La importancia de cumplir con la
palabra
FORBES- 23 de noviembre de 2017
Pocas cosas dañan tanto al
prestigio de alguien como incumplir una promesa, fallar a la palabra dada es
tomar la ruta equivocada
El que promete algo busca
encender la ilusión de alguien más. La empeñada alcanza el objetivo de inflamar
la chispa y si lo logra, el peor error que se puede cometer es el
incumplimiento. Esta máxima opera de la misma forma en el terreno personal y en
el ámbito empresarial. De nada sirve dar explicaciones del por qué no se
hicieron las cosas: los pretextos sobran y las excusas no son suficientes.
Hoy, al salir del gimnasio,
vi un letrero que invitaba a participar
en una promoción. El rótulo decía en enormes letras rojas que si contestabas la
encuesta electrónica de cinco preguntas podrías ganarte un iPad. El problema
era que el aparato en el que se debían registrar las respuestas estaba
descompuesto. ¿Cómo se supone que alguien iba a ganarse un iPad si no había
forma de participar? Lo peor de todo es que el gimnasio tiene anuncios por
todos lados con un slogan que dice: Nosotros nos ocupamos. Pero no lo hacen.
El incidente me llevó a
reflexionar, ese no era el único aparato descompuesto en el gimnasio: el baño
de vapor ese día no estaba funcionando, el torniquete de entrada estaba fuera
de servicio, había algunos focos fundidos y varias caminadoras estaban en
reparación. Para el gerente del gimnasio fue más fácil imprimir un letrero que
dijera: No funciona que arreglar el desperfecto. Así la acumulación de averías
se está convirtiendo en una lista interminable. No sólo se trata de
desperfectos que esperan reparación, es una colección de promesas que se hacen
sin que se vayan cumpliendo.
Cuando algo se promete, hay que
cumplirlo. Aunque parece evidente, no siempre lo es. Hay quienes prefieren mirar a otro lado antes
que hacer que las cosas funcionen como deben de ser. Para muchos, como para el
gerente del gimnasio, es más sencillo elaborar un pretexto que resolver un
problema. Incumplir una promesa era mejor que reparar una descompostura.
Pareciera que el camino de la disculpa fuera más sencillo. Eso me llevó a
recordar la primera vez que fui a Disneylandia siendo una niña pequeña. Me
prometieron que estaría en el Lugar más feliz del mundo y cumplieron su promesa
a cabalidad.
Recuerdo con emoción las vueltas
en un hermoso carrusel, sobre un caballo blanco junto a mi padre que montaba un
poderoso corcel negro y todo era perfecto. El castillo de Cenicienta era un
sueño vuelto realidad y cuando subí al barco en el juego de Peter Pan en verdad
creí que estaba volando por los cielos de Londres con rumbo a la Tierra de
Nuncajamás. Los años pasaron y llegó el tiempo en el que me tocó llevar a mis
hijas pequeñas. Tenía la ilusión de que su experiencia fuera tan entrañable
como la mía, pero tenía miedo de que la memoria hubiera magnificado las
remembranzas y que la realidad no encontrara eco con lo que me iba a topar.
Para mi sorpresa, todo fue tal
como lo recordaba. Continuaban cumpliendo la promesa, seguían siendo el lugar
más feliz del mundo. ¿Cómo era eso posible? La respuesta es evidente y simple:
arreglan todos los desperfectos de inmediato. Cada noche, cuando las puertas del
parque se cierran al público, un equipo entra y empieza a trabajar. Como los
duendes remendones del cuento, pulen todo aquello que perdió brillo, pintan
cada pasamanos se descarapeló, reparan lo que se despostilló, componen cada
llave de agua que gotea, enderezan las señales caídas, cortan las hojas secas y
se encargan de dejar hasta el último rincón del parque en óptimas condiciones.
Se aseguran de que todo esté trabajando adecuadamente y de que cada cosa luzca
como si fuera nueva. En ese sentido, Disneylandia es un ejemplo que muchas
compañías deberían seguir, aunque muchas no lo hacen.
Es tan fácil acostumbrarse a las
cosas rotas. Basta pensar en la cantidad de veces que seguimos usando cosas
abolladas en vez de repararlas de inmediato. En ocasiones llega gente nueva que
se acostumbra al desperfecto, sin darse cuenta de que está mal porque nunca
conoció lo que estaba bien. En general, dejamos de reparar las cosas por tres
razones principales: Porque no sabemos cómo hacerlo, porque no tenemos tiempo
para hacerlo o porque no nos gusta hacerlo. En cualquier caso, nos estamos
aproximando a escenarios realmente peligrosos. Los ejecutivos pueden ser
tolerantes, incluso indulgentes con estos temas; los clientes no. Si no sabes
cómo, no quieres o no te gusta reparar lo que se descompuso, busca a alguien
que lo haga.
Uno de los problemas más
frecuentes, en empresas grandes y pequeños negocios, es posponer las
soluciones, aplazar las reparaciones. Incluso, hay extremos en que los procesos
se alteran y resulta más costoso operar mal que operar bien. O, peor aún, se
llega a la conclusión de que si se hubiera reparado la avería desde el primer
momento, todo hubiera sido más sencillo y sin tantos costos. Al postergar las
reparaciones, el daño crece y las proporciones llegan a salirse de control.
En cambio, quienes hacen frente a
los problemas desde el principio, tienen mejores posibilidades de salir
adelante mejor y más rápido. Un buen indicador lo constituyen las opiniones y
quejas de los clientes. Son ellos los que dan la pauta de aquello que necesita
ser reparado, los que nos alertan y nos hacen ver aquellas promesas que no se
le están cumpliendo. Mientras más rápido se atiendan, mejor. Por eso, si algo
está descompuesto, no hay que darle la vuelta: ¡Arréglalo!
La promesa que no se cumple es
una muestra de que hemos dejado de ver al cliente. Un negocio que no toma en
cuenta a su consumidor va camino al desfiladero. No importa que en un momento
determinado sea el líder, si hace enojar a quien es su fuente de ingresos,
tarde o temprano terminará sin ventas. Si buscamos conquistar por medio de una
promesa, lo mejor que podemos hacer es honrarla.
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