sábado, 9 de agosto de 2014

ADN

SU BEBÉ ES PROPIEDAD GUBERNAMENTAL


newsweek.mx
Más esbelto  que el promedio, de ojos serios y misteriosos, el cineasta Kevin Anderson (36 años) ha viajado por Europa y las Américas produciendo videos web y deportivos, paquetes noticiosos y cortos documentales desde hace más de 10 años. En su infancia, fue diagnosticado con una rara enfermedad genética, fenilcetonuria (PKU, por sus siglas internacionales en inglés), la cual impide que su organismo descomponga adecuadamente las proteínas y por ello, durante toda su vida, ha tenido que tomar medicamentos y seguir una dieta baja en proteínas que, no obstante, le han permitido disfrutar de una vida saludable.

Pero hace poco, “tropecé con un video que mostraba individuos con PKU no diagnosticada”. Aunque le habían contado qué habría ocurrido de no haber tratado su padecimiento, “jamás había visto imágenes de la enfermedad, nunca la había encontrado cara a cara; así que, para mí, no era real”, confiesa. “Y cuando vi el video…”, se interrumpe, conmovido, haciendo una pausa para contener la emoción. “Me atrapó. Tuve la súbita revelación de que, si no me hubieran hecho la prueba al nacer, habría vivido con retraso mental, en un hospital”.

Cada año, alrededor de 4 millones de recién nacidos estadounidenses son sometidos a pruebas para detectar trastornos genéticos y de ellos, 12 500 son diagnosticados con un padecimiento hereditario. Numerosos trastornos –como PKU- pueden tratarse eficazmente si se detectan a tiempo, permitiendo que el niño crezca y se desarrolle con normalidad. Por ello, muchos opinan que la detección neonatal es uno de los grandes logros de la medicina moderna y sin embargo, pocos estamos familiarizados con su interesante historia o siquiera sabemos si alguna vez se nos practicó alguna prueba de detección.

Esa es la buena noticia. La mala es que tampoco estamos enterados de que varias entidades federales de Estados Unidos han creado biobancos con el material genético obtenido para la detección neonatal y –lo más sorprendente- que dichas muestras pueden utilizarse para fines que no comprendemos o para los que no hemos otorgado nuestro consentimiento informado.


Gotas de sangre

En 1963, Massachusetts inició su programa de detección neonatal con una prueba para PKU y aunque encontraron pocos bebés con la enfermedad, el beneficio del diagnóstico temprano fue tal que otros estados decidieron implementar programas de detección y una vez que se volvieron rutinarios, comenzaron a desarrollar pruebas para otros padecimientos. Hace 10 años, 46 entidades federales hacían pruebas para seis afecciones; hoy en día, los 50 estados y el Distrito de Columbia detectan, rutinariamente, no menos de 30 trastornos genéticos y algunos estados practican pruebas para el doble de esa cantidad.

Aun cuando cada entidad federal ha desarrollado un programa individual, el proceso de detección inicia con una gota de sangre del talón del recién nacido. Sin embargo, el programa de detección se menciona por primera vez cuando la parturienta ingresa en el hospital y en cualquier caso, las pruebas son obligatorias en todos los estados.

El asunto de la mala información es “un problema añejo y motivo de controversia en el campo de la detección neonatal”, explica el Dr. Jeffrey Botkin del Comité Secretarial de Asesoría sobre Trastornos Hereditarios en Neonatos y Niños, que hace recomendaciones al Departamento de Salud y Servicios Humanos en el tema de la detección neonatal. En la década de 1960, cuando se desarrolló el programa, “se pensaba que las ventajas de la detección neonatal eran tantas que los estados podían o debían exigir la realización de pruebas”, prosigue. Y aunque, hoy día, 43 estados permiten que los progenitores rechacen el proceso de detección argumentando consideraciones religiosas o filosóficas, esa opción rara vez es ejercida. La razón: muchos críticos dicen que la mayoría de los progenitores tiene conocimiento del programa durante el caótico período inmediato al ingreso hospitalario de la parturienta.

“Las bases de datos de ADN obtenidas de la detección neonatal hacen mofa del consentimiento informado”, acusa Jeremy Gruber, presidente del Consejo para la Genética Responsable. “Lo que tampoco se dice… es que esta es la única prueba que no realiza el hospital ni un tercero asociado con el hospital… sino el departamento de Salud Pública de cada estado”.

