¿Qué estará haciendo la CIA?
César Hildebrandt
Dicen que la más grande explosión no nuclear del planeta ocurrió en 1982, en territorio de la entonces viva Unión Soviética.La víctima fue el gasoducto transiberiano que partía de Urengoi, en Siberia, atravesaba Kazajstán y terminaba en una planta que lo redistribuía hacia Europa Occidental.El estallido arrojó piezas de tubería a ochenta kilómetros de distancia y pudo ser fotografiado por satélites norteamericanos: un hongo anaranjado coronado por un penacho negro de miles de metros.Los soviéticos sospecharon, desde el comienzo de las investigaciones, en un sabotaje, pero jamás pudieron probarlo.Al fin y al cabo, tenían razones para ser suspicaces: Ronald Reagan había dado carta blanca a la CIA para calentar la guerra fría a temperaturas de apocalipsis.Era la época en que se ocupaba Grenada o Panamá, se armaba a Saddam Hussein para desangrar al régimen de Irán, se traficaba con drogas para favorecer a la contra nicaragüense o se actuaba a favor de los talibanes que más tarde Estados Unidos habría de matar desde el aire y con el menor riesgo posible. Eran los tiempos de las coordinaciones políticas entre Juan Pablo II y Vernon Walters, el enviado de Reagan que llegaba en un vuelo secreto Washington-Roma cada cierto tiempo. En esos diálogos el tema recurrente era “Solidaridad”, el sindicato que había nacido puro pero que a mediados de los 80 resultó financiado básicamente por la CIA con la mediación del papado.La verdad del gasoducto soviético fue revelada en detalle años más tarde en un libro titulado “En el abismo: historia de un protagonista de la Guerra Fría”. Lo escribió Thomas Reed, el que fuera durante mucho tiempo jefe de las operaciones aéreas del espionaje estadounidense.En ese libro Reed cuenta cómo la CIA “colocó”, a través de empresas canadienses que servían de tapadera, programas informáticos infectados que los soviéticos compraban con tanta avidez como torpeza. Y así, con un software malicioso programado para no delatarse de inmediato, los soviéticos armaron el complejo mando del gasoducto. Reed lo dice con todas sus letras: “El sistema que operaba las bombas, turbinas y válvulas estaba programado para enloquecer. Después de un intervalo de tiempo indicado, resetearía la velocidad de las bombas y la configuración de las válvulas para producir una presión muy por encima de lo que las juntas de la tubería podrían soportar…” El resultado fue desastroso para la ya arruinada economía de la URSS.No sólo eso. La CIA sembró la Unión Soviética de programas que eran vendidos por supuestos piratas informáticos. “Les vendimos seudosoftwares que dislocaban las fábricas, ideas convincentes pero fallidas para la aviación militar y la defensa aeroespacial”, añade Reed (la cita es de la periodista cubana Rosa Elizalde).Cuando los soviéticos empezaron a hacer un recuento de los daños fue el momento que escogió Reagan para plantear el escudo defensivo llamado “guerra de las galaxias”. No había respuesta posible para ese jaque. Poco tiempo después, todo se desplomaba y Yeltsin, subido a un tanque de vodka, lanzaría la primera palada sobre el cadáver exquisito de lo que prometió ser el reino eterno del proletariado.Todas estas cosas me han venido a la cabeza pensando en el baño de sangre que la derecha boliviana está solicitando para librarse de Evo Morales. ¿De qué cosas conspiradas por la CIA nos enteraremos cuando sea demasiado tarde?Yo he visto a la CIA en “El Mercurio” de Santiago, en la guerra civil de El Salvador, en la batalla de Managua. Sé lo que hicieron en Guatemala y en el Congo, en Cuba y en la Inglaterra de Wilson y Heath. ¿A cuántas plumas estarán afilando en Sucre? ¿Detrás de cuántas siglas cambas estará su zarpa? América Latina –lo adivino: ojalá me equivoque– asistirá impasible a la ejecución de la democracia boliviana. Una vez más.
