Cuba mira al modelo vietnamita
El País - viernes, 2 de enero de 2015
Fidel Castro siempre lamentó que la muerte de
Ho Chi Minh le sorprendiera inmerso en la vorágine revolucionaria de 1969,
abismado en los numantinos conciliábulos de La Habana, sin haber podido conocer
al estratega que acaudilló los alzamientos nacionalistas de mediados del siglo
XX en Vietnam contra el colonialismo de Francia y Estados Unidos. Concluidas
las guerras de liberación indochinas, y sustituidas las trincheras
antiimperialistas del Mekong por los hidroaviones turísticos y las grandes
superficies comerciales, la revolución cubana celebró ayer su 56º aniversario
sumergida en la introspección, digiriendo una normalización diplomática con
Washington que obligará a corregir su trayectoria.
¿Rumbo a Hanoi o a Pekín? Quizás rumbo a
Vietnam con escala en Artemisa, el banco de pruebas del cambio gerencial, el laboratorio
provincial donde el Partido Comunista de Cuba (PCC) ensaya la descentralización
y el repliegue del intervencionismo del Estado. El cuadrante revolucionario
ignorará el pluripartidismo y el formato chino, el “enriquecerse es glorioso”
proclamado en 1992 por Deng Xiaoping, porque la mayor de las Antillas ardería
por los cuatro costados al grito de pendejo el último. Ni la historia ni la
cultura cubanas parecen permitir una traslación automática de las mudanzas
abordadas por China y Vietnam en 1978 y 1986: dos economías de mercado a las
órdenes del partido comunista.
Fidel Castro también hubiera deseado conocer a
John F. Kennedy, pero no fue posible porque el presidente norteamericano fue
asesinado, en 1963, cuando ponderaba algún tipo de avenencia con el jefe
guerrillero que el primero de enero de 1959 había entrado triunfalmente en La
Habana después de derrocar a Fulgencio Batista, un sargento chusquero monigote
de Washington. De haberse producido la conciliación, las cábalas sobre el
futuro de Cuba hubieran sido otras. Refractario al capitalismo, ausente de los
actos de la histórica distensión, nada se sabe sobre los sentimientos del
patriarca durante las negociaciones con Estados Unidos, en cuyas cloacas se
fraguaron atentados contra su vida.
Más de medio siglo después del magnicidio de
Dallas, Barack Obama y Raúl Castro lograron un acercamiento que hubiera sido
imposible con Kennedy desde el momento de la alianza con la Unión Soviética. La
Habana celebra este aniversario de la revolución reconduciendo estructuras
concebidas para la confrontación, calculando los pros y contras del nuevo
itinerario. Magullada por las refriegas y la utopía, la revolución cubana se
acerca a Estados Unidos con la guardia alta, aparentemente dispuesta a encajar
golpes en zonas blandas, pero cubriendo órganos vitales. No obstante, las
aperturas económicas y sociales derivadas del apaciguamiento binacional pueden
avivar inercias democratizadoras imparables.
La efeméride de este año no es protocolaria
porque la circunstancia es histórica. Cuba hierve en expectativas. También debe
de haberlas en los sectores del PCC marcados por la desconfianza y el
adoctrinamiento, preocupados por las consecuencias del deshielo con el enemigo.
Sospechan que la privatización de la economía cobrará fuerza y aceleración al
amparo de los nuevos tiempos, propulsada por los previsibles préstamos
internacionales para fomentarla. Temen que la ayuda norteamericana sea malévola
y conduzca al surgimiento de una burguesía potente, insolidaria y apátrida: una
quinta columna que conspirará para reinstaurar en la isla el coco del
capitalismo, la explotación del hombre por el hombre, y será cómplice de las
ambiciones anexionistas del yanqui.
Raúl Castro y la dirección del partido acometen
una tarea compleja, pedagógica: explicar a la militancia más ideologizada el
encaje de bolillos asumido desde el pasado 17 de diciembre: entenderse con el
enemigo, modernizar el país, abrirse al mundo y ampliar las libertades
económicas con pragmatismo y justicia distributiva; sin prisas, sin ceder poder
político, ni los medios de producción, con las banderas de la gratuidad de la
sanidad y la enseñanza siempre izadas. La armónica sincronía entre capitalismo
y comunismo. El catecismo parece tan imposible como el derrocamiento a palos de
la revolución. El Gobierno arranca el 2015 obligado al replanteamiento de
algunas esencias programáticas: fomentará el emprendimiento y la creación de
empleo privado, pero intentará acotar la acumulación de riqueza entre el medio
millón de autónomos cubanos que sueña con cadenas de restaurantes y cines,
negocios de importación y exportación y las franquicias de Wal-Mart, McDonald's
y Apple.
China y Vietnam son dos referencias que el
Gobierno objeta porque su crecimiento económico ha sido tan asombroso como
preocupantes las desigualdades sociales generadas. Hace apenas dos meses,
Carlos Alonso Zaldívar, exembajador español en Cuba (2004-2009), resumía en la
revista Política Exterior el gran dilema: seis millones de cubanos, de una
población total de 11,5 millones, dependen de la protección oficial en
pensiones, servicios y productos subvencionados. El 68% del presupuesto es
gasto social. “Sabiendo cómo viven, nada resulta más natural que el temor de
estas personas a que ese gasto se reduzca o, no digamos, desaparezca. Esto
genera una fuerza de resistencia al cambio”.
Otros cuatro millones trabajan para el Estado,
y su escaso salario se complementa con subsidios. Como el horizonte es
problemático, se registran resistencias ideológicas y políticas al cambio
dentro del PCC, el Ejército y la Policía Nacional Revolucionaria (PNR). “Pero
la auténtica resistencia que explica el ritmo lento de las reformas procede de
la dificultad de hacer el país más productivo sin lanzar a la indigencia a
millones de personas. Ese es el problema de fondo que tienen que resolver Raúl
y su gente. Una terapia de choque aplicada a Cuba destruiría el país paras
generaciones”, según Zaldívar. No sorprende entonces que el nuevo rumbo
revolucionario pueda ser Vietnam, donde enriquecerse no es tan glorioso como en
China, pero está mejor visto que en las probetas estatales de la caribeña
provincia de Artemisa.
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