La mayor parte de las entidades federales envía las muestras de sangre a grandes bancos de almacenamiento a largo plazo operados por los departamentos de salud estatales, donde permanecen al menos un par de años, si bien 12 estados las conservan hasta 21 años o más. Eso se debe a que los departamentos de salud utilizan –y comparten, cada vez con más frecuencia- información genética para investigación y análisis. Esa práctica que ha cobrado impulso desde 2009, cuando los Institutos Nacionales de Salud (NIH, por sus siglas en inglés) otorgaron al Colegio Estadounidense de Genética Médica y Genómica un contrato para establecer una red de investigación genética denominada Newborn Screening Translational Research Network (Red para la Investigación Traslacional en Detección Neonatal) y desarrollar un depósito nacional de ADN neonatal “custodiado por los programas estatales de detección neonatal y otros recursos”. Entre tanto, California, Iowa, Michigan y Nueva York ya forman parte de un depósito virtual que da a los investigadores acceso a datos y en algunos casos, a las gotas de sangre almacenadas.

La expansión de los programas de detección neonatal seguirá creando oportunidades para grandes iniciativas de investigación. Muchos creen que, conforme la secuenciación de ADN se vuelva más barata y accesible, la secuenciación del genoma completo sustituirá a la práctica actual de la gota de sangre; y a decir de Michael S. Watson, director ejecutivo de ACMG, NIH ya ha conferido becas de investigación para explorar la factibilidad de integrar la secuenciación genómica completa en la detección neonatal.


Monetizar el genoma humano

Ha pasado más de una década desde la primera secuenciación del genoma humano y pareciera que, cada semana, una nueva investigación identifica una mutación que predice alguna enfermedad espantosa. Por ejemplo, hoy se sabe que las variaciones del gen APoE pueden incrementar el riesgo de la enfermedad de Alzheimer y que la mutación del gen BRCA puede duplicar el riesgo del cáncer mamario.

Pese a ello, a menudo se desconocen los efectos de una mutación genética en la salud de un individuo. Además, los científicos necesitan infinidad de muestras de ADN para interpretar la información descubierta en un genoma, pues solo comparando podrán entender cómo, cuándo y cuáles son los genes importantes, aparte del ambiente. En suma, los esfuerzos actuales en análisis genético están plagados de ruido e incertidumbre.

Por ejemplo, 23andMe, compañía genética que desarrolla productos dirigidos al consumidor, ofrece secuenciar su ADN y proporcionarle datos básicos sobre su linaje. Con anterioridad, la información de 23andMe incluía probabilidades para desarrollar ciertos trastornos médicos, pero en diciembre 2013, la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) prohibió que la empresa siguiera vendiendo sus informes de salud, pues no eran susceptibles de “validación analítica o clínica” (aún se encuentran en proceso de autorización FDA).

En realidad ese informe de salud pudo haber sido el incentivo que 23andMe ideó para introducir el ADN de sus clientes en una base de datos corporativa. Como señalaron los autores de un artículo de The New England Journal of Medicine, “23andMe ha… sugerido que su objetivo de mayor alcance es crear un colosal biobanco de información genética que pueda usar y vender a investigadores médicos, y producir descubrimientos patentables”. La compañía no ha negado el argumento y declaró para Newsweek: “Nuestra misión principal es acelerar el descubrimiento genético”.

Así pues, las ganancias no provienen de la venta de un análisis de salud, sino de usar y vender datos de los usuarios para investigaciones biomédicas, lo cual no difiere de lo que hacen Google, Yahoo y Facebook al proporcionarnos motores de búsqueda, correo y redes sociales gratuitas, y vender toda la información recabada a cualquiera que quiera comercializarnos algo. 23andMe ya ha realizado investigaciones financiadas por los NIH y colaborado con socios académicos y de la industria. A los clientes que compran informes genéticos personales, la compañía ofrece la opción de participar en su programa de investigación y a la fecha, almacena la información genotípica de más de 700 000 usuarios de los cuales, más de 80 por ciento no solo optó por formar parte del programa de investigación, sino que ha participado activamente en encuestas de la compañía.

