La lección de la Primera Guerra Mundial que la
economía global olvida
BBC - lunes, 22 de diciembre de 2014
Jeffrey Sachs es uno de los más destacados
economistas del mundo. Entre los muchos gobiernos a los que ha asesorado
durante tres décadas están Bolivia, Polonia y Rusia al final de la Guerra Fría.
En esta reflexión escrita para la BBC, señala que la forma en la que se
comportan los vencedores al final de un conflicto determina lo que ocurrirá en
el futuro.
Este ha sido un año de grandes aniversarios
geopolíticos. Hace 100 años empezó la Primera Guerra Mundial, un evento que,
más que ningún otro, le dio forma a la historia durante el siglo pasado. Hace
25 años cayó el Muro de Berlín, el primer capítulo de la desaparición del
Imperio soviético y el fin de la Guerra Fría. Y sin embargo, dolorosamente
observamos algo que va más lejos que el mero recuerdo.
Como dijo William Faulkner, "el pasado
nunca muere. Ni siquiera es pasado".
La Primera Guerra Mundial y el Muro siguen
moldeando nuestras realidades más urgentes en la actualidad. Las guerras en
Siria e Irak son un legado del cierre de la Gran Guerra, y los dramáticos
eventos en Ucrania se desarrollan bajo la larga sombra de 1989.
1914 y 1989 son momentos bisagra, puntos
decisivos en la historia que cambian el rumbo de los eventos subsecuentes. La
manera en la que se comportan tanto las naciones grandes como las pequeñas en
esos momentos determina el curso futuro de la guerra y la paz.
Yo participé directa y personalmente en los
eventos de 1989, y vi cómo se desarrollaba esa lección: positivamente en el
caso de Polonia y negativamente en el de Rusia. Les puedo decir que mientras me
desempeñaba como asesor económico durante 1989-92, constantemente recordaba
preocupado lo ocurrido en 1914. Y hoy en día sigo con la misma preocupación.
En 1919, al final de la Primera Guerra Mundial,
el gran economista británico John Maynard Keynes nos enseñó una lección
invaluable y perdurable sobre esos momentos bisagra: cómo las decisiones de los
vencedores impactan las economías de los vencidos, y cómo los pasos falsos de
los poderosos pueden fijar el rumbo de las guerras futuras.
Con una visión astuta, clarividencia y dotes
literarias, "Las consecuencias económicas de la paz" de Keynes (1919)
predijo que el cinismo y miopía de la base del Tratado de Versalles,
especialmente la imposición de reparaciones de guerra punitivas para Alemania,
y la falta de soluciones para las crisis financieras de los países deudores,
condenaría a las economías europeas a crisis continuas que de hecho incitarían
el surgimiento de otro tirano vengativo en la próxima generación.
El apasionado llamado de Keynes es uno de esos
admirables estallidos geniales que retumba por generaciones. Ese libro y sus
lecciones se convirtieron en una guía formativa para mí durante mi carrera como
asesor y analista económico.
De la angustia de Bolivia a la de Polonia
Como un economista recientemente formado hace
unos 30 años, de repente me vi a cargo de asistir a un pequeño y casi olvidado
país: Bolivia, en la búsqueda de una salida a su rotundo desastre económico.
Los escritos de Keynes me ayudaron a entender que la crisis financiera de
Bolivia debía considerarse en términos sociales y políticos y que el acreedor
de ese país, Estados Unidos, compartía la responsabilidad de resolver la
angustia económica boliviana.
Mi experiencia en Bolivia en 1985-86 me llevó a
Polonia, en la primavera de 1989, invitado por el último gobierno comunista y
el sindicato Solidaridad, que era su fuerte opositor. Polonia, como Bolivia,
estaba en la bancarrota financieramente. Y Europa en 1989, como Europa en 1919,
estaba en un gran momento bisagra de la historia.
Mijaíl Gorvachov estaba en el poder en la Unión
Soviética, y estaba dispuesto a ver a Europa reconciliada en paz y democracia.
