Imperio económico y su ¿ayuda
desinteresada?
FORBES- 12 de junio de 2018
Estamos frente a un muro de
legislación estadounidense extremadamente complejo, cuya intención precisa es
usar el derecho para obtener ventajas estratégicas, económicas y políticas
“Estados Unidos no tiene amigos,
sólo intereses”, es una sentencia pronunciada por el Secretario de Estado del
mitificado Dwight Eisenhower, John Foster Dulles. Se recuerda hoy ella, más que
nunca, porque debería ser ya toda una institución consolidada en las relaciones
internacionales, un prisma con el cual descifrar el voluble comportamiento de
la potencia hegemónica de nuestros tiempos. En el caso Odebrecht, por dar un
ejemplo, desestabilizador de gobiernos a lo largo y ancho de América Latina, la
comunidad política y periodística de la región ha visto en el accionar del
Departamento de Justicia del vecino del norte no a un imperio en ciernes
luchando por sus intereses, sino a un amigo desinteresado en aras de ayudar.
“Estamos frente a un muro de
legislación estadounidense extremadamente complejo, cuya intención precisa es
utilizar el derecho con fines de imperium económico y político, con la idea de
obtener ventajas estratégicas y económicas”. La frase, pronunciada por el
diputado francés Pierre Lellouche en la Comisión de Relaciones Exteriores y de
Finanzas de la Asamblea Nacional de París, es la cita con la que inicia el
escritor Jean-Michel Quatrepoint su cabal explicación de cómo, desde los años
setenta, se ha venido creando un arsenal jurídico de inmenso poder en nuestro
vecino del norte, puesto al servicio de sus grandes corporaciones, a través del
que se multa, acusa y destruye a sus competidores, quienes a raíz de esas
acciones judiciales terminan en bancarrota y adquiridos por empresas
norteamericanas.
En 2005 el Departamento de
Justicia arrancó una causa en contra de Alcatel, empresa francesa de
telecomunicaciones que mostraba avances tecnológicos importantes, los que le
permitían venir quitando mercado a su competidor norteamericano, Lucent.
Consecuencia de un caso de corrupción acaecido en Costa Rica y Honduras, el departamento
de los Estados Unidos obligó a la compañía europea a pagar 137 millones de
dólares, viéndose forzada a fusionarse con su competidor estadounidense. En un
hecho paradójico, que sustenta lo acá propuesto, Lucent sería declarada
culpable unos años más tarde de unos cargos muy similares a los de su
contraparte francesa, por prácticas corruptas en China, pero tan solo se vería
obligada a pagar multas por 2.5 millones de dólares.
Misma estratagema está a la ya
analizada por el Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, en su clásico El malestar
en la globalización, donde vierte una hipótesis, encuadrada dentro el género de
la conspiración y que explicaría las tremendamente erráticas políticas del
Fondo Monetario Internacional en su “rescate” y “ayuda” a los países del
sudeste asiático durante la crisis financiera de 1997. De la lectura del libro
se entiende que, para los asiáticos, todo fue un elaborado plan para afectar
sus economías, devaluar sus empresas y adquirir estas últimas por capitales occidentales;
frenando así, a su vez, el descomunal crecimiento presentado por el Lejano
Oriente, quien se mostraba, desde aquellos días, como un firme competidor de
Estados Unidos.
Acorde a lo dicho por la
periodista mexicana Cecilia González, el 40% del dinero de la droga está en
Estados Unidos, principalmente en los bancos, instituciones a las que hasta
ahora por prestar este servicio solo se les han impuesto multas, siendo la más
grande la aplicada a una corporación británica. Patética situación, que indigna
cuando se contrasta con una dolorosa realidad: mientras en el sur, con las
“ayudas” dadas por el coloso del norte se persigue cualquier consignación a una
cuenta bancaria y se derraman ríos de sangre luchando contra los carteles; en
el principal promotor de la “guerra contra las drogas”, como bien lo sustenta
la producción de Netflix “Ozark”, el dinero proveniente de ese crimen permite
el rescate bancario de 2008 y mantener a flote la economía.
