El cementerio más siniestro del mundo
La Vanguardia - septiembre de 2015
A lo largo de mi vida tuve
numerosas oportunidades de visitar Auschwitz, pero nunca lo hice. Mis cuatro
bisabuelos del lado paterno, algunos de sus hijos, sobrinos y primos
desaparecieron durante la Segunda Guerra Mundial sin dejar rastro. En 1945
llegó una carta de Polonia que aclaraba cómo unos fueron fusilados en su ciudad
natal, Lutzk, en la que vivían desde hace siglos. Los llamados
einsatzgruppenlos acribillaron tras obligarles a cavar su propia tumba.
Algunos lograron escaparse y se
unieron a quinientos hombres que desafiaron a los nazis y se enfrentaron a
ellos con piedras, puñales y machetes, hasta ser fulminados por la artillería
alemana. Los últimos judíos que resistieron en Lutzk fueron concentrados en la
emblemática sinagoga de madera de la ciudad y quemados vivos en el verano de
1942.
Mi abuelo nunca quiso contar la
historia a sus nietos por temor a "contaminarnos", por temor a que
nos convirtiésemos en seres cínicos deprimidos. "Tenéis que crecer
limpios, creer en el hombre", me dijo cuando le presioné para que me
hablara del agujero negro de nuestro pasado familiar. Sólo ahora, décadas más
tarde, llegué al cementerio más grande de la historia de la humanidad. Al lugar
en el que casi un millón y medio de seres humanos -judíos, homosexuales,
testigos de Jehová y discapacitados físicos- fueron asesinados entre marzo del
1942 y noviembre del 1944 por las balas, los golpes o las cámaras de gas en las
que se inyectaba Ziklon-B en el lugar en que estaban convencidos de que se iban
a duchar. Cuando los reclusos entendían lo que ocurría, se subían por las
paredes. Los guardias nazis esperaban que se hiciese el silencio y, sólo media
hora más tarde, evacuaban los cuerpos sin vida, que incineraban en los
crematorios y lanzaban en una piscina en el campo, que debe de ser el lugar con
más cenizas humanas concentradas en el suelo. Casi un millón de personas.
Había visitantes de todo el
mundo: parte de ellos, judíos, y otros, turistas con voluntad de conocer la
trágica historia del Holocausto. ¿En qué momentos me estremecí y les vi
estremecerse? Cuando en plena visita a Auschwitz 1 escuchamos el ruido de
decenas de trenes que pasan al lado del campo hasta el día de hoy. Al avistar
Auschwitz 2 -conocido como Birkenau-, a tres kilómetros del primer campo, una
guía polaca con tono suave nos enseñó miles de kilos de pelo rubio, castaño y
negro, extraído a cientos de miles de mujeres que llegaban al campo. El vello
se usaba para hacer uniformes para los guardias o alfombras, reemplazando así
el pelo de caballo, "que era más caro", según explica la guía. Los
alemanes eran muy ordenados: en uno de sus informes se habla de un tren con
3.000 kilos de pelo femenino que iba a ser transformado en fieltro industrial.
El horror aumentó al presenciar miles y miles de gafas, y aún más al ver
decenas de miles de prótesis, que eran parte del cuerpo de los inválidos que
minutos después de llegar eran automáticamente enviados a las cámaras de gas.
"¿Cómo se puede llorar la
muerte de seis millones de personas?", se preguntaba el superviviente y
premio Nobel de la Paz Eli Wiesel. Quizás por este motivo estudié con atención
la historia de Rebeca Grunwald, una bella joven rubia de 18 años soñadora,
amante de la poesía y enamorada del amor. Me imagino que es más difícil pelar a
una chica como Rebeca, incluso para una máquina diabólica y perversa como la
del nazismo. Sin embargo, lo primero que le hicieron tras desnudarla y raparla
al completo fue tatuarle el número 7762A en su brazo. De esa forma, tras
deshumanizarla, era más fácil torturarla. Ella fue testigo de lo que le ocurrió
a un millón de judíos en este lugar. La separaron de sus padres -asesinados
inmediatamente- mientras ella sufría una agónica muerte de seis meses de
duración. Un exterminio minuto a minuto, día a día.
