Arturo Rivera: la belleza de lo terrible
Forbes - viernes, 17 de abril de 2015
Los cuadros de Arturo Rivera no pueden ser otra
cosa más que una galería de personajes cotidianos, criaturas abandonadas a su
suerte, seres marginales, los «clochards» universales que aparecen sin
escenarios protectores…
Había ya transcurrido alrededor de una hora,
cuando me di cuenta lo que estaba sucediendo: lo que había comenzado como una
entrevista formal, se había vuelto una charla de cuates, una charla de amigos
que se confían y se confiesan detalles de su vida. Ya sabe: manías, vicios,
anécdotas; incluso, situaciones de pareja para comparar cómo uno se enfrenta a
éstas… Vaya, de pronto nos vimos conversando de nuestras vidas cotidianas.
Lo sé: fue un poco raro todo, pero también
gratificante. Lo cuento como sucedió: era lunes; afuera, la tarde caía
apacible; estaba en su casa-estudio. Para entonces, mi anfitrión, el pintor
Arturo Rivera, se desenvolvía con naturalidad, honestidad, cortesía, a ratos
también con ironía, y con mucha afabilidad.
Aunque en un par de ocasiones había conversado
con él, en años anteriores, no le recordaba tan suelto en el trato. Su
afabilidad y sus respuestas provocativas, ésas sí las recordaba (Arturo Rivera
siempre ha dirigido sus dardos a las instituciones culturales, y a sus
dirigentes, por su inoperancia e incapacidad para hacer bien las cosas). Aun
así, no dejó de sorprenderme su respuesta cuando unos días antes de vernos, vía
telefónica, me dijo que ninguna instancia cultural tenía preparado un homenaje,
o alguna retrospectiva, por un aniversario más de su vida.
—¡Nhombre, qué va! A mí me odian —me respondió,
al otro lado del auricular, y soltó una carcajada.
No obstante, le sugerí vernos para charlar.
Después de todo —y enfaticé cada una de mis palabras—, es un pintor reconocido,
con una obra mayúscula, catártica, y, desde luego, provocativa y con imágenes
superpoderosas. Además, dije, cumplir 70 años es una buena edad para echar una
mirada hacia el interior, y al exterior.
Así que ahí estábamos, sentados en la sala de
su casa-estudio, una tarde calurosa de abril. Aunque llevaba un breve
cuestionario para ir dirigiendo la conversación, el maestro se me adelantó y
tomó la iniciativa, y pronto me vi respondiendo a sus preguntas…
—¿En qué medio me dijiste que estás ahora?
—gritó, desde el otro lado de la sala, mientras buscaba unos vasos en su
cocina.
—¡Colaboro para el portal de Forbes México!
—bramé desde el sillón de su sala.
—Es la revista que hace la lista de los más
ricos, ¿no? —dijo con una voz más leve, ya dirigiéndose hacia donde estaba
sentado.
—Esa misma. Aunque no sólo habla de eso —le
corregí.
—Ya. Se vende mucho, ¿no? ¿Es muy conocida?
—quiso saber él.
—Por supuesto, sí y sí. Y el portal web es muy
visitado —le presumí, y agregué—: también tiene una sección en donde se escribe
de arte, cultura y estilo de vida…
El maestro le dio una calada a su puro; por el
olor que desprendía el humo, era de gran calidad, sin duda.
—¡Uf, la cultura! —exclamó—. ¿Qué ha pasado con
las secciones de cultura, y con los suplementos culturales? —dijo, como
preguntándose a sí mismo.
—Lo que ha venido sucediendo los últimos años
—le respondí—: desapareciendo.
—Es muy triste ver lo que está pasando —dijo, y
clavó su mirada en un indefinido punto—. Si no me equivoco, ya quedan tres
suplementos solamente; mientras las secciones de cultura del día a día, cada
vez tienen menos páginas…
—Sí, es cierto. Algo similar pasa con la
pintura, ¿no lo cree? —dije, retomando el hilo de la conversación.
—Sí, exacto. No hay espacios. Todo está copado
por el “arte contemporáneo”, así, entrecomillas, porque vaya uno a saber qué
quiere decir lo de “contemporáneo”… Hace algunos años, nosotros éramos
contemporáneos o modernos; ahora resulta que no es así. Se robó la palabra el
arte VIP (video, instalación, performance). Se robaron ellos la palabra
“contemporáneo”.
—Sin embargo, estará de acuerdo que las actas
de defunción para la pintura han surgido siempre a lo largo de los siglos…
—¡Desde luego! Siempre. Toda la vida.
