La ciencia nazi
Científicos e historiadores se preguntan qué pasó entre 1933 y 1945 con el saber alemán
El físico Samuel Gouldsmit, descubridor de una de las propiedades más recónditas y esenciales de la materia: el spin electrónico, abordó hace años el fascinante caso de la ciencia alemana durante el nazismo en un libro titulado Alsos (el nombre de la misión de espionaje, y que el propio Gouldsmit dirigía, cuyo objetivo era descubrir los avances que hacía la Alemania nazi en pos de la bomba atómica).
Allí se preguntaba por qué la ciencia alemana fracasó donde triunfaron la estadounidense y la británica, dónde y en qué momento Alemania perdió la enorme ventaja científica que había acumulado durante décadas gracias al trabajo de gigantes como Helmhotz, Riemann, Hilbert, Clausius, Röntgen, Planck, Haber, Liebig o el mismísimo Einstein. Gouldsmit, obviamente, pensaba en el Proyecto Manhattan, el programa científico que terminó dando a los Estados Unidos armas atómicas tras ganar la carrera nuclear a la ciencia alemana. Es evidente que la ciencia nazi sufrió las consecuencias del forzado exilio de multitud de investigadores de origen judío, pero también da la sensación de que en su día Gouldsmit caminó sobre hielo fino al concluir que, por definición, la ciencia bajo el fascismo ni pudo ni podrá nunca ser igual de eficaz que en una democracia.
Cierto que la de Gouldsmit es una tesis que apetece creer, cierto también que en su ya clásico Alsos no faltan líneas argumentales de gran valor que merecen ser tenidas en consideración? pero que nunca terminaron de sofocar la sensación de que estaba elevando los deseos a rango de teoría y vistiendo de ciencia pura lo que no parece sino un imperativo moral.
Tras haber reposado un tiempo, esta tierra de barbecho que es la ciencia nazi vuelve a ser trabajada por el historiador británico John Cornwell en un libro titulado Los científicos de Hitler (Paidós).
Más que una receta nueva, la de Cornwell es una empresa de recopilación y encaje de los incontables trabajos que en la segunda mitad del siglo XX inspiró la ciencia nazi. Personajes peculiares como el químico Haber, padre de la guerra química durante la I Guerra Mundial y repudiado luego por Hitler debido a su origen judío, tipos inquietantes como los premios Nobel Lenard y Stark, acólitos convencidos del Tercer Reich, destacados genetistas que no dudaron en sesgar su ciencia hacia el lado de la «higiene racial» con tal de conseguir pingües financiaciones, médicos de gran valía que sucumbieron a la tentación de diseñar aberrantes experimentos con los que martirizar y matar prisioneros, ingenieros arribistas que construyeron bombas para Hitler hasta que, derrotado éste, las fabricaron para los Estados Unidos? desfilan por las 500 páginas de Los científicos de Hitler.
No faltan en el libro de Cornwell los capítulos novelescos que atraparán sin duda la atención del lector: la frenética carrera en pos del RADAR o las fascinantes historias sobre códigos secretos protagonizadas por la legendaria máquina alemana «enigma». Hay tiempo para hablar de logias: la «Deutsche Physik» («física alemana») fue una poderosa agrupación de científicos nazis que se conjuraron para abatir las «teorías judías» y que publicaron el manifiesto «Cien científicos contra Einstein» (Einstein, enterado de esto, respondió: «¿Por qué cien?, si hubiera estado equivocado habría bastado uno solo»). Y hay lugar para reflexiones filosóficas que volverán a tratar el tema de si los estados totalitarios son capaces de producir «buena ciencia» con la misma eficacia que las democracias.
Quienes nunca hayan visitado este terreno clásico de la literatura científica: la ciencia en el nazismo, tienen otra magnífica oportunidad.
Científicos e historiadores se preguntan qué pasó entre 1933 y 1945 con el saber alemán
El físico Samuel Gouldsmit, descubridor de una de las propiedades más recónditas y esenciales de la materia: el spin electrónico, abordó hace años el fascinante caso de la ciencia alemana durante el nazismo en un libro titulado Alsos (el nombre de la misión de espionaje, y que el propio Gouldsmit dirigía, cuyo objetivo era descubrir los avances que hacía la Alemania nazi en pos de la bomba atómica).
Allí se preguntaba por qué la ciencia alemana fracasó donde triunfaron la estadounidense y la británica, dónde y en qué momento Alemania perdió la enorme ventaja científica que había acumulado durante décadas gracias al trabajo de gigantes como Helmhotz, Riemann, Hilbert, Clausius, Röntgen, Planck, Haber, Liebig o el mismísimo Einstein. Gouldsmit, obviamente, pensaba en el Proyecto Manhattan, el programa científico que terminó dando a los Estados Unidos armas atómicas tras ganar la carrera nuclear a la ciencia alemana. Es evidente que la ciencia nazi sufrió las consecuencias del forzado exilio de multitud de investigadores de origen judío, pero también da la sensación de que en su día Gouldsmit caminó sobre hielo fino al concluir que, por definición, la ciencia bajo el fascismo ni pudo ni podrá nunca ser igual de eficaz que en una democracia.
Cierto que la de Gouldsmit es una tesis que apetece creer, cierto también que en su ya clásico Alsos no faltan líneas argumentales de gran valor que merecen ser tenidas en consideración? pero que nunca terminaron de sofocar la sensación de que estaba elevando los deseos a rango de teoría y vistiendo de ciencia pura lo que no parece sino un imperativo moral.
Tras haber reposado un tiempo, esta tierra de barbecho que es la ciencia nazi vuelve a ser trabajada por el historiador británico John Cornwell en un libro titulado Los científicos de Hitler (Paidós).
Más que una receta nueva, la de Cornwell es una empresa de recopilación y encaje de los incontables trabajos que en la segunda mitad del siglo XX inspiró la ciencia nazi. Personajes peculiares como el químico Haber, padre de la guerra química durante la I Guerra Mundial y repudiado luego por Hitler debido a su origen judío, tipos inquietantes como los premios Nobel Lenard y Stark, acólitos convencidos del Tercer Reich, destacados genetistas que no dudaron en sesgar su ciencia hacia el lado de la «higiene racial» con tal de conseguir pingües financiaciones, médicos de gran valía que sucumbieron a la tentación de diseñar aberrantes experimentos con los que martirizar y matar prisioneros, ingenieros arribistas que construyeron bombas para Hitler hasta que, derrotado éste, las fabricaron para los Estados Unidos? desfilan por las 500 páginas de Los científicos de Hitler.
No faltan en el libro de Cornwell los capítulos novelescos que atraparán sin duda la atención del lector: la frenética carrera en pos del RADAR o las fascinantes historias sobre códigos secretos protagonizadas por la legendaria máquina alemana «enigma». Hay tiempo para hablar de logias: la «Deutsche Physik» («física alemana») fue una poderosa agrupación de científicos nazis que se conjuraron para abatir las «teorías judías» y que publicaron el manifiesto «Cien científicos contra Einstein» (Einstein, enterado de esto, respondió: «¿Por qué cien?, si hubiera estado equivocado habría bastado uno solo»). Y hay lugar para reflexiones filosóficas que volverán a tratar el tema de si los estados totalitarios son capaces de producir «buena ciencia» con la misma eficacia que las democracias.
Quienes nunca hayan visitado este terreno clásico de la literatura científica: la ciencia en el nazismo, tienen otra magnífica oportunidad.