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lunes, 23 de marzo de 2015

China

El plan de juego no tan secreto de China


Newsweek en Español
Un nuevo libro argumenta que la clase dirigente estadounidense ha cometido un error de cálculo importante con China.

A pesar de todos los horrores espeluznantes que diariamente inflige el Estado Islámico (EI), y con todo el drama de alto riesgo en las negociaciones nucleares con Irán, es fácil olvidar por estos días el que bien podría ser el más importante reto en política para Estados Unidos de esta generación: lidiar con el ascenso de una China cada vez más poderosa.

Por décadas —remontándonos a la apertura histórica de China con Deng Xiaoping—, la idea dominante en Estados Unidos ha sido que Washington y sus aliados deben ayudar a China a incorporarse a las estructuras existentes del mundo (sus acuerdos de seguridad, sus sistemas de comercio, sus organizaciones para resolver disputas, sus instituciones multilaterales, etcétera). Conforme Pekín creció más y más económicamente (y por lo tanto, más poderoso geopolíticamente hablando), necesitaba, en otras palabras, hallar un lugar en un sistema ideado y en gran medida encabezado por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Por un tiempo breve, después de que países económicamente exitosos del oriente asiático, como Corea del Sur y Taiwán, hicieron una transición exitosa del autoritarismo a la democracia, surgió una nueva idea entre la clase dirigente de la política exterior: si se le diera el suficiente tiempo y espacio, China también se desembarazaría de su gobierno autoritario (de la variedad comunista) en favor de la democracia. Ello resultó ser una fantasía, un producto de deseos e ilusiones más que del rigor intelectual, y cada vez menos profesionales en política exterior hoy creen en ello. Lo que nos quedó es la tarea de hacer el ascenso de China tan exento de problemas como sea posible, algo que seguramente los adultos que gobiernan Pekín también quieren, nos decimos a nosotros mismos (la reflexión reciente más razonada a este respecto la dio Henry Kissinger, autor de la histórica apertura con China con Richard Nixon, en su libro de 2011, On China. Kissinger argumentó que Pekín y
Washington podían evitar un conflicto rotundo y alcanzar un estado de “coexistencia combativa”).

Ahora llega Michael Pillsbury, cuya intención es destruir la creencia popular entre la clase dirigente de la política exterior de Estados Unidos. Es el autor de un libro nuevo, The Hundred-Year Marathon: China’s Secret Strategy to Replace America as the Global Superpower. Pillsbury ha sido un observador de China toda su vida profesional, como exfuncionario del Pentágono que también sirvió como parte del personal del Capitolio (ahora es director del Centro sobre Estrategia para China en el Instituto Hudson, un grupo conservador de investigadores). Y como se puede deducir del título del libro, no tiene paciencia con nadie que piense que China simplemente va a adaptarse a un orden mundial dominado por Estados Unidos y con el tiempo coexistir benignamente como una de las dos superpotencias.

Al contrario, Pillsbury piensa que desde el ascenso al poder del Partido Comunista, en 1949, su meta ha sido ser el número uno —la superpotencia mundial— y que está ejecutando una gran estrategia para lograr esa meta en 2049, exactamente un siglo después de la revolución. Ampliando este punto —y aquí parece como si un editor excitable de Henry Holt, tratando de vender libros, entendió mal un principio central del libro en el título—, el autor argumenta que esta no es de ninguna manera una estrategia secreta. Sostiene —y demuestra de manera muy convincente— que esta meta ha estado oculta a la vista de todos por años.

Oculta a la vista de todos, o sea, si uno lee y habla mandarín con fluidez, y, como Pillsbury, sabe dónde buscar en el mundo férreamente controlado —pero no del todo inaccesible— del pensamiento defensivo y militar de China. De hecho, Pillsbury escribe que fue invitado a una conferencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) en Pekín, donde se discutió abiertamente la estrategia a largo plazo de China. Escribe que se le permitió asistir en parte porque a sus colegas chinos —belicistas que no ocultan su deseo de que China finalmente sustituya a Estados Unidos como la superpotencia mundial— les gusta el hecho de que él presta atención a lo que ellos dicen y escriben. Hay libros disponibles en librerías militares accesibles solo para miembros del EPL y sus invitados ocasionales, como Pillsbury. Él tomó todos y los leyó. También ha hablado al paso de los años con docenas de estrategas del EPL (varios de ellos son identificados abiertamente en la sección de agradecimientos al final del libro, mientras que otros deben mantenerse anónimos). Su conclusión es vigorizante y, hay que decirlo, ampliamente rechazada por una clase académica dirigente en política exterior que todavía no ha respondido atentamente a sus argumentos sustanciales. “Es fácil”, escribe Pillsbury, “ganar una carrera cuando eres el único que sabe que esta ha empezado. Así, China está en camino de sustituir a Estados Unidos como el poder hegemónico mundial, creando un mundo diferente como resultado”.