—Así que no podemos hablar de resurrección de
la pintura, ya que ésta nunca ha muerto…
—Jamás ha muerto. Y no sólo eso: cuando ha
pasado todo esto, se ha enriquecido mucho más. Yo como pintor lo veo: los
museos están en una decadencia absoluta, pero la pintura está más viva que
nunca, a partir de todo eso… ¡Los jóvenes están gruesos! No sólo en México; en
varias partes del mundo, los jóvenes pintores están impresionantes. Es un
fenómeno que está totalmente en contra de todo lo que ha provocado el arte VIP,
todos esos movimientos de la piedra en medio o de la caja de zapatos.
—Si me permite, el problema no sólo ha llegado
por ese flanco…
—Sí, exacto. Ahí están los pintores
hiperrealistas, que son muy comerciales… Eso también ha afectado, porque es una
pintura muy mala, pero se vende mucho. ¡Es la que más se vende, tal vez! Y es
que la pintura transgresora les da miedo. ¡A mí me ha costado, durante toda mi
vida, la actitud que tengo! Y no es actitud: simple y sencillamente así soy.
Ése es mi carácter… Entonces, yo pienso que el arte no es exactamente para
confrontar; es para que sientas. Algo que tú compras, algo que tú cuelgas, es
porque tú sientes algo al verla. Es como la música que oyes, el libro de
poesía: ¿por qué te gusta? Porque la sientes. El arte no es que deba
entenderse, es sentirse…
—Pero, por naturaleza, el ser humano trata de
entender, maestro.
—Mira, cuando tú lees un poema, tú no lo
quieres entender, lo quieres sentir. Ya después, en una segunda lectura, tratas
de desmenuzarlo y utilizar más la razón. Pero tú no puedes ver un cuadro, y
estar utilizando la razón nada más… Además, como el realismo per se es
descriptivo, un vaso es un vaso. El realismo tiene este detalle: que sale de
ti, tiene que salir de dentro de ti. Uno pone un elemento, pues así lo requiere
el cuadro… Es como si alguien está componiendo una partitura, y de pronto algo
le dice que se vaya por tal o cual camino. Así pasa con la pintura. Es como un
trace.
—En su caso, para ver su obra pictórica, ¿la
gente debe estar preparada?
—En lo absoluto. En lo absoluto. Mira, la
pintura se vende por tres razones, sobre todo: se vende por estatus (si todos
tienen un Coronel, debo tener uno); se vende como inversión, y la tercera, que
es la más rara pero sí existe, se vende por gusto. Yo tengo, por fortuna,
coleccionistas míos, sobre todo algunos, que compran mis cuadros por gusto,
porque les gusta mi trabajo… Y les gustan, a veces, los cuadros muy
provocadores, muy gruesos…
A lo largo de los últimos años, quizás la
última década, había discutido, analizado y debatido sobre la obra de Arturo
Rivera con mis amigos hasta la exasperación. Y digo exasperación porque
esencialmente se trataba de eso: la única conclusión a la que lográbamos llegar
era siempre la misma: ¿qué motivaba a Arturo Rivera hacer esas obras? ¿Cuánto
había sufrido en su vida para pintar ese infierno que, paradójicamente, para
lograrlo, usaba imágenes bíblicas, religiosas, incluso casi sagradas?
Por supuesto, no éramos los únicos. Diversos
periodistas, críticos y artistas que se ganan la vida poniéndole etiquetas a la
gente, le identificaron con una amplia variedad de escuelas. Que era un
surrealista. Que era un impresionista. Que era un cubista. Que era un
hiperrealista. Y, quizá, mi favorito: que era un realista de intensidades. Pero
detrás de ese montón de frases rimbombantes, esa gente casi nunca explicaba en
esencia al pintor mexicano.
Sentado en uno de los sillones de su
casa-estudio, no dejaba de pensar en la frase que acababa de pronunciar el
propio Arturo Rivera: a la gente le gustan, a veces, los cuadros más
provocadores, muy fuertes.
En lo particular, y así se lo dije, esto es lo
que me agrada de su obra. Sus cuadros no sólo me fascinan y me interesan;
también me inquietan. ¡Es como un golpe a puño limpio! Me confunden. ¿Es normal
que la gente sienta eso ante su trabajo?
“Bueno, me da mucho gusto que lo digas —dijo—.
Porque para mí, el objetivo del arte, el objetivo de la expresión humana, es
exactamente conmover. Esto es, si una obra de teatro, un libro, una melodía, o
un cuadro no te conmueve, ¿qué sentido tendría? Para mí, todo el arte tiene que
conmover, tiene que confundir. Lo que no conmueve es decoración. No hay más
vuelta que darle.”
Entonces, me miró a los ojos y preguntó: ¿y por
qué te ha confundido?
No lo sé muy bien, le contesté. Todos estos
personajes que encontramos… son muy fuertes. Parece que han sufrido mucho. Dudo
que alguien se sienta a gusto con un cuadro suyo.
