SU BEBÉ ES PROPIEDAD
GUBERNAMENTAL
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Más esbelto que el promedio, de ojos serios y
misteriosos, el cineasta Kevin Anderson (36 años) ha viajado por Europa y las
Américas produciendo videos web y deportivos, paquetes noticiosos y cortos
documentales desde hace más de 10 años. En su infancia, fue diagnosticado con
una rara enfermedad genética, fenilcetonuria (PKU, por sus siglas
internacionales en inglés), la cual impide que su organismo descomponga
adecuadamente las proteínas y por ello, durante toda su vida, ha tenido que tomar
medicamentos y seguir una dieta baja en proteínas que, no obstante, le han
permitido disfrutar de una vida saludable.
Pero hace poco, “tropecé con un
video que mostraba individuos con PKU no diagnosticada”. Aunque le habían
contado qué habría ocurrido de no haber tratado su padecimiento, “jamás había
visto imágenes de la enfermedad, nunca la había encontrado cara a cara; así
que, para mí, no era real”, confiesa. “Y cuando vi el video…”, se interrumpe,
conmovido, haciendo una pausa para contener la emoción. “Me atrapó. Tuve la
súbita revelación de que, si no me hubieran hecho la prueba al nacer, habría
vivido con retraso mental, en un hospital”.
Cada año, alrededor de 4 millones
de recién nacidos estadounidenses son sometidos a pruebas para detectar
trastornos genéticos y de ellos, 12 500 son diagnosticados con un padecimiento
hereditario. Numerosos trastornos –como PKU- pueden tratarse eficazmente si se
detectan a tiempo, permitiendo que el niño crezca y se desarrolle con
normalidad. Por ello, muchos opinan que la detección neonatal es uno de los
grandes logros de la medicina moderna y sin embargo, pocos estamos familiarizados
con su interesante historia o siquiera sabemos si alguna vez se nos practicó
alguna prueba de detección.
Esa es la buena noticia. La mala
es que tampoco estamos enterados de que varias entidades federales de Estados
Unidos han creado biobancos con el material genético obtenido para la detección
neonatal y –lo más sorprendente- que dichas muestras pueden utilizarse para
fines que no comprendemos o para los que no hemos otorgado nuestro
consentimiento informado.
Gotas de sangre
En 1963, Massachusetts inició su
programa de detección neonatal con una prueba para PKU y aunque encontraron
pocos bebés con la enfermedad, el beneficio del diagnóstico temprano fue tal
que otros estados decidieron implementar programas de detección y una vez que
se volvieron rutinarios, comenzaron a desarrollar pruebas para otros
padecimientos. Hace 10 años, 46 entidades federales hacían pruebas para seis
afecciones; hoy en día, los 50 estados y el Distrito de Columbia detectan,
rutinariamente, no menos de 30 trastornos genéticos y algunos estados practican
pruebas para el doble de esa cantidad.
Aun cuando cada entidad federal
ha desarrollado un programa individual, el proceso de detección inicia con una
gota de sangre del talón del recién nacido. Sin embargo, el programa de
detección se menciona por primera vez cuando la parturienta ingresa en el
hospital y en cualquier caso, las pruebas son obligatorias en todos los
estados.
El asunto de la mala información
es “un problema añejo y motivo de controversia en el campo de la detección
neonatal”, explica el Dr. Jeffrey Botkin del Comité Secretarial de Asesoría
sobre Trastornos Hereditarios en Neonatos y Niños, que hace recomendaciones al
Departamento de Salud y Servicios Humanos en el tema de la detección neonatal.
En la década de 1960, cuando se desarrolló el programa, “se pensaba que las
ventajas de la detección neonatal eran tantas que los estados podían o debían
exigir la realización de pruebas”, prosigue. Y aunque, hoy día, 43 estados
permiten que los progenitores rechacen el proceso de detección argumentando
consideraciones religiosas o filosóficas, esa opción rara vez es ejercida. La
razón: muchos críticos dicen que la mayoría de los progenitores tiene
conocimiento del programa durante el caótico período inmediato al ingreso
hospitalario de la parturienta.
“Las bases de datos de ADN
obtenidas de la detección neonatal hacen mofa del consentimiento informado”,
acusa Jeremy Gruber, presidente del Consejo para la Genética Responsable. “Lo
que tampoco se dice… es que esta es la única prueba que no realiza el hospital
ni un tercero asociado con el hospital… sino el departamento de Salud Pública
de cada estado”.
