La vida en sociedad y los
acicates de sentirse solo
FORBES- 1 de junio de 2019
Los matrimonios siguen extinguiéndose
y el uso de la tecnología está afectando de manera casi inexorable nuestra
capacidad de formar sociedad y comunidades de apoyo reales.
Uno de los miedos que la gente
expresa con mayor frecuencia es estar solo. Lo manifiestan los jóvenes y los
viejos, los pobres y los ricos, hombres y mujeres temen por igual llegar a un
punto de la vida en el que no tengan a nadie con quien compartir la
cotidianidad. Lo curioso es que los nuevos estilos de vida nos están llevando a
una condena autoimpuesta: la soledad. Hoy, podemos vivir una vida en el
encierro de cuatro paredes, sin necesidad de salir. Podemos trabajar en casa,
hacer las compras desde la sala, ir al banco estando en la cama: no necesitamos
levantarnos ni meternos a bañar para hacer las cosas de la vida. Eso nos lleva
a mutilar parte de nuestra naturaleza de ser humanos, el Hombre es un ser
social.
Si Aristóteles tenía razón, si
somos seres sociales por naturaleza y para constatar que nacemos con la
característica social y la vamos desarrollando a lo largo de nuestra vida,
sostenemos que necesitamos de los otros para sobrevivir, hoy el filósofo se
iría de espaldas al enterarse como nos hemos vuelto personas encerradas,
distraídas, concentradas en una pantalla que han perdido el interés de convivir
en sociedad y van perdiendo habilidades sociales. Es posible que Aristóteles no
entendiera un mundo en el que es más importante poner atención a un dispositivo
electrónico que a lo que te está diciendo la persona que tienes enfrente.
Lo curioso es que vamos caminando
alegremente, como hechizados al camino que nos conduce a hacer realidad aquello
a lo que tanto tememos. El poeta griego Homero nos narra en el canto X de La
Odisea: «Así llegaron a Eea, la isla en la que habitaba la poderosa hechicera
Circe, hija de Helio y de la oceánide Perse. Desembarcaron todos, pusieron la
nave en seco y, de lo desfallecidos que estaban, se tendieron en la arena y
durmieron durante dos días seguidos. Circe salió a la puerta y, muy
amablemente, los invitó a pasar al interior del palacio, pero Euríloco, en el
último momento, temió que pudiese tratarse de una celada y se escondió. El
resto del grupo entró sin recelo en el palacio de la hechicera. Al ver que
pasaba el rato y sus compañeros no salían, Euríloco se temió lo peor y volvió a
todo correr al barco para pedir auxilio.” A veces, me siento como Euríloco que
ve, recela y sospecha. Me dan ganas de hacer lo mismo que Odiseo y amarrarme al
mástil para no caer en las redes de Circe y dejarme seducir por el canto de la
sirena.
La Circe contemporánea a la que
muchos le tienen miedo es a la soledad, pero más que atacarla y prevenirla,
corremos alegremente al banquete que nos prepara la sirena y sucumbimos a sus
maravillosos cantos. Estamos rodeados de solitarios. Sólo hay que fijarse en el
comensal que, a diario, come sin compañía, en los turistas que se van de
vacaciones en completa soledad, el niño que se queda en casa esperando a que
sus padres regresen de trabajar, en quienes añoran la cola de la tortillería o
del supermercado para entablar una conversación. Lo peor es cuando caemos en la
cuenta de que el solitario es uno mismo. No me refiero a esos momentos
deliciosos en los que, al estar con nosotros mismos, podemos reflexionar o
arreglar algo o leer. Me refiero a ese estado en el que pasan días y días y no
se ha hablado con nadie.