“La información se vuelve muy valiosa cuando comenzamos a analizar la información genética y entendemos los datos fenotípicos”, explica un representante de 23andMe. La investigación consiste más o menos de lo siguiente: después de aislar a los clientes encuestados que dijeron tener una alergia –por ejemplo, a los gatos-, el investigador hace una búsqueda para determinar si todos los sujetos alérgicos comparten una mutación genética y mediante un análisis ulterior, averigua si las variantes se encuentran en el ADN. “Eso queremos explorar”, dijo el representante de 23andMe. “Pero solo podremos hacerlo si los clientes responden nuestras preguntas”. Así pues, la participación en investigaciones biomédicas tiene dos componentes: el consentimiento para usar nuestros datos genéticos y proporcionar nuestra información personal para validar esos datos.

La política de privacidad de la compañía declara que no puede compartir datos individuales con terceros sin el consentimiento explícito del cliente, y el consentimiento solo permite que los investigadores de la compañía “den un vistazo a datos genéticos anónimos dentro del agregado”, afirma 23andMe.


La falacia de la información anónima

Los programas de detección estatales y la Red para la Investigación Traslacional en Detección Neonatal protegen la identidad de las gotas de sangre neonatales, prestándolas exclusivamente a investigadores, pero hasta ahora ha sido imposible hacer que el ADN sea realmente anónimo.

“Por lo pronto, no hay una manera de garantizar el anonimato desde el punto de vista técnico”, asevera Yaniv Ehrlich, biólogo computacional del Instituto Whitehead para Investigación Biomédica en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, cuyo equipo publicó un artículo en el que demostraba cómo había descubierto las identidades (supuestamente ocultas) de participantes en estudios de investigación genética, contrastando los datos con la información de acceso público. Una astuta proeza académica, sin duda, pero que también reveló una incómoda realidad e hizo que muchos cuestionaran la privacidad en la era genómica.

Hay algunas protecciones para la privacidad genética. La ley 2008 de Información Genética y No Discriminación (GINA, por sus siglas en inglés) prohíbe que las aseguradoras utilicen información genética al tomar decisiones de elegibilidad, cobertura o primas, y también evita que los empleadores contemplen datos genéticos en sus decisiones de contratación, despido y promoción. No obstante, GINA tiene grietas. Por ejemplo, la legislación no aplica a compañías con menos de 15 empleados o a las Fuerzas Armadas estadounidenses, y tampoco incluye los seguros de atención médica a largo plazo, vida o incapacidad. Por ejemplo, si una mujer descubre que es portadora del gen BRCA y corre mayor riesgo de cáncer mamario, la aseguradora puede negarle, legalmente, la póliza de vida.

Botkin argumenta que “no hay motivación” para reidentificar el ADN y contrastarlo con fuentes públicas. “¿Por qué alguien se tomaría semejante tiempo y esfuerzo?”, dice, añadiendo que, hasta ahora, “no hay casos en que se hayan usado especímenes biológicos de manera poco ética para producir un daño individual”.

Watson tiene una perspectiva distinta. “Me sorprende que la gente publique toda su información personal en las redes y los medios sociales, y luego se preocupe por la privacidad de esa misma información en otro contexto”, dice. “No entienden lo fácil que es vincular una cosa con la otra”. Watson y sus colegas han construido barreras en la Red para la Investigación Traslacional en Detección Neonatal a fin de impedir que alguien haga “este tipo de vinculación” entre bases de datos.

Sin embargo, el ADN es un caudal de información personal que incluye color de cabello y ojos, paternidad y salud. Gruber lo compara con un gabinete de archivos que contiene nuestros documentos más secretos, solo que el ADN es como si cargáramos con esos documentos a todas partes y “cualquiera, con las herramientas adecuadas, pudiera abrir el gabinete de archivos y averiguarlo todo sobre nosotros”. El problema es que desechamos ADN todos los días, en infinidad de sitios y aunque podamos sentir, instintivamente, que el ADN y el genoma secuenciado nos pertenecen, en realidad no tenemos derechos de propiedad, sobre todo cuando el ADN ha sido ingresado en un biobanco.

¿De quién es su ADN?
A principios de año, la revista Science publicó un artículo donde hacía una aguda analogía entre los bancos de datos genéticos y los bancos de dinero. El cuentahabiente obtiene un recibo al depositar dinero y más tarde puede acceder a la cuenta e incluso interrumpir su relación con el banco, si así lo decide. “En cambio, cuando hacemos un depósito en un banco de datos o repositorio biológico dejamos los datos o el espécimen en manos de investigadores y clínicos, y le perdemos la pista”, escriben los autores, agregando que “un depósito en una investigación o repositorio clínico es una transacción unidireccional en la que renunciamos a nuestra voluntad y control”.