La mayor parte de las entidades
federales envía las muestras de sangre a grandes bancos de almacenamiento a
largo plazo operados por los departamentos de salud estatales, donde permanecen
al menos un par de años, si bien 12 estados las conservan hasta 21 años o más.
Eso se debe a que los departamentos de salud utilizan –y comparten, cada vez
con más frecuencia- información genética para investigación y análisis. Esa
práctica que ha cobrado impulso desde 2009, cuando los Institutos Nacionales de
Salud (NIH, por sus siglas en inglés) otorgaron al Colegio Estadounidense de
Genética Médica y Genómica un contrato para establecer una red de investigación
genética denominada Newborn Screening Translational Research Network (Red para
la Investigación Traslacional en Detección Neonatal) y desarrollar un depósito
nacional de ADN neonatal “custodiado por los programas estatales de detección
neonatal y otros recursos”. Entre tanto, California, Iowa, Michigan y Nueva
York ya forman parte de un depósito virtual que da a los investigadores acceso
a datos y en algunos casos, a las gotas de sangre almacenadas.
La expansión de los programas de
detección neonatal seguirá creando oportunidades para grandes iniciativas de
investigación. Muchos creen que, conforme la secuenciación de ADN se vuelva más
barata y accesible, la secuenciación del genoma completo sustituirá a la
práctica actual de la gota de sangre; y a decir de Michael S. Watson, director
ejecutivo de ACMG, NIH ya ha conferido becas de investigación para explorar la
factibilidad de integrar la secuenciación genómica completa en la detección
neonatal.
Monetizar el genoma humano
Ha pasado más de una década desde
la primera secuenciación del genoma humano y pareciera que, cada semana, una
nueva investigación identifica una mutación que predice alguna enfermedad
espantosa. Por ejemplo, hoy se sabe que las variaciones del gen APoE pueden
incrementar el riesgo de la enfermedad de Alzheimer y que la mutación del gen
BRCA puede duplicar el riesgo del cáncer mamario.
Pese a ello, a menudo se
desconocen los efectos de una mutación genética en la salud de un individuo.
Además, los científicos necesitan infinidad de muestras de ADN para interpretar
la información descubierta en un genoma, pues solo comparando podrán entender
cómo, cuándo y cuáles son los genes importantes, aparte del ambiente. En suma,
los esfuerzos actuales en análisis genético están plagados de ruido e
incertidumbre.
Por ejemplo, 23andMe, compañía
genética que desarrolla productos dirigidos al consumidor, ofrece secuenciar su
ADN y proporcionarle datos básicos sobre su linaje. Con anterioridad, la
información de 23andMe incluía probabilidades para desarrollar ciertos trastornos
médicos, pero en diciembre 2013, la Administración de Alimentos y Medicamentos
de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) prohibió que la empresa
siguiera vendiendo sus informes de salud, pues no eran susceptibles de
“validación analítica o clínica” (aún se encuentran en proceso de autorización
FDA).
En realidad ese informe de salud
pudo haber sido el incentivo que 23andMe ideó para introducir el ADN de sus
clientes en una base de datos corporativa. Como señalaron los autores de un
artículo de The New England Journal of Medicine, “23andMe ha… sugerido que su
objetivo de mayor alcance es crear un colosal biobanco de información genética
que pueda usar y vender a investigadores médicos, y producir descubrimientos
patentables”. La compañía no ha negado el argumento y declaró para Newsweek:
“Nuestra misión principal es acelerar el descubrimiento genético”.
Así pues, las ganancias no
provienen de la venta de un análisis de salud, sino de usar y vender datos de
los usuarios para investigaciones biomédicas, lo cual no difiere de lo que
hacen Google, Yahoo y Facebook al proporcionarnos motores de búsqueda, correo y
redes sociales gratuitas, y vender toda la información recabada a cualquiera
que quiera comercializarnos algo. 23andMe ya ha realizado investigaciones
financiadas por los NIH y colaborado con socios académicos y de la industria. A
los clientes que compran informes genéticos personales, la compañía ofrece la
opción de participar en su programa de investigación y a la fecha, almacena la información
genotípica de más de 700 000 usuarios de los cuales, más de 80 por ciento no
solo optó por formar parte del programa de investigación, sino que ha
participado activamente en encuestas de la compañía.
