La peor idea de Donald Trump: poner barreras
al comercio internacional
The wall
street journal- diciembre de 2016
Nuevas restricciones diezmarían
las cadenas globales de suministro, con impacto en la producción en todo el
mundo
Los fantasmas de Reed Smoot y
Willis Hawley acechan la presidencia de Donald J. Trump aún antes de que
comience. Para evitar el riesgo de una recesión, se requiere urgentemente una
especie de exorcismo.
El senador Smoot y el
representante Hawley copatrocinaron la infame Ley de Aranceles de 1930, que
elevó las tarifas a las importaciones a niveles récord. Otros países
respondieron del mismo modo y se desató una guerra comercial mundial. El
comercio exterior de Estados Unidos cayó 40%, contribuyendo a hundir la
economía en la Gran Depresión. Más de 1.000 economistas enviaron una petición
al entonces presidente Herbert Hoover instándole a vetar la ley, argumentando
correctamente que “dañaría a la gran mayoría de nuestros ciudadanos”. No
tuvieron éxito.
Ecos de Hawley y Smoot resuenan
en las palabras de Trump. Incluso antes de pisar la Oficina Oval, el presidente
electo ha matado el Acuerdo Transpacífico, acordado por 12 países, y ha
condenado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o Nafta, con el flojo
argumento de que cuesta empleos en EE.UU.
Evocando aún más a Smoot y
Hawley, Trump ha insistido en imponer aranceles de 35% y 45%, respectivamente,
sobre las importaciones de México y China, las mayores fuentes de importación
de EE.UU. en términos de dólares. Dichas tarifas, dice Dan Ikenson, experto en
comercio de Cato Institute, “serían devastadoras para las economías
estadounidense y global y destruirían el sistema de comercio internacional”. El
resultado sería una recesión mundial y el derrumbe de las bolsas.
Como señala Ikenson, cualquier
intento de la Casa Blanca de subir agresivamente los aranceles será resistido
por un Congreso dominado por republicanos, que tradicionalmente han apoyado la
liberalización del comercio. Una resistencia aún mayor provendría de intereses
empresariales cuyas cadenas de suministro globales dependen de bajas barreras
comerciales. A diferencia de los días de Smoot-Hawley, cuando las importaciones
eran principalmente productos finales vendidos a los consumidores, la mitad de
las importaciones de EE.UU. son hoy productos intermedios vendidos a las
empresas, dice Ikenson. Las importaciones baratas ayudan a que sea rentable
para estas operar y dar trabajo a los estadounidenses.
Igualmente, los sectores de
servicios, como el turismo, el entretenimiento y la gestión financiera, tienen
un interés en el enorme superávit comercial que genera EE.UU. en estas
industrias. Los empresarios que se benefician del comercio exterior
probablemente harán oír sus voces.
Un aumento de los aranceles no
sólo provocaría una reducción de las importaciones de EE.UU. Si el país importa
menos, los extranjeros tendrán menos dólares disponibles para comprar productos
estadounidenses. Peor aún, otros países podrían subir sus aranceles, lo que desencadenaría
una guerra comercial, repitiendo el efecto de Smoot-Hawley.
“En todo país”, escribió Adam
Smith en La riqueza de las naciones, “ha sido, es y será, el interés de todo el
cuerpo social comprar los artículos necesarios de quienes los venden más
barato. La proposición es tan evidente que parecería ridículo el trabajo de
probarla”. Esta proposición evidente no estaría en cuestionamiento, agregaba
Smith, “si no se hubiese puesto jamás en tela de juicio si la interesada
‘sofistería’ de manufactureros y comerciantes no hubiese confundido con tal
argucia el sentido común de todo el género humano”.
