¿Dónde está la gran filosofía?
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Este artículo no es un artículo
sino un telegrama que mando a los lectores. No caeré en la tentación de agotar
el limitado espacio disponible con nombres de filósofos y títulos de libros.
Citaré sólo unos pocos para ilustrar la tesis principal. Y no mencionaré a los
españoles porque a todos me los encuentro en el ascensor. Y no porque hubiera
decir de ellos cosas poco amables. Todo lo contrario: es una desconcertante
paradoja que la ausencia de gran filosofía coincida en el tiempo con la
generación de profesores de filosofía más competente, culta y cosmopolita que
ha existido nunca, al menos en España, y yo ante ellos, de los que tanto he
aprendido, me descubro con admiración. En todo caso temería encontrarme en el
ascensor sólo a los no citados.
1 La misión de la filosofía desde
sus orígenes ha sido proponer un ideal. La gran filosofía es ciencia del ideal:
ideal de conocimiento exacto de la realidad, de sociedad justa, de belleza, de
individuo.
En lo que se refiere ahora sólo
al ideal humano (paideia), un repaso histórico urgente empezaría por Platón,
que encontró en su maestro, Sócrates, la personificación de la virtud;
Aristóteles introduce el hombre prudente; Epicuro, el sabio feliz; Agustín, el
santo cristiano; Kant, el hombre autónomo; Nietzsche, el superhombre;
Heidegger, el Dasein originario o propio… Un ideal muestra una perfección que,
por la propia excelencia de un deber-ser hecho en él evidente, ilumina la
experiencia individual, señala una dirección y moviliza fuerzas latentes. Los
filósofos citados, y otros que podrían traerse, son pensadores del ideal y
justamente eso hace grande su pensamiento y la lectura de sus textos
perdurablemente fecunda. Esta observación enlaza con el segundo de los aspectos
de la gran filosofía que deseo destacar.
La filosofía se asemeja a la
ciencia en que, como ésta, su instrumento de trabajo son los conceptos. Pero
los conceptos de las ciencias empíricas son verificados en los laboratorios o
los experimentos. En cambio, nadie ha verificado nunca las proposiciones
filosóficas de Platón. Si volvemos a Platón una y otra vez no se debe a que la
verdad de su filosofía haya sido validada empíricamente sino a que su lectura
sigue siendo de algún modo significativa. En esto la filosofía se hermana con
la literatura, no con la ciencia: dado que la prueba explícita le está negada,
el filósofo produce textos que han de convencer, de persuadir, de seducir, y en
este punto en nada esencial se diferencia del literato que usa con habilidad
los recursos retóricos para mover al lector y captar su asentimiento. De ahí
que, en la abrumadora mayoría de los casos, la gran filosofía, pensadora del
ideal en cuanto al contenido, suele ir aparejada a un gran estilo en cuanto a
la forma. El filósofo es sobre todo, como el novelista, el creador de un
lenguaje y el administrador de unas cuantas metáforas eficaces con las que
manufactura un relato veraz —aunque inverificable— para el lector.
El filósofo produce textos que
han de persuadir, de seducir, y en este punto, no se diferencia en nada del
literato
Esta función retórica de la
filosofía es algo que, por desgracia, ha ido echando al olvido la filosofía
contemporánea acaso por el vano achaque de querer parecerse a la ciencia. Los
dos últimos libros de filosofía realmente influyentes, Teoría de la justicia de
Rawls (1971) y Teoría de la acción comunicativa de Habermas (1981), son ambos
piezas literariamente muy negligentes, áridas, técnicas, secas y demasiado
prolijas, que reclaman un lector especializado y muy paciente dispuesto a
acompañar al autor en todos los tediosos meandros intermedios que preceden a
las conclusiones, ciertamente susceptibles de ser presentadas con mayor
claridad, brevedad y atractivo. Lejos quedan los tiempos en que los filósofos
—Russell, Sartre— merecían el premio Nobel de Literatura.
