Alejandro González Iñárritu:
obsesión por contar historias
FORBES, 11 de agosto del 2015
Ha logrado consolidar una carrera
en Hollywood más allá de su triunfo en los premios Oscar. Del drama a la
comedia (agridulce, eso sí), ha sido capaz de desarrollar un estilo único
basado en el desgarro, la pérdida y la complejidad.
«¿Quién le dio la green card a
ese hijo de perra?» La broma de Sean Penn a Alejandro González Iñárritu en los
premios Oscar de este año se convirtió en trending topic, muy a su pesar. Fue
poco antes de que el actor le entregara el premio a la Mejor Película por
Birdman.
Ambos son viejos amigos desde que
trabajaron juntos en 21 gramos, la cinta que —paradójicamente— le supuso una
nominación al Oscar a dos de sus protagonistas, Naomi Watts y Benicio del Toro,
pero no al propio Penn, que sí ganó la Copa Volpi en el Festival de Venecia en
2004. Por segundo año consecutivo la Academia ha premiado a un director mexicano, tras el triunfo de Alfonso Cuarón
el año pasado por Gravity.
«Tal vez el próximo año el
Gobierno imponga algunas reglas de inmigración a la Academia. ¿Dos mexicanos?
Es sospechoso, supongo», declaró Iñárritu instantes después de recoger el
premio, tratando de disculpar —o poner en contexto— las palabras de su amigo.
Logró, sin embargo, borrar de un plumazo cualquier posible polémica cuando
dedicó el premio a todos los mexicanos: «Rezo porque encontremos el gobierno
que merecemos».
Hace 25 años nada hacía presagiar
este éxito cuando trabajaba como creativo, productor y, desde 1987, director de
la estación de radio WFM, la número uno de la Ciudad de México. En aquel
entonces el cine mexicano atravesaba una de las peores crisis de su historia.
De 85 películas producidas al año a inicios de la década de 1980, el número se
redujo sólo a 16. Pero había un grupo de jóvenes que estudiaba en el Centro de
Capacitación Cinematográfica (CCC) y el Centro Universitario de Estudios
Cinematográficos (CUEC), que hacía presagiar que algo se cocía en el ambiente.
De 1987 a 1989, Iñárritu compuso la banda sonora para seis películas. «Soy más
musicólogo que cinéfilo».
Aunque algunos críticos aseguran
que el cine mexicano vive hoy un boom, Iñárritu prefiere no utilizar este
término. De hecho, detesta ese vocablo: «Qué palabra tan utilizada… El boom
siempre trae tum-tumtum, como el final de una canción. Lo que hay es una simple
sincronía», asegura. Lo cierto es que él, Cuarón, Guillermo del Toro, Emmanuel
Lubezki —Oscar a la Mejor Fotografía el año pasado por Gravity y éste por Birdman—
y el ingeniero de sonido Martín Hernández forman parte del lobby mexicano en
Hollywood. Entre todos ellos, destaca Iñárritu, conocido como «El Negro».
Para localizar el origen de esta
eclosión hay que remontarse a la década de 1990 cuando creó con Raúl Olvera una
productora, Zeta Films, para montar proyectos audiovisuales, películas, cortos,
anuncios y programas de televisión. Durante tres años estudió teatro con el
director y dramaturgo polaco Ludwik Margules y con Judith Weston en Los
Ángeles.
Pocos podían imaginarse que, casi
20 años después, sus enseñanzas se transformarían en esa declaración de amor a
la escena llamada Birdman (O la inesperada virtud de la ignorancia). Como
señala el personaje del crítico teatral Addison de Witt en Eva al desnudo: «El
teatro, el teatro… ¿Quiere saber lo que es teatro? Un circo de pulgas, una
ópera y un rodeo; carnavales, ballets, bailes de tribus indias, marionetas, un
hombre orquesta… todo eso es teatro. Donde haya magia y ficción, y un
auditorio, allí hay teatro. El pato Donald, Ibsen, Pirandello, Sarah Bernardt
[…] Betty Grable, Rex, el caballo salvaje, Leonora Dusen… todo es teatro».
Con su primera película, Amores
perros (2000), algunos críticos señalaron la cualidad teatral del soberbio
guión escrito por Guillermo Arriaga. La impecable factura cinematográfica —con
un trío de historias que se interconectaban conformando una radiografía de la
sociedad mexicana— la convirtió en un fenómeno y situó a Iñárritu en el Olimpo
de los grandes: se estrenó en el Festival de Cannes, ganó el premio de la
crítica y estuvo nominada al Oscar como Mejor Película de habla no inglesa (el
premio lo obtuvo El tigre y el dragón, de Ang Lee).
Para su siguiente cinta, 21
gramos (2003), Iñárritu contó con un reparto internacional que incluía tres
estrellas: Sean Penn, Naomi Watts —que aceptó el papel sin siquiera haber leído
el guión— y Benicio del Toro. Arriaga firmó de nuevo un mecanismo de relojería
de alto voltaje emocional.
La muerte, la autodestrucción y
la venganza planean sobre el argumento como aves de rapiña en una playa
desierta. Su tercera película, Babel (2006), supuso el final de su colaboración
con Guillermo Arriaga; hubo quien habló casi de divorcio artístico. Como en la
parábola bíblica, el lenguaje aquí no es una vía de comunicación, sino todo lo
contrario: situada en tres continentes, cuatro países —Marruecos, México,
Estados Unidos y Japón— y cuatro lenguas diferentes, Iñárritu compuso esta
película coral con un reparto de lujo: Cate Blanchet, Brad Pitt, Gael García
Bernal… Por primera vez, la Academia lo nominó a los Oscar como Mejor Director
—fue el primer cineasta mexicano en obtener esta candidatura— y Mejor Película,
además de otras cinco categorías. Las tres películas retratan diversos miedos
tanto del director como de su guionista, «realidades contra las que necesitaba
luchar y realidades que me conmueven», ha declarado.
