El país más corrupto del mundo
Forbes - miércoles, 14 de
mayo de 2014
A México le cuesta, al menos
100,000 millones de dólares al año la corrupción. Sin embargo, a este mal se le
ve como aceite de la maquinaria económica, engrane del sistema de justicia y
factor para que las cosas funcionen. Por eso, no se le combate.
¿Qué contestaría si le dijera que
México es el país más corrupto del mundo? ¿Le sonaría exagerado o
peligrosamente cierto? ¿Lógico o exagerado?
De acuerdo al Índice de
Percepción sobre Corrupción que realiza Transparencia Internacional, nuestro
país se encuentra en el lugar 105 entre 176 naciones. En el espejo de la
corrupción nos vemos igual que Kosovo, Mali, Filipinas y Albania. Del
comparativo con los países miembros de la OCDE mejor no hablamos; en la
tradición nacional, que existan 71 países peor evaluados es mediana conquista.
El enorme problema es que a pesar
de la generosidad del ranking, ser el país más corrupto del mundo no nos suena
difícil, pues estamos acostumbrados al argumento. Solemos percibir a la
corrupción como un mal endémico, tan nuestro como la sangre mestiza y tan
arraigado como el consumo de maíz. Por tanto, tan endémico como inmutable; una
realidad tan cierta que cuestionarla, confrontarla, resulta inútil.
A esta percepción se suma el
valor positivo de la corrupción como aceite de la maquinaria económica, engrane
del sistema de justicia y factor para que las cosas funcionen. La sanción
social a las prácticas de corrupción es inexistente. Por el contrario, se
alientan y encomian: el que da una “mordida” o consigue un contrato a través de
prebendas, es hábil, tiene “colmillo”, sabe su negocio.
Por eso es que dentro del inmenso
catálogo de problemas nacionales, la corrupción no pinta. Es tan inherente al
paisaje que atacarla parece ocioso. Sólo así se entiende que la Comisión
Nacional Anticorrupción siga en el tintero, y el titular de la Secretaría de la
Función Pública sea un encargado del despacho.
Por décadas hemos atribuido el
bajo crecimiento económico –no sin razón– a la ausencia de reformas económicas
como las que a nivel constitucional, se aprobaron en 2013. Sin embargo, una vez
aprobada la legislación secundaria de cada reforma, saldrá a flote el enorme
dique que para la inversión privada representa la corrupción. Corrupción
traducida en falta de seguridad jurídica, en el encarecimiento de cada trámite
o contrato, en los costos de producción y en la rentabilidad de las empresas.
Si tomamos en cuenta las estimaciones del Banco Mundial, la corrupción le
cuesta a México 9% del PIB cada año, es decir, dos puntos más que la fortuna de
Carlos Slim. Si preferimos las estimaciones del Centro de Estudios Económicos
del Sector Privado, la cifra alcanza el 20% del PIB, en otras palabras, la
quinta parte de lo que producimos se diluye, filtra y trasmina en corruptelas.
Si queremos crecer más rápido y
atraer capitales con la intensidad pretendida, visibilizar y priorizar el
problema de la corrupción parece indispensable. En este sentido, hay tres
grandes aristas para abordar el problema: el institucional, el de combate a la
impunidad y el no menos importante factor cultural.
1. Institucional: Tenemos reglas
que incentivan la corrupción en todos los niveles de gobierno. El ejercicio
práctico de la transparencia –materializado en solicitudes de información– es
cuestión de enterados y la mayor proporción del dinero público se ejerce con
absoluta discrecionalidad. En ese sentido, la Comisión Nacional Anticorrupción
no es solución, pero sí mecanismo. Mantenerla en el limbo es la mejor forma de
ignorar el problema.
2. Combate a la impunidad: La
corrupción en México no tiene consecuencias. Superado el escándalo mediático,
se solventa toda preocupación jurídica. Véase el reciente e ilustrativo caso
del ex Gobernador de Aguascalientes: se le acusa por peculado de 26 mdp y paga
una fianza de 30 mdp. Mal negocio para la justicia.
3. Factor cultural: Mientras
sigamos pensando que la corrupción es un arte, un colectivo ejercicio
sincronizado, y característica crónico–degenerativa que nos distingue en el
mundo, tendremos poco que hacer frente a un problema que nos cuesta al menos,
100,000 mdd al año.
En las narraciones de Scott
Fitzgerald –afecto a poner a sus personajes en la cruel disyuntiva de lo que
quieren, frente a lo que necesitan– cada dilema ético se resuelve volviendo al
origen, a principios elementales, escuchando la voz de la consciencia previa al
salvaje contacto con el mundo y el dinero. En el escenario que enfrentamos, tal
solución suena imposible o al menos ingenua. No hay “renovación moral” sin
reglas claras ni instituciones fuertes que la soporten; la última que
intentamos en los años ochenta fue eslogan y no política pública. No sé si
queramos combatir la corrupción, lo cierto es que lo necesitamos.
Para lograrlo, habrá que hacerle
frente cuando el discurso termine y el templete se desmonte. Dejar de alentarla
en la formación y aplaudirla de facto cuando socialmente obviamos condenarla.
Su mano invisible mueve cada uno nuestros mercados, cosa que sólo habremos de
reconocer cuando acabada la tarea reformista, algo siga fallando.
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