El comercio exterior de EE.UU.
siguió el libreto de Smith. El comercio de bienes estuvo aproximadamente en
equilibrio entre las décadas de 1950 y 1980, pero empezó a entrar en déficit
cuando la mano de obra barata del extranjero comenzó a desplazar al más costoso
trabajo nacional. El proceso se aceleró con los avances tecnológicos y los
acuerdos comerciales impulsados en los años 50 y 60 por el Acuerdo General
sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y desde
1995 por su entidad sucesora, la Organización Mundial del Comercio. Otros
factores fueron el fin de la Guerra Fría, que hizo posible emplear a
trabajadores de los antiguos países comunistas, el Nafta de 1994, y el ingreso
de China a la OMC en 2001. Desde ese año, casi 80% del crecimiento del déficit
comercial de EE.UU. en bienes puede atribuirse a la creciente disparidad con
China.
Para EE.UU., el resultado de este
proceso ha sido una bonanza de productos baratos para consumidores y empresas.
El exceso de dólares ganados por aquellos que le venden más mercancías de las
que le compran vuelve mayormente a EE.UU. como compras de acciones y bonos o
como inversión directa.
Otro efecto de la globalización
para EE.UU. ha sido el creciente superávit en servicios. Cuando el candidato
Trump citó un “déficit comercial” de “casi US$800.000 millones” en el “último
año solamente”, se refería básicamente al déficit comercial en bienes, no a la
balanza total de bienes y servicios. En los últimos cuatro trimestres, EE.UU.
tuvo un déficit comercial de mercancías de US$763.000 millones, que fue en
parte compensado por un superávit en el comercio de servicios de US$268.000
millones, con lo que el déficit total del comercio exterior rondó los
US$500.000 millones.
Durante el actual ciclo expansivo
en EE.UU., el déficit comercial de bienes y servicios promedió 3% del Producto
Interno Bruto, frente a 5,1% en la expansión de 2002-2007. El déficit de mercancías
citado por Trump ha caído de 5,6% del PIB durante la expansión de 2002-2007 a
4,2% en la actual expansión. Estas son verdades incómodas para aquellos que se
suscriben al mito de que los déficits comerciales pueden desacelerar el
crecimiento.
Los proteccionistas parecen
olvidar que, si bien muchos estadounidenses son trabajadores, todos son
consumidores, y que el objetivo central de cualquier economía de mercado es
atender las necesidades de los consumidores. Como candidato, Trump declaró que
la globalización ha traído “nada más que pobreza”. Sin embargo, para las
decenas de millones de consumidores que compran en Wal-Mart —un enorme vendedor
de importaciones baratas— la globalización no ha traído nada más que
enriquecimiento, aunque los clientes de Wal-Mart probablemente no sean
conscientes de ello. Sus 1,5 millones de empleados también salen ganando.
Si bien Adam Smith tenía razón en
que “todo el cuerpo social” se beneficia del libre comercio, ello no es cierto
para quienes pierden su trabajo debido a la competencia extranjera. Estos
trabajadores desplazados merecen un trato compasivo y ayuda en caso necesario.
No obstante, darles un trato especial sería ignorar injustamente al más de 95%
de quienes pierden su trabajo como resultado de la competencia dentro de EE.UU.
Entre 2001 y 2013, la competencia
externa en el comercio de mercancías provocó la destrucción de 4 millones de
puestos de trabajo en EE.UU., unos 333.000 empleos por año. Eso suena como
mucho, pero es sólo 2,7% de los 12,5 millones de empleos que se perdieron cada
año en el sector privado durante ese lapso, según la Oficina de Estadísticas
Laborales. (Durante el mismo período, el sector privado de EE.UU creó un
promedio anual de 12,8 millones de empleos).
Desde 2013, las pérdidas de
empleo han disminuido y su creación ha aumentado. En los tres años
transcurridos hasta marzo de 2016, anualmente se perdieron unos 10,3 millones
de puestos de trabajo y se crearon otros 12,7 millones. Incluso suponiendo que
los empleos anuales perdidos por la competencia extranjera hayan aumentado a
400.000, eso sigue siendo menos de 4% de los 10,3 millones empleos que se
destruyen por año en EE.UU.
Muchos de esos empleos fueron
eliminados por la automatización o la disminución de la cuota de mercado de las
industrias. La automatización es la razón por la que la participación de la
industria manufacturera en el empleo cayó de máximo pico de 32,5% en 1947 a
21,6% en 1979, mucho antes de que entrara en escena la mano de obra barata del
extranjero.
