Liderazgos fallidos
Forbes - miércoles, 8 de octubre de 2014
El ejercicio de autoridad es un laberinto que
se complica en el momento en que el líder se tropieza con su ego. Hablemos de
liderazgos fallidos.
Todos conocemos ejemplos de proyectos
excelentes, con productos prometedores, con grupos de trabajo integrados por
gente talentosa que terminan en un fiasco. ¿Qué pasó aquí si todo parecía ir
viento en popa? La mayoría de las veces la respuesta recae en aquel que lleva
el timón del barco. Si no se ejerce un liderazgo efectivo, aunque se tengan los
mejores elementos para conformar el éxito se puede fracasar.
Un mal líder no es solamente el que pide las
cosas a gritos, vocifera si los resultados no se dan y golpea en el escritorio;
también lo es aquel que pide todo por favor, que sonríe y quiere ser el amigo
de todos. Tan malo es sustentar el liderazgo sobre las bases del miedo, como
tratar de ser mister amigo.
Es verdad que el liderazgo se ejerce
dependiendo de las características personales de cada individuo; sin embargo,
es necesario tener un conjunto de habilidades que lleven a influir en un grupo
de personas para trabajar en el logro de objetivos y metas. Un líder debe dar
resultados. Para ello, el liderazgo entraña una distribución desigual de poder:
los integrantes de un grupo llevan a cabo actividades, idealmente podrán dar su
opinión, aportar ideas, pero, por regla general, el líder tiene la última
palabra.
Los líderes fallidos no saben manejar los
canales de autoridad, se encandilan con el ejercicio del poder y hacen mal uso
de la jerarquía. Es curioso, los líderes fallidos se pueden clasificar en dos
grupos claramente antagónicos; se sitúan en los extremos de una recta. En el
primer extremo se encuentran los que tienen una especie de pudor malentendido,
tratan de suavizar las líneas jerárquicas y en un afán de generar armonía
sueltan el timón y ponen en peligro al barco y a su tripulación. Dejan a la
deriva planes que por falta de liderazgo se convierten en proyectos malogrados.
En el otro extremo están los que rigidizan tanto los niveles jerárquicos que se
distancian de su equipo de trabajo a base de gritos, arbitrariedades y
exigencias absurdas que se desconectan de la realidad y se encaminan al
precipicio sin escuchar las advertencias.
En ambos casos falta liderazgo. El ejercicio de
autoridad es un laberinto que se complica en el momento en que el líder se
tropieza con su ego. Las relaciones de un jefe con sus subordinados deben
mantenerse en el ámbito de lo profesional, con independencia de otros vínculos
que unan a las personas. El líder debe tener en cuenta un sinnúmero de
variables con las que debe trabajar para conseguir objetivos, pero jamás debe
perder de vista la meta. Es decir, si el equipo está desmotivado, debe
encontrar una forma para vigorizarlo a fin de conseguir los resultados
planteados; cada líder elige cómo hacerlo según sus capacidades.
Un líder efectivo frente a la eventualidad del
desánimo o del cansancio propondrá una tarde libre, midiendo los alcances y
logrando el compromiso de llegar a la meta en tiempo y forma. Un líder fallido
con tendencias autocráticas se hará el desentendido y terminará reventando a su
equipo. Por su parte, un líder fallido de corte amigable no sólo dará una tarde
libre; concederá permisos a diestra y siniestra, se irá con ellos, organizará
una fiesta, otorgará bonos, sin evaluar las posibles repercusiones.
Por desgracia, los liderazgos fallidos son
comunes. Se dan, generalmente, cuando el líder no ha sido preparado
adecuadamente para asumir sus nuevas responsabilidades. Es frecuente ver estos
fallos en transiciones mal planeadas, en cambios de estafeta que se dieron de
forma improvisada o cuando la persona que ocupará un puesto de jerarquía lo
hace por una decisión superior y no por méritos propios. El nuevo jefe llega a
un ambiente hostil y como mecanismo de defensa trata de ganarse el respeto a
punta de gritos o siendo tan buena gente para echarse a todo el mundo a la
bolsa. Malas noticias: esas estrategias no sirven. Para ganar respeto hay que
tomar el timón, fijar rumbo y actuar en consecuencia. Un buen líder saca lo
mejor de su equipo de trabajo para dar resultados.
Por años hemos visto directores generales que
endurecen los canales de comunicación, toman decisiones y giran instrucciones
desde un pedestal de autoridad sin bajar a nivel de piso para entender la
problemática. Su gente se convierte en un elemento de complacencia que desea
agradar al líder, sin tomar en cuenta objetivos, tiempos, presupuestos, y esa
estrategia, por lo general, aleja los proyectos de su destino deseado.
Asimismo hemos visto directores que reblandecen
tanto las líneas jerárquicas hasta convertirlas en estructuras endebles. Eso
sucede especialmente cuando un amigo invita a otro a colaborar en su equipo,
cuando un hermano llega a integrarse a la empresa, cuando la familia trabaja junta.
El líder fallido confunde el escenario y el papel que debe representar, todo se
desordena y no hay proyecto por bondadoso que se perciba, o producto por bueno
que sea, que aguante una pérdida de rumbo.
El liderazgo efectivo maneja adecuadamente la
relación de influencia que ocurre entre los líderes y sus seguidores fijando
siempre la vista en la forma en que se pretende lograr resultados reales,
contantes y sonantes, que reflejen los propósitos que comparten. Un líder serio
compartirá la visión y misión de lo que se quiere hacer y conseguirá enganchar
en el proyecto a su gente, logrando que sus anhelos sean los mismos de su
equipo de trabajo, de forma tal que todos vean en una misma dirección, y si
alguien se desvía, el líder lo regresa al carril.
Los seguidores de líderes fallidos, sin
importar si son autocráticos o mister amigo, terminan frustrados, hartos de
intentar y no lograr, enfadados de ver que sus esfuerzos no rinden fruto. Los
liderazgos fallidos generan islas inconexas, ya sea por miedo o por desgaste.
Siendo extremadamente duro o laxo se logra lo mismo: apagar el entusiasmo y la
motivación de un equipo. Esto sucede por una simple y sencilla razón: los
líderes fallidos no dan resultados.
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