Dunkerque: lo importante de la
historia
FORBES- 8 de agosto de 2017
El trabajo más reciente de
Christopher Nolan es una obra maestra del cine, con fuertes críticas con
respecto a su aspecto propagandístico; pero con un mensaje poderoso imposible
de ignorar.
Se dice, debatiéndose entre mito
y realidad, el que Stalin, en medio de una reunión con los más altos mandos del
politburó y como respuesta a una supuesta frustración, dijo: “denme una
industria el diez por ciento de poderosa de lo que es Hollywood y convierto al
mundo entero al comunismo”. De haber existido tal sentencia, esta debió haberse
pronunciada en aquellos días en que, como titula el diario.es de España, hubo
un “fugaz romance entre Hollywood y la Unión Soviética”.
Reseñando esa misma época, el
autor Michael S. Shull, en su libro Hollywood War Films, 1937-1945, hace un
minucioso repaso de las producciones hollywoodenses en los días de la
confrontación bélica. Entre ellas, cita producciones como Song of Russia, donde
se presentaba una clara colaboración entre los norteamericanos y los rusos para
combatir el nazismo, en el que incluso nacía el amor entre dos ciudadanos de
cada país; The North Star, donde se exhiben a las granjas colectivas rusas como
un paradisiaco lugar; y The Boy from Stalingrad, donde un grupo de niños rusos
heroicamente enfrentan al nazismo.
El grupo de producciones citadas
hacían parte, al parecer, de un intento del gobierno de los Estados Unidos por
convencer a sus ciudadanos de que enfrentar el régimen alemán de la mano de los
rusos era una gran idea. La teoría tiene sustento, puesto que como dice
Nicholas J. Cull, historiador de la Universidad de Princeton, a finales de la
Primera Guerra Mundial su país era aislacionista y no quería involucrarse en el
conflicto bélico que desangraba a Europa. Fue entonces, según postula Noam
Chomsky en su último libro, ¿Quién Domina Al Mundo?, a través de una acción de
propaganda del Ministerio de Información Británica que se logró hacer virar la
opinión de los estadounidenses.
No hay forma de saber si ese
mismo ente gubernamental de Gran Bretaña estuvo involucrado en Dunkirk, la
última producción de Christopher Nolan para la Warner Bros., catalogada sin
miedo al error como una obra de arte cinematográfico moderno. El filme,
diseñado para ser disfrutado en una sala IMAX, o por lo menos en la más grande
posible, es una explosión de imagen y sonido capaz de hipnotizar al más apático
hacia el séptimo arte. Pero hacemos referencia al pasado de la institución
pública británica, porque no se puede negar el tufillo de propaganda histórica
que el audiovisual contiene.
Y la razón, de nuestra acusación,
radica en la historia decidida a contar por parte del realizador. Dynamo es el
nombre de la operación retratada en Dunkirk, una campaña de evacuación de las
fuerzas aliadas capturadas en la frontera entre Francia y Bélgica, al comienzo
de la Segunda Guerra Mundial. Un potente ataque alemán rompió el frente francés
y acorraló a los militares de ese país, además de británicos y belgas,
dejándolos a la deriva sobre el Canal de La Mancha. La operación Dynamo,
citando a Infobae, “duró del 26 de mayo al 5 de junio (y) permitió salvar del
cerco de la Wehrmacht y de un seguro cautiverio en Alemania a unos 360.000
hombres, de los cuales 120.000 eran franceses. Los soldados fueron embarcados
desde las playas de Dunkerque hacia la costa inglesa, en miles de embarcaciones
tanto militares como civiles. Esta evacuación, que se hizo bajo fuego enemigo,
fue una operación franco-británica”.
De ahí la indignación publicada
de parte de diarios francés como Le Monde y Figaro, quienes en sus respectivos
editoriales preguntas cosas como: “¿dónde quedó la historia?”, “¿dónde los 40
mil franceses que defendieron la ciudad para hacer posible la evacuación?”, en
medio de la historia escrita por Nolan. Otros medios han ido más allá y han
acusado al filme de ser un representando “del espíritu del brexit”, tratando de
propagar esta idea de que los británicos están mejor solos o, por lo menos,
actúan mejor cuando así lo están.
No sería esta, por supuesto, la
primera vez que un filme de temática histórica tiene este tipo de características.
Argo, la producción ganadora del Oscar dirigida por Ben Affleck recibió fuertes
críticas de la comunidad canadiense, acusando a los realzadores de olvidar en
la cinta el retratar la importante colaboración de su embajada en el plan de
rescate presentado en la pantalla. Y, tal vez más dramático, es la encuesta
citada por el portal El Orden Mundial, en la que se hace una comparación entre
las respuestas dadas por los franceses a la pregunta de ¿quién ganó la Segunda
Guerra Mundial?, en dos periodos distintos. Según los hombres y mujeres de los
años de la década de los cincuenta, por gran mayoría, el gran vencedor había
sido la Unión Soviética. Hoy, los franceses creen que fue Estados Unidos.
Explican en ese artículo, que la única explicación para este cambio en el
imaginario ciudadano es la película anual presentada por Hollywood sobre el
tema, en la que muestran al ejército de la potencia occidental como la gran
triunfadora del conflicto.
Dunkirk, podríamos decir, hace
exactamente lo mismo. Pone en pantalla la historia que le sirve a los
británicos, nacionalidad que tienen tanto director como productora (Emma
Thomas) del filme y, seguramente, los principales financiadores del mismo. Es
un recurso buscando elevar el sentimiento patrio de sus nacionales y el amor
por el propio Estado. Y eso, en general, no tiene absolutamente nada de malo.
Tal vez, lo único, es la envidia que produce que en nuestros Estados latinos no
tengamos ese tipo de cinematografía, con esa capacidad. Debe ser, bastante
emocionante para un inglés revivir esos momentos, a través de la pantalla, que
exaltan los valores más loables de sus antepasados, sobre los que han
construido su nacionalidad.
Pero la magnífica puesta en
escena del director logra, con vehemencia, enviar un mensaje en el que la gran
mayoría podríamos estar de acuerdo: lo horrorosa que es una guerra. La magia
del filme radica en la potencia expulsada desde la pantalla, producto del uso
dado por el director a las herramientas tecnológicas a su disposición, para
hacernos sentir, como espectadores, el ser testigos privilegiados de un
enfrentamiento militar. La inmensidad de los planos IMAX, conjugados con una
pista de sonido poderosamente alucinante, logran que los disparos, las
explosiones; pero sobre todo los gritos de las víctimas impacten en nuestras
retinas y lleguen hasta nuestras almas. Y la experiencia, desde la comodidad de
nuestro sillón, no es más que traumática y, deseando esto, aleccionadora.
Es, entonces, Dunkirk, un filme
imperdible, para ver en la mejor sala de cine posible; pero que hay que
analizarlo con ojo crítico y sin inocencia. Tal vez, una brillante pieza de la
propaganda gubernamental; pero, eso sí y sin duda alguna, una obra maestra de
arte moderno, con un poderoso y muy plausible mensaje.
*Andrés Arell-Báez es escritor,
productor y director de cine. CEO de GOW Filmes.
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