El plan de juego no tan secreto de China
Newsweek en Español
Un nuevo libro argumenta que la clase dirigente
estadounidense ha cometido un error de cálculo importante con China.
A pesar de todos los horrores espeluznantes que
diariamente inflige el Estado Islámico (EI), y con todo el drama de alto riesgo
en las negociaciones nucleares con Irán, es fácil olvidar por estos días el que
bien podría ser el más importante reto en política para Estados Unidos de esta
generación: lidiar con el ascenso de una China cada vez más poderosa.
Por décadas —remontándonos a la apertura
histórica de China con Deng Xiaoping—, la idea dominante en Estados Unidos ha
sido que Washington y sus aliados deben ayudar a China a incorporarse a las
estructuras existentes del mundo (sus acuerdos de seguridad, sus sistemas de
comercio, sus organizaciones para resolver disputas, sus instituciones
multilaterales, etcétera). Conforme Pekín creció más y más económicamente (y
por lo tanto, más poderoso geopolíticamente hablando), necesitaba, en otras
palabras, hallar un lugar en un sistema ideado y en gran medida encabezado por
Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.
Por un tiempo breve, después de que países
económicamente exitosos del oriente asiático, como Corea del Sur y Taiwán,
hicieron una transición exitosa del autoritarismo a la democracia, surgió una
nueva idea entre la clase dirigente de la política exterior: si se le diera el
suficiente tiempo y espacio, China también se desembarazaría de su gobierno
autoritario (de la variedad comunista) en favor de la democracia. Ello resultó
ser una fantasía, un producto de deseos e ilusiones más que del rigor
intelectual, y cada vez menos profesionales en política exterior hoy creen en
ello. Lo que nos quedó es la tarea de hacer el ascenso de China tan exento de
problemas como sea posible, algo que seguramente los adultos que gobiernan
Pekín también quieren, nos decimos a nosotros mismos (la reflexión reciente más
razonada a este respecto la dio Henry Kissinger, autor de la histórica apertura
con China con Richard Nixon, en su libro de 2011, On China. Kissinger argumentó
que Pekín y
Washington podían evitar un conflicto rotundo y
alcanzar un estado de “coexistencia combativa”).
Ahora llega Michael Pillsbury, cuya intención
es destruir la creencia popular entre la clase dirigente de la política
exterior de Estados Unidos. Es el autor de un libro nuevo, The Hundred-Year
Marathon: China’s Secret Strategy to Replace America as the Global Superpower.
Pillsbury ha sido un observador de China toda su vida profesional, como
exfuncionario del Pentágono que también sirvió como parte del personal del
Capitolio (ahora es director del Centro sobre Estrategia para China en el
Instituto Hudson, un grupo conservador de investigadores). Y como se puede
deducir del título del libro, no tiene paciencia con nadie que piense que China
simplemente va a adaptarse a un orden mundial dominado por Estados Unidos y con
el tiempo coexistir benignamente como una de las dos superpotencias.
Al contrario, Pillsbury piensa que desde el
ascenso al poder del Partido Comunista, en 1949, su meta ha sido ser el número
uno —la superpotencia mundial— y que está ejecutando una gran estrategia para
lograr esa meta en 2049, exactamente un siglo después de la revolución.
Ampliando este punto —y aquí parece como si un editor excitable de Henry Holt,
tratando de vender libros, entendió mal un principio central del libro en el
título—, el autor argumenta que esta no es de ninguna manera una estrategia
secreta. Sostiene —y demuestra de manera muy convincente— que esta meta ha
estado oculta a la vista de todos por años.
Oculta a la vista de todos, o sea, si uno lee y
habla mandarín con fluidez, y, como Pillsbury, sabe dónde buscar en el mundo
férreamente controlado —pero no del todo inaccesible— del pensamiento defensivo
y militar de China. De hecho, Pillsbury escribe que fue invitado a una
conferencia del Ejército Popular de Liberación (EPL) en Pekín, donde se
discutió abiertamente la estrategia a largo plazo de China. Escribe que se le
permitió asistir en parte porque a sus colegas chinos —belicistas que no
ocultan su deseo de que China finalmente sustituya a Estados Unidos como la
superpotencia mundial— les gusta el hecho de que él presta atención a lo que
ellos dicen y escriben. Hay libros disponibles en librerías militares accesibles
solo para miembros del EPL y sus invitados ocasionales, como Pillsbury. Él tomó
todos y los leyó. También ha hablado al paso de los años con docenas de
estrategas del EPL (varios de ellos son identificados abiertamente en la
sección de agradecimientos al final del libro, mientras que otros deben
mantenerse anónimos). Su conclusión es vigorizante y, hay que decirlo,
ampliamente rechazada por una clase académica dirigente en política exterior
que todavía no ha respondido atentamente a sus argumentos sustanciales. “Es
fácil”, escribe Pillsbury, “ganar una carrera cuando eres el único que sabe que
esta ha empezado. Así, China está en camino de sustituir a Estados Unidos como
el poder hegemónico mundial, creando un mundo diferente como resultado”.
