¿De dónde
vienen ideas que llevan a innovación?
FORBES- 20 de jun. de 19
Aquellos que tienen ideas rutilantes que
cambian el mundo, entienden que los problemas que se quieren resolver son
oportunidades. Los errores se pueden transformar en fortalezas.
Al pensar en innovación, tendemos dejar que
nuestra fantasía vuele hasta la Bahía de San Francisco y creemos que lo que
sucede alrededor del Silicon Valley se convierte en el germen detonador de lo
nuevo en el mundo. Efectivamente, ahí se pergeñan grandes transformaciones que
tarde o temprano modificaran las formas en que entendemos e interactuamos con
el mundo. Sin embargo, no tenemos que ir lejos para entender que innovar es
introducir algo en el mercado que no existía antes, pero también es encontrar
soluciones prácticas a nuestros problemas cotidianos. Es decir, podemos innovar
aquí y ahora, sin necesidad de abandonar el día a día. Por supuesto, lograr que
nuestro equipo de trabajo resuelva el acertijo, es lo que muchos líderes buscan
con el afán de Diógenes.
El problema al que nos enfrentamos tiene dos
vertientes peligrosas: dejamos de innovar porque tenemos miedo de equivocarnos
y nos olvidamos de innovar porque estamos muy cómodos en el lugar que ocupamos.
La realidad es que matamos la chisma de la innovación porque nos han hecho
creer que se trata de hechos grandilocuentes que implica una serie de sucesos
sin precedentes. Así, esta mala concepción se nos pega como una ventosa viscosa
al cerebro que nos lleva a una actitud contagiosa de parálisis. Si no estoy
destinado a hacer algo enorme, entonces, ni me muevo.
Recientemente, estuve entre un grupo que tomó
conmigo la clase de Emprendimiento. La idea de la grandilocuencia estaba tan
arraigada en su mente que le llevaba a desestimar buenos proyectos. Al hablar
con ellos sobre el proceso que lleva un proyecto para emprender, se sentían
sumamente confundidos, puedo decir que hasta desilusionados. Les costaba mucho
trabajo entender que las innovaciones llegan de lugares donde generalmente no
se esperan: espacios humildes, pequeños que detonan un cambio, una mejora.
Pareciera que lo obvio, lo que tenemos frente a
nuestra nariz, se convierte en una especie de lunar en la nuca que no podemos
ver. Despreciamos la posibilidad de que algo nimio pueda transformarse en algo
que encienda un proceso innovador. Claro, es difícil entender que no se
necesita ser un genio para innovar, lo que se requiere es poner atención. Eso
es lo realmente complicado. Vivimos un mundo de espejos, en los que nos
entretenemos con reflejos que no muestran la realidad. Nos encandilamos con
ideas que nos distraen y en vez de fijarnos en los detalles del camino, miramos
al punto inalcanzable. Desde luego, da miedo no poder llegar o da flojera si
quiera intentarlo.
No obstante, cuando nos fijamos en un punto
accesible, la posibilidad de logro se vuelve más cercana. Las innovaciones rara
vez son golpes de genialidad. Si a Isaac Newton le cayó la manzana en la cabeza
y esa serendipia lo llevó a ser el padre de la Física fue porque estuvo abierto
a entender lo que ese hecho pequeño, tal vez insignificante, puede representar.
Es decir, Newton tuvo dos cosas: atención y humildad. Fue capaz de fijarse lo
que el golpe en la cabeza significó y encontró la grandeza de la ley de la
gravedad en una pequeñez.
Claro, estamos tan acostumbrados a relacionar
la palabra innovación con revolución, con maravilla, con irrupción
intempestiva, que creemos que nos encontramos fuera de esas ligas. Lo cierto es
que podemos innovar en temas de comercialización, de procedimientos, de
organización. Innovar no se circunscribe a introducir productos únicos e
irrepetibles. También se trata de mejorar algo que ya existe o de ver nuevas
posibilidades de uso para algo que ya está ahí.
Podemos innovar al combinar nuevos elementos,
al atrevernos a buscar rutas distintas, al dejar lo que conocemos. Pero, es
importante entender que la innovación no llega por sorpresa: es necesario
propiciarla. Contrariamente a lo que pudiéramos imaginar: los procesos de
innovación no llegan solos productos de una inspiración furtiva. Podemos
provocarlos.
Hay ejercicios corporativos que son sencillos y
relativamente útiles. Invitar a los hijos de quienes trabajan con nosotros y
explicarles lo que se hace, nos lleva a recorrer procesos en forma sencilla
—tenemos que lograr que los niños entiendan— y eso nos lleva a encadenar la
cotidianidad y ver oportunidades.
También, existen talleres de creatividad en los
que la gente explora formas distintas de hacer las cosas. Mientras más alejado
a lo que hacen todos los días, mejor. Si alguien dice que no es bueno para
dibujar, en ese taller lo intentará; si alguno dice que no le gusta leer,
probar la lectura le puede iluminar ideas nuevas. Hay, para los directivos,
retiros de creatividad en los que aprenden a construir proyectos a partir de
pocos elementos: escribir, pintar, esculpir, cocinar. Los procesos innovadores
se activan cuando el cerebro se activa al llevar a cabo actividades que no
suele hacer.
Las buenas ideas que llevan a la innovación
provienen de reunir recursos dispersos para lograr con ellos algo que solucione
una necesidad preexistente. ¿Cómo vamos a innovar si estamos tan distraídos que
no podemos detectar esa insuficiencia? Las ideas que impulsan la innovación son
hijas de la voluntad de quererse mover de la zona de confort y del placer de
descubrir en los lugares más insólitos una solución. En otras palabras, vienen
de esa curiosidad que nos acompaña desde la infancia y que, por alguna razón,
hemos ido inhibiendo en la edad adulta, con el paso de los años.
Claro que, tal como le sucedió a Arquímedes
antes de gritar Eureka, necesitamos entender cuáles fueron los pasos que nos
llevaron a descubrir la necesidad y entender cómo solucionarla. Poner atención
requiere de un método. Cuando tenemos claros los pasos, podemos traducirlos en
información que se puede sistematizar. Esto sirve en dos vías: si tenemos
éxito, lo podemos replicar tantas veces como sea necesario. Si fracasamos,
conocemos los pasos para detectar dónde estuvo el error y arreglarlo.
Un traspié común al tratar de innovar es creer
que, si fracasamos, todo lo que se hizo tiene como destino el bote de basura.
No es así. Los errores en el método científico representan caminos que no nos
llevaron al resultado deseado, por lo que podemos tomar otros. Verificar dónde
nos desviamos y evitar ese rumbo. Un fracaso no es el final del camino. Por
eso, aquellos que tienen ideas rutilantes que cambian el mundo, entienden que
los problemas que se quieren resolver son oportunidades. Los errores se pueden
transformar en fortalezas que se pueden aprovechar si sabemos cómo abordarlas.
En fin, las ideas que detonan la innovación
están en la forma en que ponemos atención, la voluntad que hay para
encontrarlas, la visión para aceptarlas, el método para ponerlas a prueba y las
ganas que tengamos de pelear contra el miedo al fracaso y a la comodidad del
status quo. Salir de la zona de confort.
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