2 Un genuino ideal aspira a ser
una oferta de sentido unitaria, intemporal, universal y normativa. Ha de
componer una síntesis feliz a partir de muchos elementos heterogéneos y aun
contrapuestos. Además, debería estar dotado de intemporalidad y universalidad
porque, aunque nacido en un contexto histórico concreto, siempre pretende tener
validez para todos los casos y todos los momentos, por mucho que
inevitablemente de facto quede relativizado por otros posteriores de signo
opuesto. Por último, el ideal no describe la realidad tal como es —ése es el
cometido de las ciencias— sino como debería ser y señala un objetivo moral
elevado a los ciudadanos que reconocen en esa perfección algo de una naturaleza
que es ya la suya pero a la vez más hermosa y más noble, como una versión
superior de lo humano que despierta en quien la contempla un deseo natural de
emulación. Que la realidad ignore la realización efectiva de un ideal en
cuestión no desmiente la excelencia de éste sino sólo su falta de éxito
histórico-social por razones que pueden ser circunstanciales.
La tesis aquí defendida dice que,
en los últimos treinta años, la filosofía contemporánea ha desertado de su
misión de proponer un ideal a la sociedad de su tiempo, el ciudadano de la
época democrática de la cultura. La institución que durante varios siglos había
sido la casa de la gran filosofía, la universidad, se ha quedado sin iniciativa
en estos tres últimos decenios. La esplendorosa universidad alemana, otrora a
la vanguardia del pensamiento europeo y fuente incesante de nuevos sistemas
filosóficos, ha dado muestras preocupantes de pérdida de creatividad. La
vitalidad de la filosofía académica francesa o italiana se ha apagado y ha sido
sustituida por ensayos de entretenimiento, cultivados por esos mismos
académicos doblados de divulgadores o por periodistas y profesionales que
escriben sobre temas de actualidad económica, política, social, moral o
sentimental, oportunamente confeccionados para complacer la curiosidad de un
público mayoritario, no versado, en una alianza consumada hace poco entre el
ensayo generalista y la industria editorial, dispuesta a explotar a escala
global la demanda de un mercado de lectores potencialmente amplio. En esto,
como en otras cosas relacionadas con la mercantilización de la cultura, la
industria editorial de Estados Unidos ha sido pionera y extraordinariamente
potente; allí es aún más marcada que en Europa la separación entre la sociedad
y la universidad, la cual, replegada en su campus, propende al especialismo
extremo. Por lo que a la filosofía se refiere, la academia norteamericana
estuvo tradicionalmente dominada por la escuela del pragmatismo heredero de
William James, por el positivismo analítico después y en el último cuarto de
siglo —en un giro que denunció Allan Bloom en su resonante The Closing of
American Mind (1987)— por el
posestructuralismo y los cultural studies, alérgicos de suyo a la gran teoría
humanista, integradora y universal que, entre unos y otros, permanece hoy sin
dueño.
La vitalidad de la filosofía
académica francesa o italiana ha sido sustituida por ensayos de entretenimiento
3 En ausencia de gran filosofía,
lo que con el nombre de filosofía encontramos en estos últimos treinta años se
compone de una variedad de formas menores que serían estimables y aun
encomiables si acompañaran a la forma mayor pero que, sin el marco comprensivo
general que sólo ésta suministra, acusan la insuficiencia de dicha orfandad
teórica.
La primera de estas formas se
hallaría representada por la filosofía que hoy se practica mayoritariamente en
la universidad, donde la filosofía se permuta por historia de la filosofía. Una
filosofía indirecta, mediada por una tradición filosófica reverenciada y al
mismo tiempo puesta del revés. Richard Rorty, Charles Taylor o Hans Blumenberg,
tan distintos entre sí, representan la mejor versión de este modo vicario de
filosofar. Es filosofía, incluso buena filosofía, pero no gran filosofía porque
carece de intención propositiva, abarcadora y normativa, de una imagen del
mundo completa y unitaria. En el ámbito académico se aprecia una resistencia,
casi una negación de legitimidad, a enfrentarse a la objetividad del mundo
directa y autónomamente, como hicieron los clásicos del pensamiento, sino sólo,
precisamente, a través de una reinterpretación de esos mismos clásicos. Pensar
es haber pensado. Todo está ya escrito, nada realmente nuevo cabe decir. No se
trata ya de hablar de la vida, sino sólo de libros que hablaron de la vida:
Marx, Nietzsche, Freud o Walter Benjamin.