Los proteccionistas a menudo invocan
los elevados aranceles que EE.UU. tuvo en el pasado como prueba de que tales
gravámenes son necesarios para el desarrollo. Es cierto que EE.UU tuvo altos
aranceles en el siglo XIX, pero el resto del argumento no lo es. De hecho, este
país es un buen ejemplo de cómo el libre comercio alimenta el crecimiento
económico.
Los detractores olvidan que en el
siglo XIX EE.UU. era una vasta zona de libre comercio. Los proteccionistas de
entonces no pudieron impedir que la industria textil del Sur suplantara a la
del Norte o, un poco más tarde, que la industria automotriz de Detroit
destruyera el negocio de los coches a caballo. La destrucción creativa que el
libre comercio ayudó a desencadenar estimuló el desarrollo económico. Los
aranceles, impulsados por los intereses especiales, fueron un obstáculo más que
compensado por el libre comercio interno.
EE.UU. sigue siendo una de las
zonas de libre comercio más grandes del mundo, medida en función del valor en
dólares de los bienes y servicios que atraviesan las líneas estatales.
Afortunadamente, los proteccionistas que quieren restringir el comercio con
Canadá y México no han instado a que Nueva York deje de comerciar con
California.
Una fuente de empleo interno
generada por el comercio internacional proviene de la inversión extranjera. Un
déficit comercial con el resto del mundo de US$500.000 millones significa que
el equivalente de esa suma debe ir a alguna parte. Como dijimos, la mayor parte
de esos dólares vuelve a EE.UU. como compras de acciones y bonos o como inversión
directa. En 2015, la nueva inversión extranjera directa superó los US$300.000
millones.
El índice de libertad económica
del Instituto Fraser mide la relación entre apertura comercial y prosperidad
económica en una escala de 0 a 10; una calificación alta significa “aranceles
bajos, fácil despacho y administración eficiente de aduanas, una moneda
libremente convertible y pocos controles” sobre el movimiento de capital.
Si los proteccionistas tienen
razón, entonces este índice debería relacionar la apertura comercial con “nada
más que pobreza”, según Trump. Lo contrario es cierto. Los países con mayor
apertura tienen ingresos per cápita sustancialmente más altos y un crecimiento
económico más rápido que los otros. La proporción de ingresos obtenidos por el
10% más pobre de la población de un país no tiene relación con la apertura al
comercio. Y los ingresos del 10% más pobre en los países con mayor apertura al
comercio son más de 11 veces más altos que los de los países con la menor
apertura.
EE.UU figura en el cuartil
superior durante el período de 1990 a 2014, pero sólo debido a las cifras
relativamente altas de 1990 a 2000. Desde 2000, el índice de libertad de
comercio de EE.UU. ha caído, tanto durante el gobierno de George W. Bush como
el de Barack Obama.
En 2014, EE.UU tuvo una
puntuación de 7,56. Entre los 159 países contabilizados por el índice, EE.UU.
ocupó el 60º lugar, lo que significa que ha caído al segundo cuartil. Entre sus
principales socios comerciales, está por delante de China (6,78), al mismo
nivel que México (7,48) y Japón (7,67), y un poco por detrás de Canadá (7,83).
Y aunque está muy por delante de
países como Argentina (3,44), Irán (2,97), India (5,56), Pakistán (5,81), Rusia
(5,84) y Venezuela (3,13), está por detrás de Chile (8,35), Dinamarca (8,51),
Finlandia (8,16), Irlanda (8,73), Nueva Zelanda (8,65), Suecia (8,32), Reino
Unido (8,28) y más de 50 países.
EE.UU. tiene 14 acuerdos de
liberalización comercial con 20 países y es miembro de larga data de la OMC,
pero la presión de intereses sectoriales ha conseguido que muchos de sus
productos estén exentos de esos tratados. Si el presidente electo Trump quiere
renegociar los acuerdos comerciales, renunciar a esas exenciones sería un buen
punto de partida.
—Gene Epstein es el editor de
Economía del semanario Barron’s.