A la fecha, cada estado determina el derecho legal de retener y utilizar las gotas de sangre secas. Aunque Oklahoma prohíbe el uso de muestras para fines de salud pública (incluida la investigación) sin el expreso consentimiento parental, otras cuatro entidades federales consideran que las gotas son propiedad estatal. Pese a que las reglas son claras, informó la revista Pediatrics, algunos estados “podrían estar actuando fuera de la competencia de su autoridad legal”.

Así fue en 2008, cuando cinco familias demandaron al Departamento de Servicios de Salud Estatal de Texas (DSHS, por sus siglas en ingles) y a la Universidad Texas A&M por utilizar, sin permiso parental, gotas de sangre almacenadas en investigaciones no divulgadas. Con anterioridad, el estado destruía las muestras poco después de la detección neonatal, pero en 2002 cambió las reglas sin notificar a los progenitores y comenzó a donar los especímenes almacenados a grupos de investigadores. En la demanda, el Proyecto por los Derechos Civiles de Texas argumentó que semejante uso de las gotas de sangre iba más allá del objetivo del programa de detección neonatal y violaba los derechos de los progenitores bajo la Cuarta Enmienda, que protege al ciudadano contra “registros y confiscaciones irrazonables” por parte del gobierno (Texas A&M declinó comentar). El caso se resolvió fuera de las cortes y como parte del acuerdo, DSHS se vio obligado a publicar en su sitio web todos los proyectos de investigación que habían recibido gotas de sangre.

Entonces, salió a la luz que DSHS había facilitado muestras a compañías farmacéuticas (mediante “adecuado reembolso”) y que, además, prestó 800 gotas a un laboratorio que dirigía el Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas Estadounidenses, que pretendía crear y comenzar a operar una nueva base de datos forense. Las 800 muestras sirvieron para establecer puntos de referencia generales sobre las variaciones entre distintos grupos étnicos. Un representante de DSHS proporcionó gotas de sangre anónimas “porque creímos que era un proyecto de investigación importante y la información que accedimos a proporcionar no podía vincularse, en modo alguno, con un individuo en particular”.

Sin embargo, el Proyecto por los Derechos Civiles de Texas volvió a presentar una demanda, argumentando esa vez que DSHS actuó de manera ilegal y engañosa al vender, negociar y distribuir muestras de sangre neonatal obtenidas, sin consentimiento, entre 2003 y 2009. El juez desestimó el caso cuando determinó que ninguna de las familias citadas en la demanda cooperaron, inadvertidamente, con el laboratorio de patología, explicó James Harrington, el abogado que representó a los querellantes.

Con todo, a resultas de la publicidad, Texas destruyó millones de muestras que seguían almacenadas en su biobanco y en 2012, implementó una nueva legislación para su programa de detección neonatal. “Ahora, preguntan a los progenitores si quieren participar, y tienen la obligación de informar si donarán la muestra a otra persona, compañía farmacéutica o lo que sea”, dice Harrington.

Muy pronto otros estados enfrentarán esos mismos problemas. Hace poco, Indiana descubrió que su Departamento de Salud había almacenado muestras de sangre de bebés nacidos desde 1991, para uso en investigaciones médicas y sin consentimiento parental.

Botkin comenta que el público suele quedar “impactado” al enterarse de que las entidades federales guardan los residuos de la sangre utilizada en pruebas de detección neonatal; y sin embargo, al ofrecer explicaciones, aclarar el uso dado a las muestras y explicar los mecanismos que controlan las investigaciones, la gente se tranquiliza y “la gran mayoría” respalda los programas estatales que retienen y utilizan dichos especímenes.


Tal vez no debieran. Hoy día, hay bancos de datos comerciales en el sector privado, incluidos los que dirigen las compañías de atención de la salud; biobancos patrocinados por la red NIH e instituciones de investigación privadas y académicas; y el Sistema de Índice de ADN Combinado del FBI, utilizado rutinariamente para fines policiacos. Según Gruber, conforme los biobancos “se diseminen y el uso del ADN se vuelva más común… empezaremos a ver más y más filtraciones de información de esas bases de datos”. Y así, el ADN de su hijo podría extraerse fácilmente de la base de datos estatal de recién nacidos para introducirlo en programas de investigación, donde se utilizará para fines que usted jamás consideró ni imaginó.  

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