Al principio, los nazis
fotografiaban a parte de sus víctimas cuando llegaban en los miles de trenes
que durante varios días les transportaban a este campo situado en Polonia. Más
adelante, decidieron tatuarlos porque tras su estancia en el campo el hambre
era tal que las personas se desfiguraban y quedaban irreconocibles. Esto, sin
contar a aquellos que pasaron por las garras del doctor Mengele, que llevó a
cabo terribles experimentos médicos sin que nadie sepa la cifra exacta de
personas que asesinó. Mengele nunca fue castigado y murió en Brasil en 1979. De
los 8.000 guardias del campo, sólo unos 800 fueron ajusticiados. Cada mañana,
herr Doktor Mengele elegía a sus víctimas, que temían ser seleccionadas para
sus experimentos. Muchas mujeres frotaban sus caras con el polvo rojo de las
tejas para mejorar su aspecto y evitar ser escogidas.
Shlomo Venezia, superviviente de
la Shoá, decía que cada día prefería morir, pero al mismo tiempo cada día
luchaba por sobrevivir. Venezia cuenta que el hambre era tal que arriesgaban la
vida por un pedazo de pan. "Yo masticaba, pero no nos podíamos masticar a
nosotros mismos y, en medio de nuestra impotencia, me decía a mi mismo: mañana
por la mañana tendremos más pan".
En estos años, todos los caminos
conducían a Auschwitz. 430.000 judíos húngaros fueron asesinados en este campo,
el más emblemático del nazismo. Pero hubo otros transportados desde muy lejos,
que viajaban a veces casi una semana desde lugares lejanos como las islas
griegas de Salónica o de Rodas -se estima que fueron unos 55.000 los judíos
griegos desaparecidos-, o Noruega, desde donde llegaron 690 judíos más. El 80%
de los que llegaban al campo de exterminio eran ejecutados inmediatamente.
Todos los bienes incautados a los
presos eran utilizados para el bien de la economía del III Reich, y se enviaba
todo a Berlín tras ser cuidadosamente empaquetado. El oro de los dientes de los
cadáveres; los huesos, que eran utilizados como fertilizantes humanos; y los
objetos personales, previamente desinfectados para ser reutilizados en la
capital alemana. Un padre de familia polaco explica a su mujer que los nazis fueron
los mayores ladrones de la historia: incluso buscaban en los zapatos de sus
víctimas dinero y joyas.
"Aquí viven los
muertos", rezaba una pintada en uno de los barracones. Por la noche, entre
la visita a Auschwitz 1 y 2, me quedé a dormir en un hotel de la ciudad polaca,
en la que actualmente viven cerca de 40.000 habitantes. En el hotel hay un spa,
situado en medio de un jardín a menos de un kilómetro en línea aérea del pozo
de las cenizas humanas del campo número 1. El autobús en la carretera tiene un
cartel electrónico que reza: "Birkenau". Dormir en Auschwitz no es
fácil.
Cuando salimos de Birkenau,
escuchamos las campanadas de una iglesia situada justamente a decenas de metros
del campo. Me pregunté a mí mismo cuál habría sido la actitud de los sacerdotes
y de los vecinos de la ciudad, que seguramente escucharon los gritos y olieron
los hedores de la muerte. Quizás por eso el papa Francisco promete abrir los
archivos del Vaticano para investigar el papel de la Iglesia durante la Segunda
Guerra Mundial.
La resistencia de los condenados
en Auschwitz consistía, sobre todo, en afrontar la deshumanización y mantener
algo de dignidad. Esforzarse por mantener la higiene, intentar leer, escribir o
dibujar, ayudar a alguien a sobrevivir o, incluso, a morir. Eli Bohnen, un
rabino de las fuerzas armadas norteamericanas que acompañó al ejército de
EE.UU. en la liberación de varios campos en 1945, se encontró con algunos
esqueletos humanos revestidos aún de piel que apenas pesaban veinticinco kilos.
Eran muertos vivos, aquellos que los nazis, en su intento de destruir y evacuar
los campos, no lograron llevarse porque no se podían mover. Bohnen dijo:
"Me sentía en la obligación de pedir disculpas a un perro que nos
acompañaba por el hecho de pertenecer a la raza humana. Yo, como ser humano,
pertenecía a la raza responsable de las barbaridades que cometieron los
nazis".
Un compañero del reconocido
escritor judío Primo Levi le preguntó por qué no se preocupaba por la higiene.
Levi le contestó: "Para qué, si dentro de media hora trabajaré con bolsas
de carbón". El compañero le dio la primera lección de supervivencia:
"Lavarnos es reaccionar, es no dejar que nos reduzcan a animales, es
luchar por vivir para poder contar, para ser testigos. Es mantener la última
facultad del ser humano, la facultad de negar nuestro consentimiento".
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