El miedo de los hijos del pecado
EL PAÍS - martes, 14 de junio de
2016
Los delitos prescriben pero las
víctimas no. Los fantasmas de un niño que sufrió abusos sexuales en un oscuro
internado vuelven muchas noches a visitar al jubilado que es ahora; hay quien
no pudo nunca rehacer su vida con una relación de pareja y otros que se sienten
en paz si un obispo les confirma que ningún Dios amparaba aquellas torturas.
Fueron humanos, de carne y hueso, los que durante décadas machacaron la
infancia de miles de niños recogidos en internados franquistas donde no había
más ley que las palizas y el adoctrinamiento mediante el maltrato.
Los delitos que se cometieron
allí no traspasaban los muros. “Eran niños desvalidos, huérfanos, hijos del
pecado, de familias sin medios para sacar la prole adelante. El régimen creaba
la situación de vulnerabilidad, con padres en la cárcel, fusilados, madres
solteras repudiadas, pobreza… y después hacía propaganda con la protección de
la infancia en aquellos centros de auxilio social donde muchos fueron
torturados”, resumen los periodistas de la televisión catalana TV3 Montse
Armengou y Ricard Belis, que todavía se asombran de la “ausencia de
revanchismo, la capacidad para formar familias y ser amorosos con ellas y del
ejercicio de generosidad de los afectados”, que han contado su historia para un
documental y un libro cuando algunos no habían podido aún confiar el trauma
sufrido a los más íntimos.
‘Los internados del miedo’
(Editorial Now books) recoge las penurias inconfesables de aquellos niños y
delata a sus agresores, los que vestían sotana y los funcionarios que haciendo
dejación de sus funciones permitieron que el delito fuera una forma de vida
consagrada por Dios. Armegou y Belis recogen en este volumen con detalle
historias que quedaron incompletas en un exitoso documental emitido el año
pasado.
Como el que pone rombos a la
película, los autores advierten de antemano de que las historias que se narran
en el libro no recogen los terribles usos pedagógicos de la época, las palizas
que a veces se daban en la propia familia. No. “Eran niños a los que quemaban
sus partes o les ortigaban por haberse meado en la cama, o niñas obligadas a
comer su propio vómito, el que le produjo una comida asquerosa. Algunos
murieron de palizas, pero simplemente desaparecían del centro después de que
sus compañeros hubieran presenciado como un mal golpe lo estrelló contra la
pared y cayó inconsciente, o como un baño de dos horas y media en agua helada
en pleno invierno casi acaba con la vida de una niña a la que sacaron de color
azul del lavadero”, cuenta Armengou. Y sentencia sin ambages: “tortura”. Con
datos médicos, el libro demuestra como alguno de aquellos chicos fueron
utilizados para experimentos médicos.
Y todo ello recaía casi siempre
en los mismos, en los hijos de los represaliados políticos, en los de madres
solteras, los más desprotegidos. Sin red familiar a la que aferrarse, algunos
de aquellos internos tejieron amistades de sangre que perduran hoy día. Se
reencuentran para tomar café y olvidar las miserias, o las recuerdan por
escrito, en un ejercicio de terapia compartida, con los medios digitales de
estos tiempos.
“Lea usted mi blog, ahí está
todo”, dice José Sobrino, remiso a hablar en un primer momento, a recordar otra
vez, en esta ocasión por teléfono, el sufrimiento de antaño. Pero después se
arranca y ya no hay quien lo pare, se desborda, se desahoga, como en un
ejercicio oral de venganza que, en realidad, ni pide ni quiere ejecutar.
Ni la Iglesia ni el Estado han
pedido perdón por el maltrato en centros públicos y religiosos
El niño José, después de aguantar
los abusos y maltratos de algunos curas en el colegio San Fernando de Madrid,
fue vendido por 100.000 pesetas a un hombre de León que se lo llevó de criado
para su vaquería. “¿Que si tengo pruebas? Pero si yo estaba en la habitación de
al lado cuando don Fernando Bello negociaba con él. Me vendieron como a un
esclavo a los 12 años y al poco tiempo el amo me dio una paliza que me rompió
la ceja y el tabique nasal, que se me quedó así para siempre. ¿Por qué? Por
nada. Me encontró en el monte, en un camino donde no le gustó que estuviera.