Esta aproximación revisionista se
torna programa en el “posestructuralismo”: la deconstrucción de Derrida, las
arqueologías de Foucault, los retornos de Deleuze a Spinoza, Nietzsche o
Bergson, o esa revolución poética que para Kristeva rompe la aparente unidad
del pensamiento, entre otros nombres posibles, abrieron camino para una multitud
de posteriores hermenéuticas del pasado que hoy llenan los anaqueles de las
bibliotecas universitarias —tanto como escasean en las bibliotecas de las casas
particulares, en parte porque parecen escritas en “gíglico”, el lenguaje
inventado por Cortázar para Rayuela— y cuya originalidad reside en la constante
revisión de la tradición filosófica desde el punto de vista de la lingüística,
el psicoanálisis, el lacanismo, el marxismo, la crítica literaria, el feminismo
o el poscolonialismo. Un exponente de este método híbrido, animado con
ingredientes histriónicos que le han granjeado el buscado éxito mediático,
sería la obra de Slavoj Zizek. Sin desdeñar esos mismos ingredientes, pero con
mayor aliento filosófico, cabría emplazar aquí la abundante bibliografía de
Peter Sloterdijk.
La consciencia nos hace libres,
pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su resignación suele recibir el
aplauso general
Cercana a esta forma de filosofía
y a veces indistinguible de ella estaría esa literatura, hoy todo un género,
que pronuncia una solemne sentencia condenatoria contra la modernidad en su
conjunto. Como es evidente que la sociedad democrática, al menos en el último
medio siglo, ha proporcionado dignidad y prosperidad al ciudadano sin parangón
con tiempos anteriores, la actual filosofía hermenéutica heredera de
Nietzsche-Heidegger, por un lado, o aquella de raíz marxista en la estela de
Dialéctica de la Ilustración de Adorno-Horkheimer, Marcuse y la Escuela de
Frankfurt, por otro, creen adivinar unos fundamentos ideológicos ocultos que
estarían alienando taimadamente al ciudadano sin que éste lo supiera y, contra
todas las apariencias, restituyéndolo a la antigua condición de súbdito. El
Holocausto judío es traído al centro de la meditación filosófica como prueba del
fracaso definitivo del proyecto moderno y hay quien como Giorgio Agamben —en su
trilogía Homo sacer— se atreve incluso a proponer el campo de concentración
nazi como paradigma del espíritu de las democracias contemporáneas. En el delta
de esta impugnación total de la modernidad desembocan por igual, afluentes
procedentes de la derecha y la izquierda, hermeneutas como Gianni Vattimo,
fundador del “pensamiento débil”, y críticos posmarxistas de las ideologías
como Antonio Negri, autor (con M. Hardt) de Imperio (2000). No raramente, la
crítica a la modernidad adopta la modalidad de denuncia de un sistema
capitalista que convertiría al ciudadano en consumidor enajenado, mayormente
por culpa de las multinacionales, cuyas estrategias de dominación analiza Naomi
Klein en No logo (2000). Escritos antisistema del prestigioso lingüista Noam
Chomsky alimentan de contenido panfletos y libelos producidos por activistas y
movimientos antiglobalización, algunos de gran difusión.
A falta de un marco general, la
filosofía echa mano ahora de esos socorridos “análisis de tendencias
culturales” que nos explican no cómo debemos ser (ideal) sino cómo somos, las
más de las veces expresado con un matiz reprobatorio: somos una
sociedad-líquida (Zygmunt Bauman) o una sociedad-riesgo (Ulrich Beck). Por la
misma razón, la filosofía ha experimentado recientemente un “giro aplicado”,
uno de cuyos iniciadores fue el filósofo animalista Peter Singer. Ese giro
supone el esfuerzo por determinar unas reglas éticas para sectores específicos de
la realidad como el mercado (ética de la empresa), el cuerpo (bioética), el
cerebro (neuroética), los límites de la ciencia y la tecnología, los animales o
la naturaleza. En los últimos años la filosofía práctica ha disfrutado de mucha
más atención general que la hermenéutica heredera de Gadamer y ha suscitado
amplios debates entre los que destaca la contestación al liberalismo por el
comunitarismo de las costumbres (Sandel, MacIntyre) y por el republicanismo de
la virtud (Pocock, Pettit). Uno de los principales continuadores de Habermas ha
sido Axel Honneth y su La lucha por el reconocimiento (1992); también a Rawls
le han salido muchas secuelas, siendo una de las últimas el “enfoque de las
capacidades” desarrollado por la polígrafa Martha Nussbaum, quien asimismo ha
contribuido a los estudios feministas y posfeministas que filósofas como Nancy
Fraser, Seyla Benhabib o Judith Butler han llevado a una segunda madurez.
