Un Bretton Woods para el siglo XXI
FORBES- 5 de Julio de 2016
La globalización ha trabajado a
favor de ciertos grupos; ahora hay que hacerla trabajar para la mayoría, en el
mismo espíritu de Bretton Woods.
La economía global no es un
fenómeno nuevo; el proceso de globalización económica en el mundo se remonta
por lo menos al siglo XVII. Las primeras compañías globales se remontan a los
tiempos de la Compañía de las Indias Holandesas (VOC) y la Compañía de las
Indias Orientales Inglesa; incluso, algunos sitúan sus orígenes desde los
tiempos de la Liga Hanseática y el comercio que se extendía de Londres hasta
Nóvgorod (Rusia) en 1157.
Claramente el proceso de
globalización en el mundo es muy antiguo y resistente a los cambios políticos,
económicos y sociales que han ocurrido y continúan ocurriendo en el mundo, sin
dejar de ser frágil, tal como lo vivimos durante la Primera Guerra Mundial y el
proceso que desemboco en la Gran Depresión. Por esta razón resulta extraño y
poco creíble que surjan voces que frente a eventos como el Brexit, hablen sobre
el fin de la globalización.
Lo sucedido en el Reino Unido es,
en parte, una respuesta hacia ciertos aspectos de la globalización, pero
también a cuestiones internas que nada tienen que ver con el comercio o los
flujos financieros. Por eso mismo es importante no hacer una lectura sobre la
globalización basada en procesos políticos internos de un país en particular y
mejor analizarla por sus efectos en todo el mundo.
La globalización está en un
proceso de cambio y es necesario repensarla partiendo del reconocimiento que de
la misma forma que ha producido ganancias y beneficios para algunos, ha
generado costos para sectores amplios en muchos países. Los perdedores de la
globalización en todo el mundo no han sido compensados.
La famosa “grafica del elefante”,
creada por los economistas Branko Milanovic y Christoph Lakner, muestra con
toda claridad a ganadores y perdedores de la globalización. Los ganadores son
la clase media de países como India y China y el 1% de la población mundial,
aquellos conectados a los sectores financieros y al comercio. Los perdedores
han sido las clases medias de los países occidentales y los grupos de personas
con menor acceso a educación y salud, a los que el proceso de cambio
tecnológico y de integración económica hizo que sus trabajos desaparecieran,
sus salarios disminuyeran y sus trabajos migraran a los nuevos centros
industriales del mundo y, por ende, sufrieran con el aumento de la desigualdad
en sus países.
Hace algunos años, Dani Rodrik
planteaba la existencia de un trilema en la economía global: la imposibilidad
de que al mismo tiempo dentro de un país pudieran coexistir una política en pro
de la integración a la economía mundial, con una política en pro de los
intereses de la economía doméstica y una democracia. Dos de las tres pueden
coexistir, peor nunca las tres al mismo tiempo.
El trilema de Rodrik sirve para
ilustrar los problemas de Europa, fenómenos como la austeridad y el malestar
que causa entre la población. En pro de la estabilidad macroeconómica de la
región se impone un costo a la economía doméstica de los países miembros de la
Unión Europea causando, a su vez, tensiones importantes con sus habitantes.
Esto explica el crecimiento de movimientos como Podemos en España y las
protestas que se han visto en buena parte de Europa.
En este sentido, el siglo XXI y
el siglo XIX no son muy distintos; siguiendo el argumento de Kenneth Waltz, en
muchas mediciones el siglo XIX fue un siglo mucho más globalizado que el
actual, con prácticamente no límites a la movilidad de capitales ni de
personas, atrapado en el patrón oro como ancla de la estabilidad cambiaria y,
por tanto, del comercio internacional. Sin embargo, en esta superglobalización
las economías del siglo XIX se veían forzadas a privilegiar las políticas que
aseguraran la convertibilidad de sus monedas al oro y evitaban los déficit en
la balanza de pagos a costa de aquellas políticas que favorecían sus economías
domesticas.