“La información se vuelve muy
valiosa cuando comenzamos a analizar la información genética y entendemos los
datos fenotípicos”, explica un representante de 23andMe. La investigación
consiste más o menos de lo siguiente: después de aislar a los clientes
encuestados que dijeron tener una alergia –por ejemplo, a los gatos-, el
investigador hace una búsqueda para determinar si todos los sujetos alérgicos
comparten una mutación genética y mediante un análisis ulterior, averigua si
las variantes se encuentran en el ADN. “Eso queremos explorar”, dijo el representante
de 23andMe. “Pero solo podremos hacerlo si los clientes responden nuestras
preguntas”. Así pues, la participación en investigaciones biomédicas tiene dos
componentes: el consentimiento para usar nuestros datos genéticos y
proporcionar nuestra información personal para validar esos datos.
La política de privacidad de la
compañía declara que no puede compartir datos individuales con terceros sin el
consentimiento explícito del cliente, y el consentimiento solo permite que los
investigadores de la compañía “den un vistazo a datos genéticos anónimos dentro
del agregado”, afirma 23andMe.
La falacia de la información
anónima
Los programas de detección
estatales y la Red para la Investigación Traslacional en Detección Neonatal
protegen la identidad de las gotas de sangre neonatales, prestándolas
exclusivamente a investigadores, pero hasta ahora ha sido imposible hacer que
el ADN sea realmente anónimo.
“Por lo pronto, no hay una manera
de garantizar el anonimato desde el punto de vista técnico”, asevera Yaniv
Ehrlich, biólogo computacional del Instituto Whitehead para Investigación
Biomédica en el Instituto de Tecnología de Massachusetts, cuyo equipo publicó
un artículo en el que demostraba cómo había descubierto las identidades
(supuestamente ocultas) de participantes en estudios de investigación genética,
contrastando los datos con la información de acceso público. Una astuta proeza
académica, sin duda, pero que también reveló una incómoda realidad e hizo que
muchos cuestionaran la privacidad en la era genómica.
Hay algunas protecciones para la
privacidad genética. La ley 2008 de Información Genética y No Discriminación
(GINA, por sus siglas en inglés) prohíbe que las aseguradoras utilicen
información genética al tomar decisiones de elegibilidad, cobertura o primas, y
también evita que los empleadores contemplen datos genéticos en sus decisiones
de contratación, despido y promoción. No obstante, GINA tiene grietas. Por
ejemplo, la legislación no aplica a compañías con menos de 15 empleados o a las
Fuerzas Armadas estadounidenses, y tampoco incluye los seguros de atención
médica a largo plazo, vida o incapacidad. Por ejemplo, si una mujer descubre
que es portadora del gen BRCA y corre mayor riesgo de cáncer mamario, la
aseguradora puede negarle, legalmente, la póliza de vida.
Botkin argumenta que “no hay
motivación” para reidentificar el ADN y contrastarlo con fuentes públicas.
“¿Por qué alguien se tomaría semejante tiempo y esfuerzo?”, dice, añadiendo
que, hasta ahora, “no hay casos en que se hayan usado especímenes biológicos de
manera poco ética para producir un daño individual”.
Watson tiene una perspectiva
distinta. “Me sorprende que la gente publique toda su información personal en
las redes y los medios sociales, y luego se preocupe por la privacidad de esa
misma información en otro contexto”, dice. “No entienden lo fácil que es
vincular una cosa con la otra”. Watson y sus colegas han construido barreras en
la Red para la Investigación Traslacional en Detección Neonatal a fin de
impedir que alguien haga “este tipo de vinculación” entre bases de datos.
Sin embargo, el ADN es un caudal
de información personal que incluye color de cabello y ojos, paternidad y
salud. Gruber lo compara con un gabinete de archivos que contiene nuestros
documentos más secretos, solo que el ADN es como si cargáramos con esos
documentos a todas partes y “cualquiera, con las herramientas adecuadas,
pudiera abrir el gabinete de archivos y averiguarlo todo sobre nosotros”. El
problema es que desechamos ADN todos los días, en infinidad de sitios y aunque
podamos sentir, instintivamente, que el ADN y el genoma secuenciado nos
pertenecen, en realidad no tenemos derechos de propiedad, sobre todo cuando el
ADN ha sido ingresado en un biobanco.
¿De quién es su ADN?
A principios de año, la revista
Science publicó un artículo donde hacía una aguda analogía entre los bancos de
datos genéticos y los bancos de dinero. El cuentahabiente obtiene un recibo al
depositar dinero y más tarde puede acceder a la cuenta e incluso interrumpir su
relación con el banco, si así lo decide. “En cambio, cuando hacemos un depósito
en un banco de datos o repositorio biológico dejamos los datos o el espécimen
en manos de investigadores y clínicos, y le perdemos la pista”, escriben los
autores, agregando que “un depósito en una investigación o repositorio clínico
es una transacción unidireccional en la que renunciamos a nuestra voluntad y
control”.