Algo central en la tesis de Pillsbury es que
las visiones de un grupo de estrategas en el partido y las fuerzas armadas de
Pekín —conocidos como los ying pai, o belicistas— no están fuera de la
corriente principal en el pensamiento chino (como comúnmente lo asume Occidente),
sino que más bien definen la corriente principal. Claro, esto es materia de
debate, uno que, dada la naturaleza opaca del gobierno chino, es muy difícil de
plantear. Pero dele crédito a Pillsbury: da un argumento detallado y riguroso.
La clase dirigente necesita responder.
Aun más, también concédale esto: desde que Xi
Jinping asumió el poder, en 2012, el comportamiento de China en su patio
trasero ha cambiado. Ha amedrentado a los que considera como vecinos débiles,
ya sea en disputas por islas pequeñas cerca de la costa de Japón o las
Filipinas, o por los derechos de exploración petrolífera cerca de la costa de
Vietnam. Más recientemente, unas imágenes satelitales han mostrado que Pekín
construye nuevas islas en el Mar de China Meridional, islas que presuntamente
serían usadas para nuevas instalaciones militares.
Pillsbury argumentaría que dicho comportamiento
agresivo ha marcado un cambio predecible en la postura de China en conformidad
con la estrategia del maratón de cien años: está marcando una transición. En
los últimos treinta años, la pose de China —y Pillsbury de hecho cree que ha
sido una farsa, para enfatizar una debilidad y tener acceso a la tecnología y
el capital de Occidente— ha sido “pobres de nosotros, somos tan humildes,
tenemos tantísimos problemas, por favor ayúdennos mediante darnos tecnología e
invertir en nuestro pobre país retrasado”. Ahora eso se ha acabado. China es
fuerte y se está fortaleciendo más; Xi muestra una confianza en público que no
se había visto en los más recientes líderes insulsos de China. Y es evidente
que él no les permitirá a pequeños países míseros como Vietnam o Filipinas —o
incluso el enemigo histórico de Pekín, Japón— que lo distraigan de reclamar lo
que China cree que es suyo.
En los consejos internos del partido en Pekín,
sostiene Pillsbury, los eruditos y estrategas chinos se enfocan en cómo pueden
lograr que Estados Unidos se retire fácilmente, que se haga a un lado con algo
de gracia, como el Reino Unido lo hizo después de la Segunda Guerra Mundial, en
vez de tener que entablar una guerra en su contra.
En el capítulo final, Pillsbury pregunta: ¿Qué
debería hacer Estados Unidos al respecto? Algunas de sus propuestas terminan
con un batacazo distintivo. Dice que Estados Unidos debería dejar de enviar
“expertos” de varias agencias gubernamentales para ayudar a China; por ejemplo,
no más burócratas del Departamento del Trabajo que, al paso de los años, han
ayudado a China a “aumentar su productividad” (alguien necesita decirle a Pillsbury
que existen estas cosas llamadas compañías Fortune 500, cada una de las cuales
ha invertido millones de dólares en China. Ellas son las que ayudan a China a
dar su salto económico, no aviones llenos de burócratas gubernamentales. ¿Y qué
va a hacer Washington? ¿Decirle a General Electric y Microsoft y General Motors
que dejen de invertir en China? Le deseo suerte en eso).
Sin embargo, algunas de sus propuestas tienen
sentido estratégico. Un juego de mesa popular en China es el wei qi, en el que
el objetivo es rodear al oponente. Pillsbury argumenta que esto es central en
el pensamiento estratégico de China. Y por lo menos ha habido una alusión en
esta dirección en el llamado “giro” de la administración de Obama hacia Asia.
Al fortalecer alianzas formidables —Japón, Corea del Sur— y forjar nuevas donde
sea posible (India, Vietnam, Myanmar), Estados Unidos puede rodear
efectivamente a China, ante lo cual quienes no son ying pai verán la futilidad
de su estrategia y tomarán un curso diferente y menos belicista.
Mi visión —he estado en China los últimos nueve
años— es que el “giro” de la administración de Obama es más retórico que real.
Hasta donde me consta, el presidente todavía no puede descifrar si China es un
competidor estratégico o un rival estratégico, y su obsesión principal en lo
tocante a la relación bilateral parece tratarse de la crisis otrora conocida
como calentamiento global, también conocido como cambio climático (créame, los
ying pai de Pillsbury se ríen abiertamente de eso).
Por supuesto, la pregunta — ¿China es un rival
determinado a sustituir a Washington en la escena mundial, o está dispuesta a
coexistir?— no es fácil de responder. Pillsbury escribe, correctamente, que
Pekín no es monolítico. Él cree que los belicistas están en ascenso ahora, pero
que no necesariamente seguirán así. También está en lo correcto en cuanto a que
Washington, al evaluar la naturaleza de la ambición de China, y respondiendo a
ella con efectividad, podría ser el reto central en política exterior de
nuestra época. La tesis de Pillsbury es provocadora, y desconcertante. Pero
ello no significa necesariamente que sea errónea.
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