Nada más. Las palizas eran constantes. Estaba tan triste, amargado y humillado
que no quería vivir. Que me pegue un día un golpe mal dado y me quede en el
sitio, era lo que quería. Ese Dios que dicen los católicos que hay, yo ni le he
visto ni me ha escuchado”, asegura.
Aquel internado de San Fernando
dependía de la Diputación de Madrid, por eso José Sobrino exige al Estado que
pida perdón por todo aquello que se toleró. “La dictadura hizo bien su trabajo
de represión, de adoctrinamiento y olvido. Es la democracia la que lo está
haciendo mal”, aseguran los autores del libro. “Esto ya no es una democracia
joven, no se puede esperar más a que pidan perdón, esto llegó hasta entrados
los ochenta antes de que se le pusiera remedio”, insiste Belis. Y ambos
recuerdan cómo en un documental suizo parecido que se presentó junto al suyo en
un festival francés, la primera imagen era un representante estatal pidiendo
perdón a todas las víctimas y reconociendo el horror al que fueron sometidas.
Ángel Niella estuvo internado
cinco años en aquel centro de San Fernando de donde vio partir un día a su
amigo José. Ambos estaban hartos del cura que los colocaba en una butaca a su
lado, antes de proyectar la película. “Yo hacía faenas para estar castigado
para no ir a aquel cine” donde el cura tenía las manos más largas que nunca
cuando se apagaba la luz, recuerda José Sobrino.
Algunas víctimas no han podido
rehacer sus vidas y muchos murieron al salir por alcohol o drogas.
Hijo, también, de madre soltera,
a Ángel le quedan recuerdos tan amargos como a su amigo. No pudo casarse nunca.
“No quise, creo que podría haber hecho mucho daño a mi pareja; cuando la he
tenido, al final he acabado cortando, pero nunca contaré por qué. Tampoco he
querido ir a psicólogos, no puedo ahondar en el tema”. Las pesadillas siguen
visitándolo algunas noches. La edad es un factor que juega a la contra: cuantos
más años se cumplen más nítida vuelve la infancia.
Él sufrió lo indecible porque
mojaba la cama por las noches, así que salía a paliza diaria. Le ponían boca
abajo en el colchón, con los brazos y las piernas estiradas formando una equis
y le daban golpes con un palo en los testículos y en el culo. Duchas frías, el
tímpano reventado de las bofetadas, días sin comer, rebuscando en la basura y
viviendo de la picaresca que desarrollaban los amigos para ayudar al que más
sufría.
En marzo de 1968, los periodistas
José Luis Navas y Joana Biarnés hicieron un reportaje en aquel centro para el
periódico Pueblo. A pesar de que la visita no era por sorpresa, no hubo forma
de ocultar los maltratos y algunas fotos y varios reportajes revelaron unas
formas de atender a estos niños que eran infames incluso para la brutalidad de
la época. Todo cambió desde entonces, recuerda Ángel. Poco a poco… Pero los
periodistas recibieron lo suyo. Los curas azuzaron a los muchachos contra ellos
por difamar. “En el sermón nos arengaron contra ellos, y al salir ese día, era
domingo y nosotros ya mayorcitos, nos liamos a pedradas contra ellos, que
andaban por allí. Se tuvieron que refugiar en un edificio anexo que regentaban
unas monjas. Nos tenían completamente adoctrinados”.
Como que algunas mujeres salían
de aquellos internados, que se repetían por toda España, sin saber que para
viajar en un autobús había que pagar, por ejemplo. “Eran analfabetos
funcionales, toda la vida ingresados en esos centros”, dice Armengou. La
formación para ellas fue más deficiente. A los chicos, llegada una edad, solían
enseñarles algún oficio que les podía servir cuando recobraban la libertad.
Otros han vivido para contarlo. Y
el hecho de hacerlo para el libro y el documental les ha proporcionado un
tardío alivio que no esperaban. Contando esto he recuperado estabilidad
emocional y me he quitado muchos fantasmas de encima”, se despide por teléfono
José Sobrino, desde Extremadura, donde vive ahora.
El libro quedará en la mesilla de
noche para recordarles cuando despierten atormentados que aquello fue real,
pero que la pesadilla ya pasó. Aunque nadie haya pedido perdón todavía.
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