“Eso pasa mucho —respondió—. Al principio, de
hecho, yo no me daba cuenta de esto. Uno hace este tipo de cosas y cree que es
de lo más normal. Incluso, las mismas galerías llegaban a sorprenderse. Quizá
por eso, al principio, sí me costó trabajo entrar a galerías. Y no sólo entrar.
Recuerdo que el cliente mismo, que se llevaba un cuadro porque le gustaba o le
conmovía, lo regresaba unos días después, ya que a su esposa no le agradaba.
Sin embargo, con el tiempo fui entendiendo poco a poco qué es lo que la gente
ve en lo que yo veo. A mí me parecía normal. Y creo que lo es. Pero a otros no
les parece. Es ahí donde entra ya lo de la belleza y lo terrible. Un tema que,
por cierto, ha sido abordado en infinidad de tratados.”
Le conté que precisamente este tema era el que
me había llamado más la atención cuando lo conocí. (En 1994, Arturo Rivera
había presentado en la galería Misrachi su trabajo realizado un año antes: 25
pinturas y dibujos elaborados en torno de temas bíblicos. En ella había piezas
como La Dolorosa, Ecce Homo, El círculo y La última cena, siendo esta última,
junto con Ejercicio de la buena muerte, las más relevantes.) Seguidamente le
comenté que sería hasta seis años después, en la retrospectiva que se le
organizó en el Palacio de Bellas Artes, cuando había comprendido, de repente,
lo que quería contar.
Quiso saber entonces qué era eso que había
entendido. Le expliqué mi interpretación de su obra. Sus cuadros, especifiqué,
no pueden ser otra cosa más que una galería de personajes cotidianos, criaturas
abandonadas a su suerte, seres marginales, los «clochards» universales que aparecen
sin escenarios protectores.
Mientras me explayaba, él asentía con la
cabeza. “Sí, eso puede ser —me confirmó—. Si tú también lo ves, te estás
identificando con ese punto de vista.” Aunque me aclaró inmediatamente algo que
no sabía: “Ahora bien, si pongo un elemento aquí o allá, no hay un por qué.
Simple y sencillamente son como metáforas que te salen o que son provocadas por
el primer elemento que tú pintas.”
Luego, agregó: “Antes, en los ochenta, partía
del cuerpo y era el que me decía qué colocar. Hoy, las cosas son distintas. Es
lo que te decía hace un momento: hoy es como estar en trance, no estás contigo,
no estás pensando. Está saliendo. Ahora tú eres el que propicias ese estado de
comunión. Estás ido. Estás como volando. Hoy, es una belleza lo que sucede ante
el lienzo.”
Le pregunté sobre esas criaturas abandonas a su
suerte, o que lleva a su límite.
“Es que así soy. Yo tengo una identidad con lo
que me gusta. Por ejemplo, yo tengo una identidad con este cráneo que ves aquí
en la mesa —dijo, y señaló, en efecto, un cráneo sobre una esquina de la mesa—.
¿Por qué? Porque hay algo que me conmueve. Todos mis cuadros tienen algo de mí,
y lo tienen sin ser autorretratos. Todos los personajes, todas las figuras,
salen de mí. En todos los pintores auténticos, todo lo que ves en cuadro es
él.”
Dicho esto, guardó silencio y le dio una calada
a su puro. Luego, como hablando para sí mismo, reflexionó en torno de la
pintura.
“Mira, la pintura, la auténtica, siempre va a
representa su época. Es decir, representa la época en la que tú estás:
política, social, económica, cultural, de todo tipo. Es más: en las grandes crisis
es cuando se da la mejor pintura. ¿Por qué? Porque hay más angustia, hay más
movimiento, hay más tensión.”
¿Cree que la pintura pueda mover fibras,
cambiar un poco las cosas que vemos?, le pregunté, casi susurrando, como no
queriendo interrumpir.
No lo pensó mucho: “Yo creo que el arte, en
general, es la parte espiritual del hombre. A excepción de la arquitectura, que
también es arte y tiene una función, el resto de las artes (la música, la
literatura, la pintura, la danza, etcétera) no tiene una función vital. Su
función es totalmente espiritual o estética o decorativa… Es una forma de
verse.”
Apuntemos algunos datos biográficos: Arturo
Rivera nació en la Ciudad de México en 1945. Estudió pintura en la Academia de
San Carlos, y serigrafía y fotoserigrafía en The City Lil Art School de
Londres. Vivió ocho años en la ciudad de Nueva York, en donde, para sobrevivir,
ejerció trabajos de albañil, ayudante de cocinero y como trabajador en una
fábrica de pinturas.
Sin embargo, en 1979, el pintor Max Zimmerman
vio una obra del artista en el Instituto Latinoamericano de la calle Madison.