Ese gran hombre deseaba llevar a su propio país hacia un nuevo orden
democrático. Polonia fue la primera nación de la región en tomar el camino de
la democracia en ese año trascendental. Pronto me convertí en el principal
asesor económico foráneo del nuevo gobierno polaco. Una vez más, basándome en
Keynes, abogué por el tipo de asistencia internacional que me parecía vital
para que Polonia pudiera hacer una transición pacífica y exitosa a un gobierno
democrático postcomunista.
Específicamente, apelé a la Casa Blanca, 10
Downing Street, el Palacio del Elíseo y la Cancillería alemana para que
proveyeran una asistencia progresista, como un elemento clave en la
construcción de una Europa nueva, unida y democrática.
Fueron días embriagadores para mí como asesor
económico. Había momentos en los que parecía que mis deseos eran órdenes para
la Casa Blanca. Una mañana, en septiembre de 1989, recurrí al gobierno
estadounidense para que le diera a Polonia US$1.000 millones para estabilizar
la moneda. En la tarde del mismo día, la Casa Blanca confirmó la entrega del
dinero. No es chiste: ¡ocho horas entre la solicitud y el resultado!
Convencer a la Casa Blanca de que apoyara una
cancelación de las deudas polacas tomó un poco más de tiempo, con negociaciones
de alto nivel que se extendieron por cerca de un año, pero al final en eso
también tuve éxito.
El resto, como dicen, es historia. Polonia
introdujo fuertes medidas de reforma, basadas en parte en las recomendaciones
que yo había ayudado a diseñar. EE.UU. y Europa apoyaron esas medidas con ayuda
generosa y oportuna. La economía polaca fue restructurada y empezó a crecer, y
15 años después, se convirtió en un miembro de pleno derecho de la Unión
Europea.
Ojalá pudiera suspender aquí mi rememoración,
con este final feliz.
Pero la historia del final de la Guerra Fría no
comprende sólo aciertos de Occidente -como en Polonia- sino también un tremendo
desacierto: Rusia.
Para Moscú, Versalles
Mientras que la generosidad estadounidense y
europea prevaleció en Polonia, la actitud en el caso de la Rusia postsoviética
recuerda mucho más los errores garrafales del Tratado de Versalles. Y hasta el
día de hoy estamos pagando las consecuencias.
En 1990 y 1991, el gobierno de Gorvachov,
habiendo visto los resultados positivos en Polonia, me solicitó que lo
asesorara respecto a las reformas económicas. En esa época Rusia enfrentaba el
mismo tipo de calamidad financiera que había hundido a Bolivia a mediados de
los 80 y a Polonia en 1989.
En la primavera de 1991, trabajé con colegas de
la Universidad de Harvard y MIT para ayudarle a Gorvachov a obtener apoyo
financiero de Occidente, para poder reformar la política y transformar la
economía. No obstante, nuestros esfuerzos fracasaron completamente.
Ese verano, Gorvachov regresó a Moscú de la
cumbre del G7 con las manos vacías. A su retorno, una conspiración intentó
derrocarlo en el notorio Golpe de Agosto, del que nunca se recuperó
políticamente. Cuando Boris Yeltsin ascendió, y la disolución de la Unión
Soviética estaba a puertas, su equipo económico nuevamente me pidió asistencia,
tanto para lidiar con los desafíos técnicos de la estabilización como en la
tarea de obtener la vital ayuda financiera de EE.UU. y Europa.
Yo le vaticiné al presidente Yeltsin y a su
equipo que esa ayuda llegaría pronto. Después de todo, la asistencia de
emergencia para Polonia se organizó en cuestión de horas o semanas. Estaba
seguro de que lo mismo sucedería en el caso de la nueva Rusia independiente y
democrática. Sin embargo, perplejo y horrorizado, me fui dando cuenta de que no
sería igual.
Mientras que a Polonia le habían perdonado las
deudas, a Rusia le exigieron que las siguiera pagando. Mientras que a Polonia
le habían concedido asistencia financiera generosa y rápida, Rusia recibió
visitas de grupos de estudio del FMI pero nada de fondos.
Yo le supliqué a EE.UU. que hiciera más. Apelé
a las lecciones de Polonia, pero todo fue en vano. Washington no cedió.
