Dylan, el incómodo desconocido
que ganó el Nobel de Literatura
FORBES- 15 de Octubre de 2016
Las reacciones en redes sociales
y medios especializados al premio han nublado toda posibilidad de apreciar a la
figura en su justa medida, éste es un intento por valorarla.
En octubre del año pasado (2015),
la tecnológica IBM contrató a un Bob Dylan de 74 años para un comercial, aún
parco para salir a cuadro, incómodo pero presto para actuar un diálogo ante IBM
Watson, un sistema operativo de inteligencia artificial que, entre otras
múltiples y asombrosas funciones, tiene la capacidad de “leer 800 páginas por
segundo”, y que aprendió todas las canciones del repertorio de Dylan para
mejorar su vocabulario.
Al final del breve comercial, la
computadora reconoce que lo único que no ha logrado es enamorarse y lograr el
sentimiento que logra el cantante de “Just like a woman”. Cosa no menos
importante, ya que el sistema dedujo también que los dos temas recurrentes en
el cancionero del compositor estadounidense son el paso del tiempo y el
desvanecimiento del amor.
La mañana del jueves 13 de
octubre sucedió lo que muchos esperaron durante algunos años, y que sin embargo
detonó una sorpresa un tanto impostada: Robert Allen Zimmerman fue premiado con
el máximo galardón de literatura a nivel mundial, el Nobel. Las reacciones en
redes sociales y medios especializados han nublado toda posibilidad de apreciar
en justa medida el hecho, con diatribas que vienen desde el purismo cultural
más polarizado (“hay mil mejores”, “cómo se lo dan a un artista en vez de a un
poeta”, etc.), hasta juicios de valor extremo que pululan entre las huestes más
viscerales y proyectivas de los fans, asentadas en un desconocimiento
prácticamente total, incluso del sujeto en cuestión al que se defiende a capa y
espada.
Si algo habría que apuntar, con
todo y el impúdico afán de curarse en salud y salir más o menos avante del
aburrido y predecible debate en torno al Nobel de Dylan, es que todo esto se
trata sobre todo de un tema de articulación de la memoria. Por parte de la
academia, del público y de Dylan mismo. Bajo esa luz, el galardón llega como un
anacronismo más o menos desdeñable, en el que las huestes académicas parecen
haber cimbrado al mundo literario, por haber otorgado reconocimiento máximo a
un impuro, si se quiere aún más, a un “poeta bastante menor”, que de refilón
habría que decir a fuerza de hashtags, que canta espantoso y no es ningún
virtuoso en la guitarra, para darle paz también a los exquisitos en técnicas
musicales.
¿En dónde quedó esta tradición de
otorgarle el Nobel de Literatura a pesos pesados de las letras como Thomas
Mann, Hermann Hesse o Albert Camus?, o incluso a autores de poco reconocimiento
y escasa traducción de los que el mundo “necesita” saber de ellos como Wole
Soyinka, Wisława Szymborska o J. M. Coetzee –quien, por cierto, antes del
galardón era prácticamente desconocido–. ¿Qué viene a hacer Dylan, una leyenda
gringa populachera venida a menos, en esta fiesta de validaciones literarias?
La respuesta es tan sencilla como
burda e insoportable para la mayoría: Nada. Incomodar, si acaso. Incomodar de
forma indirecta a los puristas de la lengua, esos que claman la presea como
sangre en el pancracio para quien sí se la merece, como si de olimpiadas se
tratara: Thomas Pynchon, Sergio Pitol, vamos, hasta Paul Auster, Philip
Roth o László Krasznahorkai.
El efecto del Nobel de Literatura
hoy en día se traduce en ventas saludables casi de forma inmediata, porque a la
gente le gusta estar enteradísima de quiénes son las voces que importan en el
mundo de las letras. Por otra parte, el tema de la relevancia en la tradición literaria
o la trascendencia histórica se mencionan, son banderas, pero poco importan en
términos prácticos.