Hoy, las políticas de austeridad
en Europa pueden verse, en gran medida, como una repetición de los conflictos
del patrón oro de finales del siglo XIX y principios del XX, en que el euro
hace las veces del oro –limitando la autonomía de la política monetaria y
forzando a las autoridades económicas a favorecer los objetivos externos– y las
políticas de austeridad juegan exactamente el mismo rol que en aquel entonces.
¿Qué terminó con el patrón oro?
Entre las muchas causas que eventualmente terminaron con el patrón oro estuvo
el conflicto creciente entre objetivos externos como la convertibilidad del oro
y la creciente demanda de usar las herramientas de política económica para
mejorar las condiciones de vida dentro los países. Poco a poco las presiones
internas forzaron el abandono de la convertibilidad para favorecer el gasto
interno, que a su vez permitió la transformación de las sociedades con un cada
vez mayor nivel de vida.
Después de la Segunda Guerra
Mundial, la comunidad internacional comprendió los errores de la economía
mundial del pasado y comenzó un nuevo proceso de globalización, pero esta vez
limitado. Bretton Woods fue un pacto que reconcilió los intereses económicos
nacionales –los del desarrollo económico– con las demandas democráticas al interior
de los países, y una globalización limitada que permitiera el comercio, pero
reconociendo que los flujos financieros globales tienen un doble rostro, como
el dios Jano: por un lado, siendo el pegamento que une a la economía
internacional, y por otro, una fuente de inestabilidad si se les deja fuera de
control.
A partir de la década de los
ochenta, con el triunfo del neoliberalismo la globalización tuvo una vez más un
replanteamiento, esta vez de carácter financiero, desregulando la actividad
financiera en el mundo y deshaciendo todos los controles que se establecieron
en la posguerra. A la larga, durante más de treinta años los efectos de dicha
liberalización muestran que los flujos financieros internacionales fuera de
control no son positivos para la economía global. Bradford Delong y Stephen
Cohen la llaman la “hipertrofia financiera” debido a que, lejos de traer mayor
prosperidad al mundo, ha sido un movimiento gigantesco de redistribución de
riqueza de los pobres y las clases medias hacia la parte más alta de la
distribución del ingreso, no una fuente de generación de riqueza.
En el presente, el sistema
financiero internacional no funciona mejor que en 1950, no facilita en ninguna
medida la inversión en los países en comparación con lo que hacía en el pasado
e incluso resulta un obstáculo para el crecimiento económico. Stephen Cecchetti
y Enisse Kharroubi, del Banco Internacional de Pagos, han encontrado evidencia
del costo que la globalización financiera ha traído en términos de crecimiento.
Por estas razones es importante
que cuestionemos el rol de la globalización. Las controversias a la misma en el
mundo abren la posibilidad de volver a rediseñarla tal como lo hemos hecho una
y otra vez durante los últimos mil años.
La globalización ha jugado un rol
dual en el mundo: como una fuerza igualadora que ha permitido la convergencia
entre las economías del mundo, y como una fuerza desigualadora al acentuar y
multiplicar las desigualdades internas de los países por el poder amplificador
de la liberalización financiera.
La globalización no va a
desaparecer y sería ingenuo desear que así lo hiciera. Debemos hacerla trabajar
a favor de la mayoría, tal como ha trabajado a favor de ciertos grupos, como
una fuente de prosperidad para todos en el mismo espíritu que se planteó
durante Bretton Woods. De lo contrario, no sería extraño que repitiéramos los
errores del siglo XIX y de principios del siglo XX.
Diego Castañeda-Economista
Independiente. Estudiante de Economía y Desarrollo en la University of London.
Intereses en Crecimiento, Macroeconomía y Desarrollo Económico; con experiencia
en consultoría y gusto por la ciencia.
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