La soledad a la que le tememos se
da cuando desborda un estado emocional que podría relacionarse con nostalgia,
melancolía, tristeza, añoranza, desamparo, abandono, sensación de fracaso y
desconsuelo de forma más genérica vive con nosotros en la cotidianidad. Hay que
mirar más lejos y más profundo para entender que la soledad es un problema: uno
que puede mermar la salud de las personas, que es justo lo que concluyó un
equipo de investigadores de Irlanda, Reino Unido y Estados Unidos. Los
científicos ahondaron en las profundidades de este sentimiento y descubrieron
algo sorprendente: cuando la soledad se clasifica en subtipos se duplica el
número de personas que reconocen sufrirla. Y no son pocas; muchos admiten haber
experimentado en algún momento cierta sensación de soledad, los viejos son el
segmento de la población más vulnerable pero, millones de jóvenes se sienten
solos con mucha frecuencia.
La soledad se divide en dos
tipos: la soledad social, que se distingue por la falta de satisfacción en la
cantidad de relaciones sociales, y la soledad emocional, que es la
insatisfacción por la calidad de las relaciones humanas. El tipo de vínculo o
relación que tenemos con las personas de nuestro entorno no es entrañable.
Sucede cuando un niño que está enfermo y no va a la escuela no recibe la
llamada de algún compañero para ver qué le pasó, o cuando un adulto no va a la
oficina y nadie se preocupa por preguntar por él. Pero ¿qué pasa cuando el
estudiante toma clase en forma virtual o el empleado trabaja desde casa? Se
corre el riesgo de volverse transparente, de sentir que no se nota su ausencia
o que da lo mismo su presencia.
El problema es que la soledad se
convierta en un sentimiento dañino que se acelere, avance en forma rápida y que
se crea que ha llegado a proporciones de aislamiento que ya no tienen vuelta
atrás, que ya no hay manera de solucionarlo. Eso determina la manera en que se
percibe nuestro contexto, nuestra historia vital, nuestras vivencias
traumáticas, qué valoraciones hacemos de esa soledad, cómo se ha gestado, qué
tipo de relaciones tenemos, cómo respondemos ante estas variables y una serie
de elementos que determinan cómo la vivimos y como nos la provocamos. La
tememos, pero nos la generamos y con ellas acarreamos manifestaciones clínicas
como la depresión mayor y trastorno de ansiedad generalizada. No hay valiente
que no le tema a estos escenarios.
En todo caso, los solitarios
sociales y emocionales sacan a relucir que la soledad es un problema de salud
pública. Las viviendas ocupadas por una sola persona son el tipo de hogar de
crecimiento más rápido en todo el mundo. La tendencia demográfica muestra una
natalidad a la baja y una proclividad decreciente a vivir en familia. Los
matrimonios siguen extinguiéndose y el uso de la tecnología está afectando de
manera casi inexorable nuestra capacidad de formar sociedad y comunidades de
apoyo reales.
Aristóteles tiene razón: somos
seres sociales y los acicates de sentirse solos son flagelos que afectan
nuestra cotidianidad. Por ello, es necesario ponernos con manos a la obra. No
es difícil. Hay que buscar procesos que integren sociedad y no que la
destruyan. Hay que construir redes de contacto social entrañables, en los que
dar y recibir compañía se conviertan en un objetivo profundo y no en la frivolidad
del mensaje que se aparece en la pantalla y que sabemos que se mandó en forma
automática, en muchos casos sin haber sido leído por quien lo mandó.
Iniciar por dar los buenos días,
acabar el día deseando buenas noches a nuestros seres queridos, ponernos en
contacto con nuestros cariños, relacionarnos con seres de carne y hueso en
forma directa y no a través de un dispositivo, salir de casa, caminar, hacer
ejercicio: formar comunidad. Entender que debemos cuidar y atender a la gente
que está a nuestro alrededor, en vez de acumular cuentas de amigos en redes
sociales. Dar importancia a generar compañía, porque como sucede con los males
endémicos, la soledad es silenciosa, sigilosa y cuando menos nos damos cuenta,
ya se instaló y luego no sabemos cómo deshacernos de ella.
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