Pero dejemos la ironía, la
metonimia y todas las figuras retóricas (que no son pocas) para quienes sepan y
quieran entenderlas como tal. Al igual que el boxeo, el cine o la vida misma,
el cosmos literario tiene mucho de apreciación, de crear atmósferas, trances,
vedar cosas, de errores premeditados, de inconexiones afortunadas, etc. En esta
tónica es importante mencionar que temas como la originalidad o el aporte de
nuevos códigos a la literatura por parte de Dylan es, si bien diverso y
variado, limitado si se compara con otros autores.
Vamos, Bob Dylan no es ningún
advenedizo o roquero trasnochado, como varios de su generación. Donde muchos
quieren ver complejidad y profundidad de campo, Dylan arremete con ganchos
rectos, provenientes de la vida común; fotografías que son denuncias, sin que
el halo de lo políticamente correcto acabe por impregnar del todo.
Dylan se ha concentrado en salir
de los moldes que él mismo pauta, torciéndole la mano a sus seguidores de vez
en vez. Y también habría que ser justos: ¿de qué tamaño es la creatividad, el
ego y la vanidad de un artista como para considerar más de 50 años de canciones
como esenciales y valiosos? Casi nadie en su cancha. Bowie, si acaso.
Habría que ser sinceros y
entender a Dylan como un incomodazo de cepa, un total y completo desconocido de
sí mismo, que tuvo que matarse varias veces para seguirle siendo fiel a su
espíritu. Salir de casa desde temprano para no voltear la vista nunca más, ser
un jodedor, un nihilista que también empatizaba con la protesta, cuando ésta
tenía el valor y el sentido que se requería en los 60.
Estamos hablando de un cantante
folk que se subió en los hombros de dos gigantes para poderse proyectar como
alguien de valor (el poeta Dylan Thomas y su héroe musical Woodie Guthrie), que
después tomó la guitarra eléctrica y le dio la espalda a la causa cuando estaba
en su mejor momento para apropiarse de una autenticidad más encarnada. Al
respecto, el poeta beatnik Allen Ginsberg llegó a decir que la segunda vez que
vio a Dylan cantar, cerca de 1966, vio a una suerte de columna de humo que se
alimentaba a sí misma, una suerte de chamán que se ha vuelto guía. Fue en ese
mismo periodo en el que los Beatles y sus contemporáneos vieron en Dylan a una
figura líder para ellos. Una voz sólida que apenas tres años atrás era la de un
completo desconocido.
Un cantante que ha intentado la
prosa poética con resultados más bien pobres (Tarántula, 1971), que ha tenido
fama de vividor, de mujeriego y extraña figura paterna. Dylan se enfrascó en el
hastío de sí mismo para retomar con fuerza la canción tras un accidente en
motocicleta. La canción, esa misma que hoy, en pleno 2016, se cuestiona como figura
literaria válida, esa que ha abrevado del cosmos juglar más antaño y preciso en
ese mismo universo culteráneo, el cual Dylan ha confeccionado a golpe de líneas
con pelos, de errores que aderezan, de sinsentidos que generan un tercer
elemento, de sal con mugre y más allá. Sí, Bob Dylan es de los que les gusta
contar historia, un crooner en toda su expresión, no es un poeta hecho como
Cohen, por poner el más fácil de los ejemplos. Y ojo aquí, lo sencillo no
siempre es lo más inmediato de lograr.
Y quien esté en términos de
medir, evaluar y galardonar por la calidad letrística que le ponga pero a todo
el Blonde on Blonde (1966), a piezas del tamaño de “A hard rain’s a-gonna
fall”,“It’s alright ma (I’m only bleeding)” o ese portento que no repite casi
nada en su extensa riqueza, que es “Hurricane”:
Pistol shots ring out in the bar-room night
Enter Patty Valentine from the upper hall
She sees a bartender in a pool of blood
Cries out, “My God, they killed them all”.
Here comes the story of the Hurricane
The man the authorities came to blame
For something that he never done
Put in a prison cell
But one time he could’ve been
The champion of the world.