Entonces, todo cambió para él. Y es que Zimmerman se encargó de buscarlo y lo
invitó a trabajar con él en una ayudantía en la Kunstakademie de Munich,
Alemania. Tras un año de intenso trabajo y estudio, regresó a México invitado
por el Museo de Arte Moderno, donde expuso por primera vez. Desde entonces,
Arturo Rivera se ha convertido en uno de los pintores más renombrados del país,
y también fuera de él.
—Maestro, dicen que a cierta edad uno debe
hacer acto de presencia porque se cierne sobre uno el espectro de la demencia o
del infarto… ¿Cómo recibe estos 70 años?
—Ja-ja. Es una buena edad. Mira, yo tengo una
válvula aórtica desde hace 18 años. Supuestamente, ésta tiene más o menos 20
años de vida. Ahora, yo con el cardiólogo que voy, me dijo que eso no era
cierto. Pero, en última instancia, si me tuvieran que cambiar la válvula,
porque ahora, según sé, hay unas fantásticas, me la cambió. Si me muero en el
intento, ya qué; me morí. No pasa nada. Lo que sí voy a hacer, cuanto antes (y
con un notario de por medio), es poner en orden mi papeles y hacer lo mismo que
otros amigo: dejar claro que no quiero que me entuben para prolongar mi vida.
—Le entiendo. En la Ciudad de México tenemos la
Ley de Voluntad Anticipada.
—Exacto. Yo muero en mi cama. Nada de tubos.
—Quiero pensar que no cree en nada religioso, y
mucho menos en algo más allá de la muerte.
—Simpatizo con el budismo; aclaro: no sé mucho
de él, ni lo practico. Pero de las religiones, o doctrinas, para mí es la más
real y con la que más coincido. Sin embargo, en efecto: no creo en la
reencarnación. Ahora bien, no es que reencarnemos… Mira, soy ateo, por supuesto
(dentro de un ámbito católico, porque me muevo en una sociedad católica), pero
hay una cosa que me llama la atención: todo vuelve a su origen. Todo. Porque lo
único que no puedes destruir es la energía. La energía se transforma. Así que
nosotros tenemos energía. ¿A dónde se va? Eso sí no lo sé.
—¿De dónde vendrá esa fascinación de muchos
seres humanos por la muerte? En su obra está muy presente…
—No lo sé muy bien. Yo creo que mi naturaleza
es ambos, porque también soy muy Eros, y se ve en mi pintura. Es un
Eros-Tánatos muy fuerte, del que quizá sobresalga el Tánatos…
—En ese caso, la mujer, ¿qué ha representado en
su vida y en su obra?
—Ha sido importantísima. Fui muy precoz. Yo, a
los 13 años, ya había tenido mi primera relación. Siempre ha sido una parte muy
fundamental. Mírame ahora cómo ando. De hecho, huí de mi casa con una novia.
Era mi maestra de francés. Ella con 30 años, yo con 18. Fue mi maestra en
muchos aspectos. Así que la mujer siempre ha estado ahí, hasta ahora…
—Entonces, nada de vejez…
—En lo absoluto. Yo me siento igual… Vale, de
repente digo: ¡¿70?! Sí, en efecto, son un chingo. Pero yo me siento igual. Yo
sigo viviendo igual de intenso. Y no es porque ahora cumpla 70 años, pero yo
decía: bueno, a los 70 años ya me calmo. No es cierto. No te calmas. Es lo
mismo. Tengo 70 años y estoy vital. No soy un viejito que está con bastón.
Además, sigo trabajando. Sigo pintando. Tengo un proyecto de “Mise en scene…”,
del cual ya salió el primer cuadro y ya vendí. Así que nada de retiro.
—Me queda claro que, entonces, se siente a
gusto recibiendo siete décadas.
—Es que, ¿qué más me queda? Yo sigo viviendo… Y
sigo en las tragedias de las separaciones amorosas. O sea, para mí es lo mismo.
Uno, a los 70 años, no está con una chava de 30 tratando de arreglar las cosas,
o viviendo una separación… Y, sin embargo, heme aquí de nuevo en este
laberinto…
Nota bene: Editado por el Museo de Arte
Contemporáneo de Monterrey para festejar los 50 años de actividad artística, el
año pasado salió a la luz el libro Arturo Rivera. Se trata de un ejemplar de
lujo, edición bilingüe, de 300 páginas, que contiene ensayos de Guillermo
Sepúlveda (“Arturo Rivera, aferrado a la pintura como destino y salvación”);
Avelina Lésper (“Arturo Rivera: Si la belleza puede ser engaño, el horror es
verdadero”); Jaime Moreno (“Porque así soy yo y así es mi vida”), y Eduardo
Ramírez (“El interior de la pupila de la muerte”), así como la lista de la obra
y la biografía del artista.
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