El vacío dejado por la gran
filosofía y por sus propuestas de sentido para la experiencia individual es
llenado ahora por ensayos de corte existencialista de un estilo muy francés:
Luc Ferry, Lipovetsky, Finkielkraut, Onfray, Comte-Sponville. En una línea
cercana, pero degradada, reclaman la atención de los lectores usurpando a veces
el nombre de filosofía títulos de sabiduría oriental, libros de autoayuda que
recomiendan positividad para superar las adversidades y recetarios
voluntaristas emanados por las escuelas de negocio.
Los crímenes contra la humanidad
perpetrados por los totalitarismos se han cometido, a veces, en nombre de una
utopía
4 La tesis era que en estos
últimos treinta años no ha habido gran filosofía por la deserción de su misión
histórica consistente en proponer un ideal. Varios factores culturales parecen
haber conspirado para causar este resultado deficitario.
Los crímenes contra la humanidad
perpetrados por los totalitarismos se han cometido con harta frecuencia en
nombre de una utopía, como señaló con énfasis Popper en La sociedad abierta y
sus enemigos, lo cual ha inoculado al hombre actual esa insuperable alergia
hacia lo utópico que destila Günther Anders en La obsolescencia del hombre. Por
otro lado, la condición posmoderna sospecha de los llamados grands récits que
se quieren unitarios (Lyotard), siendo el ideal filosófico indudablemente uno
de esos desautorizados grandes relatos, de manera que el prefijo “pos” que
caracteriza el presente (posmoderno, posestructuralista, poshistórico,
posnacional, posindustrial) incluye también una posteridad al ideal y su
resignada renuncia sería el precio exigido por ser libres e inteligentes. Por
último, se insiste en que la complejidad de las democracias avanzadas de
carácter multicultural no se deja compendiar en un solo modelo humano, a lo que
se añade que, por su parte, las ciencias se han especializado tanto que resulta
iluso cualquier intento de síntesis unitaria. Los títulos de tres celebrados
libros de Daniel Bell conformarían otros tantos eslóganes de la imposibilidad
del ideal en el estado actual de la cultura: El fin de las ideologías, El
advenimiento de la sociedad post-industrial y Las contradicciones culturales
del capitalismo.
La consciencia nos hace libres e
inteligentes, pero ¿y después? Quien hoy hace alarde de su resignación suele
recibir el aplauso general. ¡Qué lúcido!, se dice de ese pesimista satisfecho,
como si su fatalismo fuera la última palabra sobre el asunto, merecedor de ese
¡archivado! con que Mynheer Peperkorn zanja las discusiones en La montaña
mágica de Thomas Mann. Pero el propio Mann en su relato favorito, Tonio Kröger,
alerta sobre los peligros de ese exceso de lucidez que conduce a las “náuseas
del conocimiento”, como las que estragan el gusto de esos espíritus delicados
que saben tanto de ópera que nunca disfrutan de una función, por buena que sea,
porque siempre la encuentran detestable. La hipercrítica es paralizante si seca
las fuentes del entusiasmo y fosiliza aquellas fuerzas creadoras que nos elevan
a lo mejor. Sólo el ideal promueve el progreso moral colectivo; sin él estamos
condenados a conformarnos con el orden establecido. Preservar en la vida una
cierta ingenuidad es lección de sabiduría porque permite sentir el ideal aun
antes de definirlo.
Si, tras este hiato de treinta
años, la filosofía quiere recuperarse como gran filosofía, debe hallar el modo
de proponer un ideal cívico para el hombre democrático… y hacerlo además con
buen estilo.
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