En Dylan, la imagen es línea de
6, 7 palabras, una premonición y síntesis precisa, directa; inmediata mas no
burda ni al vapor. Es sangre caliente que se niega a cantar 200 veces de la
misma forma “Like a rolling stone”. Historias amarradas, abiertas o cerradas
que han conformado una manera específica de ver ciertas cosas.
El cantautor se ha declarado
desde su juventud en contra de los fans apasionados, los periodistas miopes,
los entrevistadores desarticulados que esperan un circo de su persona, y los
izquierdistas que esperan un despliegue de congruencia y conciencia permanente.
Dylan es, tal vez a su pesar, lo que los norteamericanos llaman un entertainer,
un domador de masas incómodo que reniega de las instituciones y las preseas,
pero que su ego, vanidad y trabajo lo llevan a permanecer en ese sitio de una
manera u otra. A su favor habría que decir que pocos enfrentan sus
contradicciones con tanto decoro después de cinco décadas de escribir.
Dylan tenía apenas 21 años cuando
recibió uno de sus premios importantes por las canciones que escribía. En una
incomodidad digna de un escupitajo protestante ante las instituciones, el autor
de “Maggie’s farm” dijo:
“No traigo mi guitarra, pero
puedo hablar. Quiero dar las gracias por el premio Tom Paine… en nombre de
todos los que se fueron a Cuba. En primer lugar, porque son jóvenes, yo tardé
mucho en hacerme joven…y ahora me considero joven y estoy orgulloso de ello.
Estoy orgulloso de ser joven. Y ojalá todos los que están aquì sentados esta
noche… no estuvieran aquí y pudiera ver rostros con pelo en la cabeza… y cosas
así, todo lo que condujera a la juventud. Los viejos, cuando se les cae el
pelo, deberían desaparecer. Miro a la gente que me está gobernando… y dictando
mis normas y no tienen pelo en la cabeza. Me pongo muy nervioso al respecto.
Para mí ya no hay negro ni blanco, izquierda ni derecha. Sólo hay arriba y
abajo, y abajo está muy cerca del suelo. Intento subir sin pensar
en algo tan trivial como la
política.” (…O los premios, pudo haber dicho también en ese entonces.)
Dylan ahora tiene más de 70 años
y ha recibido la Orden de las Letras en 1990, el Príncipe de Asturias en 2007 y
el Pulitzer un año después. Validado por el mundo de las letras, la política,
la música y la cultura ya está. Su lugar en la historia es único. El que una
runfla organizacional que representa una institución enorme y anquilosada se
haya parado de su trono endiosado para reconocer que la cultura popular también
es literatura no debería sorprender a nadie y sí alegrar a muchos. Sin embargo,
lo baladí es lo que más ruido causa hoy en día, y las cuestiones importantes
las que más desdén detonan en los individuos.
El también autor de “Changing the
guards” ha dicho en más de una ocasión que sus canciones nunca fueron
vanguardistas, y el que en algún momento usara una guitarra eléctrica no lo
hacía moderno. Dylan siempre ha ido por la articulación de la memoria, traer
cosas viejas y posicionarlas en un sitio vigente, a veces inasible y casi
siempre ambiguo.
¿Hay artistas, escritores y
literatos mejores a Dylan? Claro que los hay. ¿Se merece el autor del
maravilloso Blood on the Tracks (1975) el Nobel de Literatura? Por supuesto que
sí. Sara Danius, secretaria permanente de la Academia que eligió a Dylan
para darle el premio, contestó a la pregunta expresa de si el galardón
representaba una ampliación radical en los criterios de selección:
“Puede parecer así, pero si
miramos para atrás, uno descubre a los poetas griegos, Homero y Safo, que
escribieron textos poéticos o piezas que estaban hechas para ser escuchadas,
representadas, a veces acompañadas con música. Y aún hoy leemos a Homero y a
Safo y los disfrutamos. Es lo mismo con Bob Dylan: puede ser leído y debe ser
leído.”
Ricardo Pineda-CM & Content
Poducer de Forbes México. 18 mm, mp3, análogo, radiofónico, periodístico. En
tiempo real es mejor.
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