El sofá de los campeones y el estupor cultural
FORBES- 16 de marzo de 2019
Un libro refleja la voluntad que
autor de comunicar algo y con independencia de sus creencias y preferencias
siempre reflejan un compromiso. Nadie puede contar nada sin tomar partido.
Tantas veces me han preguntado
por la importancia de la lectura y por el impacto que puede tener un libro en
la vida de las personas que no las podría precisar. Para mí un lema de vida es
atrapar lectores para nunca dejarlos ir y muchos de los que me conocen me
preguntan directamente ¿por qué haces eso? Las formulaciones en torno a la
lectura pueden ser infinitas y mi respuesta es siempre la misma. La visión de
la realidad está implícita en la lectura porque leer es mirar un mundo que se
nos comunica a través de la mirada. No es sólo la fascinación por un libro o el
interés por un autor determinado, se trata de las ganas de abrirse a lo que
otro nos puede decir. Es un tema de curiosidad. A los curiosos les va bien.
Basta considerar que un solo
hecho, por pequeño o insignificante que sea, puede provocar infinitas
versiones, el compromiso de quien escribe es dar a conocer su perspectiva. El
escritor es una especie de cribador que va seleccionando los acontecimientos y
los filtra a través de su propia identidad, de esos atributos que lo hacen
único e irrepetible: diferente. Al leer, nos adentramos confiadamente al mundo
que nos presenta otro que no soy yo. Mientras se van recorriendo los renglones,
se descubren similitudes y discordias, disensos y concordias. Un libro entre
las manos se convierte en un llamamiento a descubrir la otredad.
Un libro refleja la voluntad que
autor tiene de comunicar algo y con independencia de sus creencias y
preferencias siempre reflejan un compromiso. Nadie puede contar nada sin tomar
partido. Es interesante entenderlo, pica la curiosidad. Por el tiempo que dura
la lectura, el narrador se convierte en el gurú que señala el rumbo que debemos
seguir, el ritmo al que nos tenemos que acompasar y la dirección a la que vamos
a llegar. Leer es un acto de confianza mutua total. Un escritor le confía todos
los secretos que quiere revelar en un texto y no se reserva nada, lo entrega
todo a su lector. El que se decide a leer se deja conducir con toda inocencia
por un mundo totalmente nuevo en el que hay todo por descubrir y extiende la
mano para que lo guíen a placer por el camino narrativo.
Lo cierto es que todos queremos
leer, al menos eso manifiestan las innumerables listas de pasatiempos que se
rellenan en una solicitud de empleo o de propósitos de año nuevo. Al lado de
ponerse a dieta, hacer ejercicio, dejar algún mal hábito, casi siempre
encontraremos la voluntad de leer. Lo malo es que pocos lo cumplen. También
pasa que leer puede estar mal visto. Recuerdo los años de secundaria y
preparatoria en los que nos dejaban leer y reseñar una gran cantidad de libros,
libros que muchos dicen que ni siquiera estaban al alcance de nuestra
comprensión. En aquellos tiempos, me tiraba plácidamente en el sillón de la
sala de tele y me perdía por horas en los caminos a Comala, me asomaba por las
torres del castillo, corría detrás del conejo blanco, me asustaba con el payaso
malvado, cerraba el pacto para conseguir el amor de Margarita, entraba a la casa
de Madame Bovary, era Felipe el joven historiador que va buscar trabajo a casa
de la señora Consuelo, me lanzaba a las vías del tren o me dejaba conducir por
Virgilio al que encontré en la Selva Negra. Mientras tanto, mis hermanos salían
a jugar, a pasear en bici, a andar en patines.
Así, recostada en ese sofá viajé
y metí las narices en la vida de tantos personajes que, mientras duraba la
lectura, se convertían en amigos, consejeros, detractores, amores y odios muy
vívidos. Los libros te acercan a zonas fantasmas y a las musas de los autores,
te dejan ver ciencia sin ficción y fantasías verosímiles, entras a órdenes
animales y desórdenes humanos, conoces a visionarios, lees cuadernos de viajes,
obras por entrega, te encariñas con las mascotas de la casa y algo se enciende
en el pecho y en la mente.
Pero, digo que leer no tiene muy
buena reputación. Mientras estaba fascinada entregada en cuerpo y alma a la
lectura, mi nana entraba y me decía ¿por qué no estás haciendo nada? Nana,
estoy leyendo. Sal a que te dé el sol. Nana, estoy leyendo. Hijita, haz algo:
el mundo es de los campeones. Si no me haces caso, te vas a quedar a vestir
santos y no vas a salir de estos pasillos. Anda, vete a conquistar el mundo.
Nana, estoy leyendo. Ándale, sí, seguro ese es el sofá de los campeones. Sospecho que la nana quería que me saliera
del cuarto para dejarla sacudir en paz. Aunque, en cierto modo, ese sofá si era
el lugar de los campeones. De esos campeones que me abrían las pastas y me
dejaban entrar a explorar por sus hojas.
En todo caso, parece mi nana
tenía un poco de razón. Los sofás y los sillones ya no los ocupan tantos
lectores. Estamos viviendo una época de estupor cultural. Muchos creen que el
destino de los libros es adornar libreros, servir para nivelar mesas, para
calzar sillas o para hacer una especie taburete de diseño. También tenía razón
—sin darse cuenta— de que ese tonito sardónico con el que se refería al sofá
era un lugar de campeones. Un campeón es aquel que gana una competencia y leer
sin duda lo es. Un campeón es quien supera una prueba y la lectura tiene esas
características.
Leer nos hace conscientes de
nuestra inconsciencia.
Por eso, invitar a leer es al
mismo tiempo una reivindicación y una interpelación. Leer es una actividad
lógica, justa y que puede convertirse en un propósito con mucho sustento.
Tender esta invitación es picarle la curiosidad a alguien más a enterarse de
secretos que de otra forma no le serán revelados. La lectura es un goce y es un
disfrute, es olfatear el anecdotario de visiones que se conjuran entre las
pastas de un libro.
Si la vista o nos engaña, un
libro es como un armario en el que quizá haya fantasmas, un tesoro, un ser
bellísimo que está a la espera de ser rescatado, un majadero que nos caita en
el centro del hígado, un reflejo de nosotros mismos, un camino de salvación.
Quién sabe qué es lo que hay detrás de las puertas de ese armario: una cara o
una cruz. Descubrirlo es decisión de cada lector que toma entre sus manos las
pastas de un libro y se debate entre dos opciones: abrirlo o dejarlo cerrado.
Al final, todo depende de que tan curiosos seamos.
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