Al final, la maligna crisis financiera rusa aplastó
los intentos de reformar y regularizar. El gobierno de Yegor Gaidar cayó en
desgracia. Yo renuncié tras dos años duros de tratar de ayudar y lograr muy
poco. Unos años más tarde, Vladimir Putin reemplazó a Yeltsin y tomó el timón
de la nación rusa.
El botín de los vencedores
A lo largo de esa debacle, los expertos
estadounidenses culparon a los reformadores en Rusia en vez de a la cruel
negligencia de EE.UU. y Europa.
Los vencedores escriben la historia, dicen, y
EE.UU. efectivamente se sentía como el vencedor en la Guerra Fría. Washington
por lo tanto quedó libre de toda culpa en lo que se refiere a los percances
rusos después de 1991, y eso sigue siendo cierto.
Me tomó 20 años entender bien qué pasó después
de 1991. ¿Por qué EE.UU., que se había comportado con tanta sabiduría y visión
en Polonia, actuó con una negligencia tan cruel en el caso de Rusia?
Paso a paso, recuerdo tras recuerdo, la
verdadera historia salió a la luz.
Occidente había ayudado a Polonia financiera y
diplomáticamente porque Polonia se iba a convertir en el baluarte oriental de
una OTAN en expansión. Polonia era Occidente, por lo tanto, era digna de ayuda.
Rusia, en contraste, era vista por los líderes estadounidenses más o menos de
la misma forma en la que Lloyd George y Clemenceau habían considerado a
Alemania en Versalles: como un enemigo vencido que merecía ser aplastado, no
auxiliado.
En su libro recientemente publicado, el general
Wesley Clark, antiguo comandante de la OTAN, relata una conversación que tuvo
en 1991 con Paul Wolfowitz, quien era el director de política del Pentágono.
Wolfowitz le dijo a Clark que EE.UU. sabía que podía actuar con impunidad en
Medio Oriente, y ostensiblemente en otras regiones también, sin la amenaza de
la interferencia rusa.
En resumen, EE.UU. podía comportarse como un
vencedor y un matón, cosechando los frutos de la victoria en la Guerra Fría de
ser necesario a través de guerras. Washington estaría a la cabeza y Moscú sería
incapaz de impedirlo.
En un reciente discurso pronunciado en Moscú,
Putin describió la conducta de EE.UU. en casi los mismos términos que
Wolfowitz.
"La Guerra Fría llegó a su fin", dijo
Putin, "pero no terminó con la firma de un tratado de paz con acuerdos
claros y transparentes sobre el respeto de las reglas existentes o la creación
de nuevas reglas y estándares. Eso creó la impresión de que los llamados
'vencedores' de la Guerra Fría decidieron presionar y moldear al mundo para que
satisfaga sus propios intereses y necesidades".
Al hacer estas observaciones, no intento
exonerar a Putin de la responsabilidad por los actos de violencia ilegales,
cínicos y peligrosos de Rusia en Ucrania. Pero sí trato de ayudar a
explicarlos.
1989 proyecta una larga sombra. El permanente
deseo de la OTAN, expresado nuevamente hace poco, de añadir a Ucrania a su
lista de miembros, y de ese modo posicionarse en la pura frontera rusa, debe
considerarse como profundamente provocativo e imprudente.
1914, 1989, 2014. Vivimos en historia.
En Ucrania, enfrentamos una Rusia amargada por
la expansión de la OTAN y la actitud de EE.UU. desde 1991. En Medio Oriente,
enfrentamos las ruinas del Imperio otomano, destruido por la Primera Guerra
Mundial, y reemplazado por el cinismo del dominio europeo colonial y las
pretensiones imperiales estadounidenses.
Enfrentamos, sobre todo, las alternativas para
nuestra época:
¿Usaremos el poder cínicamente y para dominar,
convencidos de que territorios, una OTAN de largo alcance, reservas de petróleo
y otros botines son la recompensa que nos merecemos? ¿O ejerceremos el poder
responsablemente, conscientes de que la generosidad y beneficencia inspiran
confianza, prosperidad y las bases para la paz?
En cada generación, hay que elegir de nuevo.
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