A la fecha, cada estado determina
el derecho legal de retener y utilizar las gotas de sangre secas. Aunque
Oklahoma prohíbe el uso de muestras para fines de salud pública (incluida la
investigación) sin el expreso consentimiento parental, otras cuatro entidades
federales consideran que las gotas son propiedad estatal. Pese a que las reglas
son claras, informó la revista Pediatrics, algunos estados “podrían estar
actuando fuera de la competencia de su autoridad legal”.
Así fue en 2008, cuando cinco
familias demandaron al Departamento de Servicios de Salud Estatal de Texas
(DSHS, por sus siglas en ingles) y a la Universidad Texas A&M por utilizar,
sin permiso parental, gotas de sangre almacenadas en investigaciones no
divulgadas. Con anterioridad, el estado destruía las muestras poco después de
la detección neonatal, pero en 2002 cambió las reglas sin notificar a los
progenitores y comenzó a donar los especímenes almacenados a grupos de
investigadores. En la demanda, el Proyecto por los Derechos Civiles de Texas
argumentó que semejante uso de las gotas de sangre iba más allá del objetivo
del programa de detección neonatal y violaba los derechos de los progenitores
bajo la Cuarta Enmienda, que protege al ciudadano contra “registros y
confiscaciones irrazonables” por parte del gobierno (Texas A&M declinó
comentar). El caso se resolvió fuera de las cortes y como parte del acuerdo,
DSHS se vio obligado a publicar en su sitio web todos los proyectos de
investigación que habían recibido gotas de sangre.
Entonces, salió a la luz que DSHS
había facilitado muestras a compañías farmacéuticas (mediante “adecuado
reembolso”) y que, además, prestó 800 gotas a un laboratorio que dirigía el
Instituto de Patología de las Fuerzas Armadas Estadounidenses, que pretendía
crear y comenzar a operar una nueva base de datos forense. Las 800 muestras
sirvieron para establecer puntos de referencia generales sobre las variaciones
entre distintos grupos étnicos. Un representante de DSHS proporcionó gotas de
sangre anónimas “porque creímos que era un proyecto de investigación importante
y la información que accedimos a proporcionar no podía vincularse, en modo
alguno, con un individuo en particular”.
Sin embargo, el Proyecto por los
Derechos Civiles de Texas volvió a presentar una demanda, argumentando esa vez
que DSHS actuó de manera ilegal y engañosa al vender, negociar y distribuir
muestras de sangre neonatal obtenidas, sin consentimiento, entre 2003 y 2009.
El juez desestimó el caso cuando determinó que ninguna de las familias citadas
en la demanda cooperaron, inadvertidamente, con el laboratorio de patología,
explicó James Harrington, el abogado que representó a los querellantes.
Con todo, a resultas de la
publicidad, Texas destruyó millones de muestras que seguían almacenadas en su
biobanco y en 2012, implementó una nueva legislación para su programa de
detección neonatal. “Ahora, preguntan a los progenitores si quieren participar,
y tienen la obligación de informar si donarán la muestra a otra persona,
compañía farmacéutica o lo que sea”, dice Harrington.
Muy pronto otros estados
enfrentarán esos mismos problemas. Hace poco, Indiana descubrió que su
Departamento de Salud había almacenado muestras de sangre de bebés nacidos
desde 1991, para uso en investigaciones médicas y sin consentimiento parental.
Botkin comenta que el público
suele quedar “impactado” al enterarse de que las entidades federales guardan
los residuos de la sangre utilizada en pruebas de detección neonatal; y sin
embargo, al ofrecer explicaciones, aclarar el uso dado a las muestras y
explicar los mecanismos que controlan las investigaciones, la gente se
tranquiliza y “la gran mayoría” respalda los programas estatales que retienen y
utilizan dichos especímenes.
Tal vez no debieran. Hoy día, hay
bancos de datos comerciales en el sector privado, incluidos los que dirigen las
compañías de atención de la salud; biobancos patrocinados por la red NIH e
instituciones de investigación privadas y académicas; y el Sistema de Índice de
ADN Combinado del FBI, utilizado rutinariamente para fines policiacos. Según
Gruber, conforme los biobancos “se diseminen y el uso del ADN se vuelva más
común… empezaremos a ver más y más filtraciones de información de esas bases de
datos”. Y así, el ADN de su hijo podría extraerse fácilmente de la base de
datos estatal de recién nacidos para introducirlo en programas de
investigación, donde se utilizará para fines que usted jamás consideró ni
imaginó.
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