Algo central en la tesis de Pillsbury es que las visiones de un grupo de estrategas en el partido y las fuerzas armadas de Pekín —conocidos como los ying pai, o belicistas— no están fuera de la corriente principal en el pensamiento chino (como comúnmente lo asume Occidente), sino que más bien definen la corriente principal. Claro, esto es materia de debate, uno que, dada la naturaleza opaca del gobierno chino, es muy difícil de plantear. Pero dele crédito a Pillsbury: da un argumento detallado y riguroso. La clase dirigente necesita responder.

Aun más, también concédale esto: desde que Xi Jinping asumió el poder, en 2012, el comportamiento de China en su patio trasero ha cambiado. Ha amedrentado a los que considera como vecinos débiles, ya sea en disputas por islas pequeñas cerca de la costa de Japón o las Filipinas, o por los derechos de exploración petrolífera cerca de la costa de Vietnam. Más recientemente, unas imágenes satelitales han mostrado que Pekín construye nuevas islas en el Mar de China Meridional, islas que presuntamente serían usadas para nuevas instalaciones militares.

Pillsbury argumentaría que dicho comportamiento agresivo ha marcado un cambio predecible en la postura de China en conformidad con la estrategia del maratón de cien años: está marcando una transición. En los últimos treinta años, la pose de China —y Pillsbury de hecho cree que ha sido una farsa, para enfatizar una debilidad y tener acceso a la tecnología y el capital de Occidente— ha sido “pobres de nosotros, somos tan humildes, tenemos tantísimos problemas, por favor ayúdennos mediante darnos tecnología e invertir en nuestro pobre país retrasado”. Ahora eso se ha acabado. China es fuerte y se está fortaleciendo más; Xi muestra una confianza en público que no se había visto en los más recientes líderes insulsos de China. Y es evidente que él no les permitirá a pequeños países míseros como Vietnam o Filipinas —o incluso el enemigo histórico de Pekín, Japón— que lo distraigan de reclamar lo que China cree que es suyo.

En los consejos internos del partido en Pekín, sostiene Pillsbury, los eruditos y estrategas chinos se enfocan en cómo pueden lograr que Estados Unidos se retire fácilmente, que se haga a un lado con algo de gracia, como el Reino Unido lo hizo después de la Segunda Guerra Mundial, en vez de tener que entablar una guerra en su contra.

En el capítulo final, Pillsbury pregunta: ¿Qué debería hacer Estados Unidos al respecto? Algunas de sus propuestas terminan con un batacazo distintivo. Dice que Estados Unidos debería dejar de enviar “expertos” de varias agencias gubernamentales para ayudar a China; por ejemplo, no más burócratas del Departamento del Trabajo que, al paso de los años, han ayudado a China a “aumentar su productividad” (alguien necesita decirle a Pillsbury que existen estas cosas llamadas compañías Fortune 500, cada una de las cuales ha invertido millones de dólares en China. Ellas son las que ayudan a China a dar su salto económico, no aviones llenos de burócratas gubernamentales. ¿Y qué va a hacer Washington? ¿Decirle a General Electric y Microsoft y General Motors que dejen de invertir en China? Le deseo suerte en eso).

Sin embargo, algunas de sus propuestas tienen sentido estratégico. Un juego de mesa popular en China es el wei qi, en el que el objetivo es rodear al oponente. Pillsbury argumenta que esto es central en el pensamiento estratégico de China. Y por lo menos ha habido una alusión en esta dirección en el llamado “giro” de la administración de Obama hacia Asia. Al fortalecer alianzas formidables —Japón, Corea del Sur— y forjar nuevas donde sea posible (India, Vietnam, Myanmar), Estados Unidos puede rodear efectivamente a China, ante lo cual quienes no son ying pai verán la futilidad de su estrategia y tomarán un curso diferente y menos belicista.

Mi visión —he estado en China los últimos nueve años— es que el “giro” de la administración de Obama es más retórico que real. Hasta donde me consta, el presidente todavía no puede descifrar si China es un competidor estratégico o un rival estratégico, y su obsesión principal en lo tocante a la relación bilateral parece tratarse de la crisis otrora conocida como calentamiento global, también conocido como cambio climático (créame, los ying pai de Pillsbury se ríen abiertamente de eso).


Por supuesto, la pregunta — ¿China es un rival determinado a sustituir a Washington en la escena mundial, o está dispuesta a coexistir?— no es fácil de responder. Pillsbury escribe, correctamente, que Pekín no es monolítico. Él cree que los belicistas están en ascenso ahora, pero que no necesariamente seguirán así. También está en lo correcto en cuanto a que Washington, al evaluar la naturaleza de la ambición de China, y respondiendo a ella con efectividad, podría ser el reto central en política exterior de nuestra época. La tesis de Pillsbury es provocadora, y desconcertante. Pero ello no significa necesariamente que sea errónea.

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