En su cuarto trabajo, Biutiful
(2010), Iñárritu se decidió a dar el salto al guión con un drama de tintes
sobrenaturales. Aunque la película contaba con una desgarradora interpretación
de Javier Bardem, quien estuvo nominado al Oscar —por primera vez, un actor
optaba al premio en una película enteramente hablada en castellano—, hubo quien
señaló que la fórmula de Iñárritu de poner el acento en los tintes más oscuros
e intensos de la historia comenzaba a resultar levemente repetitiva (lo que unos
llaman estilo, otros lo llaman reiteración).
Presionado por lo que parecía ser
un callejón sin salida —resultaba prácticamente imposible ir más allá en el
terreno del drama, cuando no directamente de la tragedia—, Iñárritu decidió
meditar y encontrase a sí mismo. Cuando se anunció que su siguiente película,
Birdman, iba a ser una comedia de humor negro, muchos enarcaron las cejas.
¿Iñárritu, el pope de la tragedia metafísica, haciendo chistes? Para ello, echó
mano de un ambiente que conocía muy bien: el teatral.
«La trama gira en torno a algo
que me resulta personalmente cercano y, cuando terminó la película, descubrí
que, curiosamente, mucha gente se siente igual que yo», ha dicho. Birdman es su
película más sincera. «Estoy ahí dentro y esas son mis miserias, mis
realidades. He sido todos esos personajes. O he sido yo o he trabajado con
ellos o he sido víctima suya. Ese ha sido mi mundo. Esa fue la apuesta».
Frente a la fragmentación de sus
anteriores trabajos, apostó por largos planos-secuencia con la apariencia de un
(falso) plano único, cámara en mano, al estilo de La soga, de Hithcock (1948).
El director, que a los 17 años se embarcó en un carguero, con el que conoció
Barcelona, la Toscana y Sicilia, descubrió que la vida también puede ser una
broma pesada. «Con los 50 entré en una melancolía profunda. Aún sigo navegando
en esa nube donde se empiezan a apagar las luces de la fiesta».
Su próximo proyecto, The
Revenant, es un prewestern —la definición es suya— protagonizado por Leonardo
DiCaprio. Si el actor es conocido por su obsesivo perfeccionismo, el director
mexicano también: «Soy muy duro, muy militante, muy exigente; se me teme más
que se me quiere. La gente sabe que no va a haber tregua, pero logro conectar
con ellos, porque no exijo nada de lo que no doy y porque la experiencia crea
una catarsis, lleva a un conocimiento profundo de las capacidades de todos
nosotros. Cualquiera puede hacer una película, pero lograr una buena es abrir
una guerra a muerte, principalmente contigo mismo. Por eso me da miedo cada vez
que voy a empezar una, porque no la suelto».
Hay quien habla de una nueva
lluvia de nominaciones, pero los premios no le obsesionan. «En un mundo donde
la ironía reina, donde hay que separarse, protegerse y reírse de cualquier cosa
que sea honesta o tenga una carga emocional, yo apuesto por la catarsis»,
asegura. «Me gusta invertir emocionalmente en las cosas. Y la catarsis tiene la
posibilidad de abrir las puertas incluso de quienes se protegen».
En realidad, si hay un hilo
conductor que recorre la obra de Iñárritu es cierto sentimiento de pérdida. Su
padre, un banquero arruinado que se rehízo vendiendo fruta, está detrás de todo
esto. Él tampoco se considera un padre ejemplar. En 2010, para purgar sus
continuas ausencias motivadas por los rodajes y las maratonianas épocas de
postproducción posterior, decidió alquilar un cine en Los Ángeles para que sus
dos hijos, con 15 y 17 años recién cumplidos, pudiesen ver sus películas. «Mis
hijos han sufrido mis ausencias y dije: ˝Por lo menos que vean que lo que hice
merecía la pena˝.
Quedaron estupefactos: Amores
perros les encantó. Se sorprendieron muchísimo de que fuera una película tan
moderna. Les asombró que su papá, ese viejo, de pronto tuviese un aspecto medio
moderno. 21 gramos les impresionó, no la articularon, pero les impactó. Y Babel
les emocionó. Biutiful les dio un bajón tremendo», recuerda.
Ahora, todas las miradas están
puestas en The Revenant. Supone el regreso de Leonardo DiCaprio tras dos años
alejado de las pantallas. El rodaje ha sido uno de los más duros de su carrera
por las condiciones climáticas: la película se ha rodado en escenarios
naturales de Canadá en orden cronológico —algo inédito en la industria— y sólo
con luz natural. La fotografía corre a cargo de su mano derecha, Emmanuel
Lubezki. La venganza y la pérdida son las grandes protagonistas de un guión
basado en una novela de Michael Punke.
El director confiesa que, tras su
triunfo en los premios Oscar, siente que la presión también ha aumentado,
aunque no le quita el sueño. «En mi carrera me he vuelto un experto en pasar,
en un segundo y sin haber hecho nada, de ser un exitoso nominado a un perdedor.
No quiero decir que no tenga ninguna importancia pero, a fin de cuentas, la
competición en el arte es absurda», concluye. Aunque no tanto como para no
vislumbrar una nueva candidatura para el próximo año. Seguro.
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