Según relata Oliver Stone en su
filme “Snowden”, basado en los libros de Anatoly Kucherena (The Time of the
Octopus) y Luke Harding (The Snowden Files), la expansión masiva de la NSA,
capaz de interceptar la gran mayoría de comunicaciones en el planeta y que se
presenta en medios como una “ayuda” a sus aliados en la lucha contra el
terrorismo; no tiene otro objetivo que la recopilación de información de tipo
económica y confidencial, buscando con ella otorgarle una mejor posición
negociadora a Estados Unidos en los escenarios de firma de Tratados de Libre
Comercio y foros como el G7.
En ese contexto es en el que debe
estudiarse lo ocurrido con Estados Unidos y Odebrecht. Aunque bienvenido el
haber podido desmembrar esa multinacional del crimen público por el accionar de
las instituciones extranjeras, como bien lo señala el escritor Carlos
Gutiérrez: “no es extraño, por tanto, que una multinacional como esta disponga
de toda una sección (…) dedicada a la diplomacia del dinero. No debe ser muy
distinto en el conjunto de multinacionales y de otras grandes empresas, batidas
como fieras por obtener ingresos en todos los continentes”. Odebrecht no es una
excepción en su actuación. Indicaría todo que el trabajo por parte de las
autoridades judiciales de Estados Unidos no tendría otro fin que la eliminación
de un competidor de sus empresas constructoras, arrebatándole su posición
cómoda en la región a la multilatina brasileña. No sería algo nuevo: Collin
Powell explicó en el Congreso de los Estados Unidos que el ALCA era un acuerdo
comercial diseñado “para que las empresas estadounidenses pudieran hacer más
negocios en el continente”.
Probablemente, nos arriesgamos a
especular, veremos llegar a nuestra región compañías norteamericanas de
construcción similares a aquellas que, antes de su país invadir Irak bajo
comprobadas falsas premisas, estaban luchando por ganarse los contratos de
reconstrucción de la infraestructura que iba a ser desmantelada por la invasión
del presidente Bush. Acción militar hoy denominada por personalidades como John
McCain y Bernie Sanders como el peor error de política exterior de su país en
toda su historia. Desde esta perspectiva, seguramente no lo es.
América Latina está obligada a
crear una asociación con los Estados Unidos. Ha sido, es y será así mientras
vivamos en una civilización como la actual. Además de necesaria, es deseable.
Pero estamos obligados a entender en qué terreno estamos jugando. Nuestro
vecino del norte vela, con mucho celo y feracidad, sus intereses. Debemos
actuar en concordancia. A pesar de su discurso del librecambio y neoliberalismo,
los norteamericanos resguardan sus empresas a través de leyes (la compra de
Moneygram por Alibaba detenida por el Departamento del Tesoro), tienen un
Estado fuerte que interviene en la economía (el rescate a Wall Street en 2008)
y un Banco Central que participa masivamente en el crecimiento (la FED tiene
por mandato luchar contra la inflación y el desempleo, mientras que todos los
bancos centrales del mundo solo se enfocan en el primero).
Hoy, con un presidente
norteamericano abiertamente xenófobo y con una vibrante época de importantes
elecciones en nuestra región, se abre una oportunidad para replantear unas
relaciones con nuestro vecino del norte, que sean ampliamente favorables para
los dos. Tenemos economías complementarias, con enormes capacidades de
integración y posibilidades inmensas de expansión. Pero el ejercicio hecho acá
demuestra un patrón de comportamiento muy marcado por Estados Unidos, quien en
esta era multipolar ha visto crecer poderosos enemigos a su hegemonía en Asia,
teniendo como respuesta el mandar a los tiburones del Departamento de Estado a
negociar buscando el todo a cambio de nada.
No está mal. Ese es el juego en
el que todos hemos aceptado participar. Pero es hora, desde América Latina, de
ponernos al nivel.
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