Los techos de
cristal con repercusiones negativas
FORBES- 22 de may. de 19
La inequidad de género en los espacios de poder
es el resultado del reparto desigual en la distribución de responsabilidades y
recursos, es cierto, pero también hay una complicidad social.
Siempre he presumido —y así ha sido— que en el
terreno profesional he tenido la fortuna de ser tratada como igual y que mi
condición de ser mujer jamás intervino para facilitarme o dificultarme
oportunidades. He visto el techo de cristal como algo que padecían otras
personas y aunque siempre he sabido de la existencia de condiciones de
desigualdad, las había visto como quien observa los toros desde la barrera. Sin
embargo, una serie de eventos consecutivos que sucedieron en el lapso de
setenta y dos horas, me hicieron entender que existen otros techos de cristal
que padecemos en forma cotidiana y que se han ido normalizando en nuestra
convivencia.
Hemos creído que el “techo de cristal” son los
obstáculos que impiden que una mujer alcance puestos de alto nivel en las
organizaciones y verlo de esa manera limita mucho la visión real de la
realidad, ya que los impedimentos son más profundos que el radio del desarrollo
profesional. Incorporar la perspectiva de género en la cotidianidad, aunque sea
necesario y conveniente, no resulta una tarea fácil. La complejidad del género
como categoría de análisis deriva de su propia conceptualización. La
identificación del sesgo de género y su conocimiento por parte de los
individuos, organizaciones y sociedad es el primer paso para poder erradicarlo.
El segundo paso es el aislamiento de sus causas y el tercero, la voluntad de
cambio. Pero, hemos normalizado tanto determinadas situaciones que hablar de
ellas nos hace ver como exageradas, buscapleitos, payasas y justo ahí empiezan
los otros techos de cristal de los que es conveniente hablar.
Parecen nimiedades y no lo son. Van desde
situaciones en las que en forma sutil nos quitan mérito hasta agresiones que se
atreven a hacerle a una mujer y a un hombre jamás lo harían. Me explico. Esta
semana, tuvimos un simposio en el que varias eminencias fueron invitadas a
participar como ponentes. El guardia de seguridad tenía la lista de los
participantes y al tratarse de un terreno académico, el protocolo indicaba
dirigirse a ellos por su apellido y anteponiendo su grado de estudios. El
doctor Pérez, el maestro Jiménez pasaron conforme se dictó la regla. En cambio,
la doctora Mayer fue anunciada por el guardia como Normita y la maestra Pazos
le solicitaron una identificación con un atento: por favor, madrecita.
Al platicar esta situación con el director de
la facultad, anfitrión del simposio, se rio. Entrecerró los ojos y me dio a
entender que sería mejor dejar pasar la situación. Y, ahí tuve la primera
alerta de que el entramado de obstáculos y barreras que sufrimos las mujeres
está sustentado en prejuicios muy enraizados en lo profundo de la sociedad, con
independencia de la preparación, clase social, posición económica, grado
académico, porque el techo de cristal impuesto por el guardia de la puerta es
el mismo que puso el director de la facultad. Al doctor Pedro Pérez no se le
dijo Pedrito, al maestro Jiménez no se le pidió que se identificara y desde
luego, no le dijeron: por favor, padrecito. Y a un académico, eso le pareció normal.
Esa misma semana, de regreso a casa, una pareja
de policías me paró en la esquina de las calles de Bajío y Chilpancingo, en la
Ciudad de México, donde acaba de empezar a operar un nuevo reglamento de
tránsito. Me pidieron que me diera la vuelta —Chilpancingo es un eje vial en el
que no se puede parar nadie sin causar un caos— y estacionada en la calle de
Bajío me pidieron mis documentos. ¿Por qué? Porque se dio una vuelta prohibida.
No, yo iba sobre Chilpancingo, no di ninguna vuelta. Sí, dio vuelta sobre
Bajío. Usted me dijo que me parara y que me diera la vuelta. Caí en una trampa.
Y, empezaron las intimidaciones. Mostré mis documentos, entregué mi tarjeta de
circulación y mi licencia. Llamaron a una grúa. Nos la vamos a llevar al
corralón, bájese. Quiero que me diga cuál fue la infracción que cometí. El
pitido de la grúa acercándose a mi coche. La solicitud de extorsión. Mi
negativa a participar en un acto de corrupción. Argumenté, en forma educada,
que no cometí ninguna infracción. Les dije que, por favor, se identificaran.
No, doñita. En fin, pasaron cuarenta y cinco minutos antes de que me dejaran
ir.
Lo triste es que mientras discutía con la
pareja de policías, la gente que pasaba por ahí nos miraba divertida. Muchas
mujeres que caminaron a nuestro lado se reían y me dejaron claro que, más que
solidaridad, el proceso de socialización que fomenta el desarrollo de
características y actitudes asociadas a la identidad de género femenina pueden
ser negativas aún entre nosotras mismas. Era claro que la imagen de una mujer
detenida por un par de policías equivalía a tontería, a la falta de competencia
para lidiar la situación y a la oportunidad para burlarse de un ciudadano al
que claramente, estaban extorsionando. ¡Ay, qué tonta! en todas sus variantes fue
lo que escuché pronunciar a mis conciudadanos, o: Mira, ¿ya ves? Como si
quedara claro que eso a un hombre, no le hubiera sucedido.
La segregación vertical y horizontal producida
por estereotipos sobre la mujer en su vida cotidiana perjudica de modo considerable
su proyección en la sociedad. Los estereotipos masculinos de agresividad y
competitividad siguen siendo las cualidades más demandadas para el liderazgo y
el desarrollo de la vida en comunidad. Es como si al pertenecer al género
femenino, ciertas circunstancias resulten propicias para el abuso. Y, esta
discriminación se da en mentes masculinas como femeninas y al denunciarlas, la
gente tiende a verlas como pequeñeces.
Por estas razones, son pocas las mujeres que
pueden hablar de no haber chocado contra el techo de cristal. No sólo contra
una situación profesional, sino de vida. Entonces, ante estas situaciones, se
espera que la mujer asuma un modelo de dirección masculino. Sin embargo, aun
haciéndolo, va a afrontar estos obstáculos, reduciéndolos o eliminándolos,
calificándolas como machorras, agresivas, groseras, exageradas y todos aquellos
calificativos que, de una forma u otra, demeritan el desempeño social.
Existen otros techos de cristal que son tan o
más graves que el del ámbito profesional, la misoginia de baja intensidad, los
estereotipos de género donde persiste la creencia de que determinadas
características son propias de las mujeres y hombres, las dificultades que
encuentran las mujeres para convivir en forma civilizada en terrenos que se
creen exclusivos para los hombres, los abusos que sufren las mujeres por el
hecho de no ser hombres y situaciones que todos conocemos y en ocasiones
disimulamos. La inequidad de género en los espacios de poder es el resultado
del reparto desigual en la distribución de responsabilidades y recursos, es
cierto, pero también hay una complicidad social que tolera estas conductas.
Hacernos cargo de que hay otros techos de
cristal y que estos tienen repercusiones negativas más amplias de lo que
podemos creer, es empezar con el pie derecho a romper estas barreras
artificiales y absurdas.
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