cambió, arruinando el picnic. El
cielo se volvió pesado y negro y se largó a llover a cántaros. Algunos se
buscaron refugio y otros cenaron con la comida mojada, cantaron a los gritos
por encima del aullido del viento y brindaron…por América Latina?
Antes de que empezara la fiesta,
los organizadores habían colgado cuidadosamente las banderas de Perú,
Argentina, Chile y Colombia junto con la estadounidense. La bandera mexicana
probablemente estaba allí también ondeando.
No había nada inusual en este
interés. En las semanas posteriores al Día de la Independencia, los periódicos
estadounidenses de la época publicaban largas transcripciones de los brindis
formulados durante la celebración. Una selección de algunos centenares de
discursos indica que en la década posterior a la guerra de 1812, en más de la
mitad de las celebraciones del 4 de Julio se elevaron las copas por América
Latina.
¿Por qué, en el festivo más
patriótico del país, tantos estadounidenses miraban hacia el sur de la frontera
y hablaban de hermandad en lugar de hablar de levantar muros?
La respuesta está en la visión
cosmopolita que presidió sobre la fundación de Estados Unidos. La audacia de la
Revolución no consistió simplemente en el hecho de que 13 dispares colonias
hubieran desafiado al poderoso Imperio británico, sino en la convicción de los
estadounidenses de que el resto del mundo les importaba. Cuando los parisinos
tomaron por asalto la Bastilla a mediados de 1789, los estadounidenses se
regocijaron, encantados de pensar que un país tan poderoso como Francia estaba
siguiendo sus pasos. (El entusiasmo se enfrió tan pronto como las cabezas
empezaron a rodar por las calles de París y una rebelión de esclavos estalló en
Haití.)
Cuando una nueva ola de rebelión
se extendió por América Latina entre 1810 y 1825, los estadounidenses
estallaron una vez más de alegría. Para cuando su país cumplió 50 años, la
mayor parte del hemisferio occidental era independiente, desde EE.UU. y México
a Venezuela y Brasil. Fue un “jubileo de las naciones”, según proclamó un
congresista por Kentucky, “el nacimiento de un hemisferio redimido”. Los
patriotas estadounidenses aclamaban la guerra de independencia de América
Latina como una emocionante repetición de 1776 en la región ecuatorial.
El ardor internacional se hacía
sentir con más fuerza el 4 de Julio, pero resonaba durante todo el año. Los
granjeros de los Apalaches leían poesía sobre la independencia de los Andes.
Los marineros llevaban escarapelas en el Montevideo revolucionario. Los padres
incluso nombraban a sus hijos Bolívar, en honor a Simón Bolívar.
Durante la elección presidencial
de 1824, el candidato demócrata y futuro presidente Andrew Jackson bautizó a su
preciado potrillo semental “Bolívar”, en honor del gran general de América del
Sur. Y cuando los ciudadanos de Steubenville, Ohio, se reunieron el 4 de julio
de 1826 para conmemorar el cincuentenario de la nación, la estrella de su
desfile fue un carnero premiado, también llamado Bolívar.
A veces, este entusiasmo popular
se tradujo en un apoyo concreto. Alrededor de 3.000 corsarios estadounidenses
lucharon bajo banderas de América Latina, y los comerciantes estadounidenses se
convirtieron en uno de los principales proveedores de armas de los rebeldes. En
1822, EE.UU. se convirtió en el primer país en el mundo en extender el
reconocimiento diplomático de Perú, Chile, Argentina, México y la Gran Colombia
(que incluía a las actuales Venezuela, Ecuador y Panamá).
Pero si América del Norte y del
Sur eran almas gemelas republicanas, esa identidad era por lo general sólo en
espíritu. El mismo Bolívar se quejó de la neutralidad de EE.UU. durante la
guerra de independencia. La expansiva república del Norte sólo le importaba los
negocios, suspiró, lista para vender armas, no para dárselas a los rebeldes. La
excitación popular en EE.UU. hacia América Latina era sobre todo una
manifestación de patriotismo para sentirse bien más que un ejemplo de
diplomacia pura y dura.
Aun así, durante su principal
fiesta patriótica y durante el resto del año, muchos estadounidenses se
definían a sí mismos por cómo miraban al extranjero, y lo que veían era
revelador. Como informaban ampliamente los periódicos estadounidenses, los
países católicos de América Latina estaban aprobando leyes antiesclavistas y
construyendo repúblicas ostensiblemente multirraciales.
En la definición de las
revoluciones extranjeras, los estadounidenses se definían a sí mismos. Pero el
universalismo de su credo fue siempre desafiado. Ese credo sufrió un golpe en
1826, en el cumpleaños 50 del país, cuando el ala sur del partido Demócrata
declaró, entre otras cosas, que los latinoamericanos eran peligrosos
extremistas antiesclavistas.
Incluso en medio de la confusión
de la Guerra Civil, en momentos en que los estadounidenses luchaban para
decidir si EE.UU. sería o no una república libre y multirracial, nada menos que
una de las luminarias del movimiento antiesclavista, Frederick Douglass,
encontró su respuesta bien al sur. “En México, América Central y América del
Sur”, sostuvo Douglass, “muchas razas distintas viven juntas en paz disfrutando
de los mismos derechos”.
Era una visión demasiado
optimista, pero resonó. América Latina era un espejo que ayudó a los
estadounidenses a comprender quiénes eran y, tal vez, lo que podían llegar a
ser.
—Fitz es una profesora adjunta de
historia en la Universidad Northwestern y autora de “Our Sister Republics: The
United States in an Age of American Revolutions” (que podría traducirse como
‘Nuestras repúblicas hermanas: Estados Unidos en la era de las revoluciones
americanas’, el cual será publicado el martes en EE.UU.
No hay comentarios:
Publicar un comentario