Dicen que la más grande explosión no nuclear del planeta ocurrió en 1982, en territorio de la entonces viva Unión Soviética.La víctima fue el gasoducto transiberiano que partía de Urengoi, en Siberia, atravesaba Kazajstán y terminaba en una planta que lo redistribuía hacia Europa Occidental.El estallido arrojó piezas de tubería a ochenta kilómetros de distancia y pudo ser fotografiado por satélites norteamericanos: un hongo anaranjado coronado por un penacho negro de miles de metros.Los soviéticos sospecharon, desde el comienzo de las investigaciones, en un sabotaje, pero jamás pudieron probarlo.Al fin y al cabo, tenían razones para ser suspicaces: Ronald Reagan había dado carta blanca a la CIA para calentar la guerra fría a temperaturas de apocalipsis.Era la época en que se ocupaba Grenada o Panamá, se armaba a Saddam Hussein para desangrar al régimen de Irán, se traficaba con drogas para favorecer a la contra nicaragüense o se actuaba a favor de los talibanes que más tarde Estados Unidos habría de matar desde el aire y con el menor riesgo posible. Eran los tiempos de las coordinaciones políticas entre Juan Pablo II y Vernon Walters, el enviado de Reagan que llegaba en un vuelo secreto Washington-Roma cada cierto tiempo. En esos diálogos el tema recurrente era “Solidaridad”, el sindicato que había nacido puro pero que a mediados de los 80 resultó financiado básicamente por la CIA con la mediación del papado.La verdad del gasoducto soviético fue revelada en detalle años más tarde en un libro titulado “En el abismo: historia de un protagonista de la Guerra Fría”. Lo escribió Thomas Reed, el que fuera durante mucho tiempo jefe de las operaciones aéreas del espionaje estadounidense.En ese libro Reed cuenta cómo la CIA “colocó”, a través de empresas canadienses que servían de tapadera, programas informáticos infectados que los soviéticos compraban con tanta avidez como torpeza. Y así, con un software malicioso programado para no delatarse de inmediato, los soviéticos armaron el complejo mando del gasoducto. Reed lo dice con todas sus letras: “El sistema que operaba las bombas, turbinas y válvulas estaba programado para enloquecer. Después de un intervalo de tiempo indicado, resetearía la velocidad de las bombas y la configuración de las válvulas para producir una presión muy por encima de lo que las juntas de la tubería podrían soportar…” El resultado fue desastroso para la ya arruinada economía de la URSS.No sólo eso. La CIA sembró la Unión Soviética de programas que eran vendidos por supuestos piratas informáticos. “Les vendimos seudosoftwares que dislocaban las fábricas, ideas convincentes pero fallidas para la aviación militar y la defensa aeroespacial”, añade Reed (la cita es de la periodista cubana Rosa Elizalde).Cuando los soviéticos empezaron a hacer un recuento de los daños fue el momento que escogió Reagan para plantear el escudo defensivo llamado “guerra de las galaxias”. No había respuesta posible para ese jaque. Poco tiempo después, todo se desplomaba y Yeltsin, subido a un tanque de vodka, lanzaría la primera palada sobre el cadáver exquisito de lo que prometió ser el reino eterno del proletariado.Todas estas cosas me han venido a la cabeza pensando en el baño de sangre que la derecha boliviana está solicitando para librarse de Evo Morales. ¿De qué cosas conspiradas por la CIA nos enteraremos cuando sea demasiado tarde?Yo he visto a la CIA en “El Mercurio” de Santiago, en la guerra civil de El Salvador, en la batalla de Managua. Sé lo que hicieron en Guatemala y en el Congo, en Cuba y en la Inglaterra de Wilson y Heath. ¿A cuántas plumas estarán afilando en Sucre? ¿Detrás de cuántas siglas cambas estará su zarpa? América Latina –lo adivino: ojalá me equivoque– asistirá impasible a la ejecución de la democracia boliviana. Una vez más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario