Ir
detrás de los rastros de la eficiencia
FORBES- 22 de marzo de 2017
Los beneficios que nos trae la
tecnología se pueden convertir en tremendas calamidades si no somos conscientes
que debemos vigilar la eficiencia.
El instructivo de cualquier nuevo
artilugio tecnológico o el manual de los programas informáticos que nos guían
sobre el uso de la novedad adquirida deberían advertir que están hechos para
facilitarnos la vida y no lo contrario. Lo que pasa es que, aunque así lo
hicieran, casi nadie los lee. La mayoría de los mortales brincamos alegremente
del pagar al usar y en medio de la excitación y gracias a lo amigable que
resulta utilizar casi cualquier cosa, dejamos de lado el análisis de eficiencia
que se debe aparejar. La exaltación continua y febril que alimenta un apetito
insaciable sobre lo digital puede llevarnos a decisiones irracionales que lejos
de facilitarnos la vida, la llegan a complicar.
El maleficio del aturdimiento
causado por la emoción de estar a la vanguardia tecnológica y la amnesia que
nos evita comparar los parámetros entre el antes y el después pueden estarnos
llevando por los derroteros de la ineficiencia, de la acumulación de costos y
gastos innecesarios que repercuten directamente en el renglón de las
utilidades. El atarantamiento que hace que el mundo gire en torno a pantallas
de plástico en las que se diluyen muchos signos de inteligencia nos ha metido a
un universo en los que la urgencia busca dispensarnos la necesidad de analizar.
Por supuesto que no soy una
retrógrada que busca dar gritos para que el reloj de los avances mueva las
manecillas en sentido contrario. Esto mismo lo estoy escribiendo en una laptop
y lo enviaré integrado a un correo electrónico que le llegará en instantes a mi
editor. Gozo de las ventajas que trae tener tantos datos a disposición y me encanta
la maravilla de hacer cosas más rápido y mejor que con otros métodos. Sin
embargo, también he sufrido los padecimientos que trae meter la tecnología con
calzador. La adopción de estos progresos resulta tan natural como lo hecho por
las hermanastras de La Cenicienta al calzarse la zapatilla de cristal. Desde
luego, el tamiz del análisis es pertinente: viajar en avión no me impide tomar
un tren, de vez en cuando, especialmente si la distancia lo permite.
Me refiero a esos casos en los
que elegir un adelanto tecnológico, lejos de ayudar, enmaraña las formas de
hacer las cosas; son esos procesos en los que se tiene que invertir más para
usar la máquina o adaptarse al sistema, que si se hubieran hecho las cosas en
formas tradicionales. Desde las cosas más sencillas, hasta las de complicación
extrema pueden caer en este escenario. Si queremos tomar el auto para ir a
comprar a la tienda de la esquina, es mejor ir caminando que tomar el coche,
someterse a los sentidos de las calles, padecer la búsqueda de estacionamiento,
el combustible y la huella de carbón que le dejamos al mundo y el tiempo
invertido. A veces, subirnos a la ola tecnológica resulta más complicado y
mucho más caro.
Hay una seria ventaja en valorar
la eficiencia antes de abrazar irracionalmente la tecnología. No son pocos los
ejemplos de sistemas que se compran para resolver administración de
inventarios, procesos de recursos humanos o la integración de las operaciones
de una empresa en un sólo programa, que la tratar de personalizarlos, resultan
más caras las adaptaciones que hacerlos en otra forma. Los sistemas de
soluciones inteligentes funcionan a las mil maravillas, siempre y cuando no se
traten de personalizar. Buscar remedios de llave en mano puede acabar en
calamidad más que en beneficios si no se verifican bien los parámetros de
eficiencia.
Recientemente, un cliente buscaba
adaptar al sistema general de control digital la conciliación de pagos con
tarjeta de crédito de sus clientes de mostrador. El reporte que llegaba de la
terminal de cobro no era compatible a su sistema y, por lo tanto, el palomeo
debía hacerse a mano. La información del reporte se necesitaba a diario, la
generaba un auxiliar contable que invertía menos de veinte minutos de su
jornada y tenía un margen de error muy pequeño.
La adaptación para automatizar el
proceso era más rápida y más precisa, pero equivalía al sueldo que auxiliar
devengaría en cinco años, tomando en cuenta que esa no era la única actividad
que la persona hacía. Es decir, si se comparaba el costo que, de los veinte
minutos del auxiliar contra el beneficio real, era absurdo intentar automatizar
algo que el cerebro humano podría resolver sin complicaciones.
No siempre es necesaria la
mediación tecnológica y menos aún la de una sola tecnología. Walter Benjamin
era un entusiasta de las plumas estilográficas, las prefería por encima de la
máquina de escribir, pero no por nostalgia, sino por eficiencia. Para él, que
la inspiración lo podía sorprender en cualquier lado, era mucho mejor cargar un
cuaderno y una pluma que ir con su Olivetti a redactar renglones. No siempre
los avances nos facilitan la vida, al menos no en todas las circunstancias. Por
su lado, Gabriel García Márquez abrazó alegremente el uso de los procesadores
de texto y no tuvo remordimientos de arrumbar su máquina de escribir. Cada uno
tenía sus métodos de escritura y a cada quien le venía mejor ciertos procesos
dependiendo de lo que querían conseguir.
El lápiz sigue siendo un
instrumento eficiente y sofisticado. Seguramente seguirá siendo preferible para
ciertas circunstancias que para otras. Sigue siendo una maravilla del ingenio
dada su ligereza y sencillez de operación. No me imagino como un lápiz podría
ser sustituido por cualquier otro instrumento para enseñar a escribir a los
pequeños y que puedan borrar los trazos que no salieron bien. Casi cualquier
otra opción que me viene a la mente resulta más cara y más complicada para
usar. Tal como lo dice Humberto Eco, hay tres instrumentos que ya alcanzaron el
culmen de su perfección: la rueda, la cuchara y el libro. Tratar de mejorarlos
es desperdiciar. No se trata de ir contracorriente del flujo de la innovación,
sino de ser inteligentes.
Los costos y los esfuerzos por
tratar de adaptarnos a la tecnología deben ser los mínimos. Es decir, si tengo
que invertir cantidades absurdas que lejos de ayudarme me van a complicar el
día a día, o si para que el sistema se funcione adecuadamente tengo que caer en
dobles procesos, en retrabajar informaciones y además no hay una ventaja
significativa, no estamos abonando a la eficiencia. El dinamismo actual exige
un alto nivel de competitividad, a través de una elevada capacidad de
respuesta. La tecnología ha permitido encontrar la evolución de los medios para
responder ágil y acertadamente. Pero debemos ser sagaces para no caer en un
espejismo y lograr justo lo contrario.
La eficiencia es la capacidad
para producir el efecto deseado. Es la selección del camino más asertivo, por
ello, la forma más eficiente de conectar dos puntos es la línea recta. ¿Se puede
hacerlo de otra forma? Sí, las líneas quebradas y las onduladas son otras
opciones, sin embargo, la sencillez de la línea recta nos evita los vericuetos
de los vértices angulosos y los recovecos de las vueltas innecesarias. Si la
tecnología nos lleva al camino de la línea recta, estamos siendo eficientes, si
no: no.
Cecilia Durán Mena-A Cecilia le
gusta contar. Poner en secuencia números y narrar historias. Es consultora,
conferencista, capacitadora y catedrática en temas de Alta Dirección. También
es escritora.
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